Aceite en la Herida: Encontrar a tu Samuel
Cuando alguien cree en tu llamado, el corazón vuelve a levantarse.
Serie: Naiot: cuando el refugio se vuelve llamado
Subtítulo: De huir a habitar: Dios defiende, sana y nos vuelve a enviar.
Extrada #4
Llegué a esa oficina con la respiración corta y las manos temblando. La vergüenza, el enojo, la confusión: todo se me había asentado en el pecho como un nudo. Me senté y, antes de que pudiera acomodar palabras, él habló con una calma que no era de este mundo: “Yo creo en tu llamado pastoral”. No hubo discurso, solo una frase que pareció tocar un punto secreto del alma. En ese instante, recordé que el aceite no es solo metáfora de fiesta; también es medicina para la piel rota. Cuando un “Samuel” pronuncia tu nombre con esperanza, el corazón reconoce una voz antigua: la del Pastor que no nos deja a la intemperie. “El Espíritu del Señor Soberano está sobre mí… me ha enviado para consolar a los de corazón quebrantado” (Isaías 61:1, NTV). Allí comenzó la sutura, no porque el daño desapareciera, sino porque la presencia de Dios entró a la habitación con promesa de sanidad.
Él abrió una pequeña botella y oró. No fue espectáculo, fue hogar. Pensé en la práctica sencilla, tan humana y tan santa, que la iglesia ha guardado desde los primeros días: “¿Alguno está enfermo? Que llame a los ancianos… que lo unjan con aceite… Una oración ofrecida con fe sanará al enfermo” (Santiago 5:14–15, NTV). En ese acto humilde entendí que el aceite no compra favores; declara que todo lo que somos, también nuestro dolor, queda bajo el nombre de Jesús. Y, quizá, lo más difícil: que nos dejamos ayudar, que no vivimos estas cosas en soledad.
Afuera, la historia seguía enredada; adentro, se abrió un claro. No era un truco emocional. Era esa mansedumbre del Mesías que conoce nuestras fracturas: “No aplastará la caña más débil ni apagará una vela que titila” (Mateo 12:20, NTV). Si has sentido que te estás apagando, escucha: Él no sopla para extinguirte; cubre la llama con su mano hasta que el viento cese. Y, en su mano, la justicia no es ruido ni revancha; es una luz que toma su tiempo y, finalmente, vence.
“Él sana a los de corazón quebrantado y les venda las heridas” (Salmos 147:3, NTV). Ese día descubrí que Dios usa vendajes que no rasgan la piel: la escucha de un amigo maduro, el silencio que ordena por dentro, la mesa abierta donde el pan y la palabra saben a casa. “Me preparas un banquete en presencia de mis enemigos… me honras ungiendo mi cabeza con aceite” (Salmos 23:5, NTV). El honor del que habla el salmo no es trofeo; es dignidad devuelta cuando te creíste desechable.
Mi “Samuel” no maquilló la realidad. Me sostuvo con ternura y, a la vez, me invitó a caminar. A veces creemos que sanar es volver a la versión anterior de uno mismo. Pero hay sanidades que nos renuevan desde otro cimiento. “Toda la alabanza sea para Dios… la fuente de todo consuelo. Él nos consuela en todas nuestras dificultades para que nosotros podamos consolar a otros” (2 Corintios 1:3–4, NTV). Ese “para que” me cambió la brújula: el consuelo que recibimos no se acumula; se comparte. La herida curada se vuelve mesa para muchos.
Luego vino lo inesperado: no solo fui curado, fui enviado. En Antioquía, la iglesia oraba y ayunaba, y el Espíritu interrumpió la rutina: “Designen a Bernabé y a Saulo para el trabajo especial al cual los he llamado” (Hechos 13:2, NTV). Después “les impusieron las manos y los enviaron” (Hechos 13:3, NTV). La imposición de manos no es una formalidad; es la memoria viva de que nadie camina solo, de que el llamado se discierne en comunidad. Ese día, con manos sobre mis hombros y una palabra de bendición, supe que el dolor no sería mi última biografía.
“No descuides el don espiritual que recibiste… cuando los ancianos… te impusieron las manos” (1 Timoteo 4:14, NTV). Confieso que, tras la herida, lo descuidé por miedo. El miedo se disfraza de prudencia, pero su objetivo es dejar inservible aquello que Dios encendió. Fue necesario escuchar de nuevo que el don no es propiedad privada; es un encargo. Y que la fidelidad no consiste en producir resultados brillantes, sino en sostener la llama, día tras día, con la respiración de la gracia.
Sanar no fue un salto; fue una caminata. Hubo días en que solo pude repetir despacito: “Después de que hayan sufrido un poco de tiempo, él los restaurará, los sostendrá, los fortalecerá y los afirmará sobre un fundamento sólido” (1 Pedro 5:10, NTV). Y, en el trayecto, Dios fue abriendo sendas que no estaban dibujadas en ningún mapa: “Estoy a punto de hacer algo nuevo… ¿No lo ves? Haré un camino a través del desierto” (Isaías 43:19, NTV). Lo nuevo de Dios no niega las cicatrices; las honra con propósito.
Perdonar formó parte de esa senda. No como un gesto romántico, sino como disciplina que le impide a la amargura envenenar la raíz. Perdonar es dejar de administrar la deuda del otro para volver a administrar el propio corazón. Ahí, en ese despojo, el Espíritu hizo sitio para el futuro. Y el futuro tenía una convicción sencilla: “Dios hará que esto suceda, porque aquel que los llama es fiel” (1 Tesalonicenses 5:24, NTV). Si Él llama, Él sostiene. Si Él comienza, Él termina. No siempre según nuestro calendario, pero siempre a su tiempo.
La palabra de mi “Samuel” —“creo en tu llamado”— fue llave, pero no fue la casa. La casa la fue levantando el Señor con hábitos pequeños: examen del corazón al caer la tarde, lecturas que avivan el fuego, amistades transparentes, descanso que no pide permiso para existir, actos de servicio que rompen la espiral del yo. Y, en medio de todo, la certeza de que no somos un proyecto cualquiera: “Somos la obra maestra de Dios… creados de nuevo en Cristo Jesús, a fin de que hagamos las cosas buenas que preparó… tiempo atrás” (Efesios 2:10, NTV). El llamado no es un título; es la forma en que el amor de Dios circula por nuestras manos hacia otros.
A quien hoy lee con el corazón encogido, le digo con todo el peso de mi historia: busca a tu “Samuel”. No un salvador alterno, sino un testigo de lo que Dios ya dijo de ti. Habla sin adornos, deja que te unjan, recibe la oración. Tal vez llegue también una reprensión honesta —“las heridas de un amigo sincero son mejores que muchos besos de un enemigo” (Proverbios 27:6, NTV)—; no la desprecies: la verdad en amor acomoda huesos y evita que sanemos torcidos. Y cuando el aceite toque la herida, no corras de inmediato; deja que el Espíritu te asiente sobre terreno firme y te ponga un canto nuevo en la boca.
Porque esta es la promesa para quienes se dejan alcanzar por la bondad de Dios: volverás a ponerte en pie, no por terquedad, sino por gracia; volverás a la mesa, no por nostalgia, sino por invitación. Y un día empezarás a notar que otros comienzan a acercarse con pasos de cansados y preguntas sin forma. Te sorprenderá descubrir que ahora tú pronuncias frases que devuelven el alma al cuerpo. Te tocará decir: “Yo creo en tu llamado”, y verás cómo la esperanza hace su trabajo, discreta y poderosa. Lo que has recibido, entrégalo. El consuelo que te sostuvo, compártelo. El aceite que te sanó, derrámalo con manos limpias.
Quisiera cerrar con una oración, como quien abre una ventana para que respire la casa: Señor, gracias por los “Samueles” que pones en nuestro camino; por el aceite que cura sin prisa; por las manos que envían sin celos. Levanta en nosotros esa combinación rara de ternura y firmeza; enséñanos a cuidar el don, a perdonar sin negar la verdad, a esperar tus tiempos. Y haznos, en la iglesia como un cuerpo colectivo y universal, una casa donde el herido encuentre mesa, donde los dones de cada uno se reconozcan y se activen, donde la unción no sea teatro sino bálsamo, y donde, al final, todos seamos enviados —otra vez y una vez más— a servir con el brillo sobrio de quien ha sido sostenido por Ti. Amén.
Cuando la puerta se cierre detrás de esta lectura, quizá todavía te duela algo. Es normal. No estás solo. Hay una Presencia que te acompaña y un pueblo que te recibe. “Les devolveré lo que perdieron…” (Joel 2:25, NTV). Y, mientras tanto, paso a paso, el Pastor te guía hacia la mesa donde tu copa volverá a desbordar.



