Al atardecer, la Paz
Shalom que entra por puertas cerradas y nos pone de pie en la esperanza.
Serie: Entre puertas cerradas y cielos abiertos
Paz que envía, Espíritu que vivifica y perdón que abre camino (Juan 20:19–23), en la tensión del ya y el todavía no.
Entrega 1: Al atardecer, la Paz
Al atardecer, cuando la luz se retrae y los sonidos de la calle se apagan, el corazón queda más expuesto. La memoria habla más alto: lo que hicimos y lo que faltó, lo que tememos y lo que anhelamos. La escena del Evangelio ocurre a esa hora frágil. “Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando reunidos los discípulos a puerta cerrada por temor a los judíos, entró Jesús y poniéndose en medio de ellos, dijo: —¡La paz sea con ustedes!” (Juan 20:19, NVI). Entra sin forzar la cerradura; se coloca en medio como quien reordena un cuarto con solo estar; pronuncia paz como quien enciende una lámpara. No niega el miedo: lo atraviesa. Su palabra no es un calmante pasajero, es la gravedad de su Presencia.
La paz que trae no borra las heridas; las ilumina. “Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron.” (Juan 20:20, NVI). El gozo no aparece a pesar de las marcas, sino a través de ellas. La alegría cristiana no es olvido, es reconciliación de la memoria. Las señales del Crucificado no se esconden para mantener la ilusión de una vida sin dolor; se muestran para anunciar que el dolor no manda. Y entonces entendemos por qué la paz del Resucitado no es evasión: es un modo nuevo de estar en el mundo, con cicatrices que ya no gobiernan, pero que dan testimonio de un amor más fuerte que la muerte.
Esa paz viene precedida de una promesa que muchos repetimos en voz baja cuando los nervios nos ganan: “La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden.” (Juan 14:27, NVI). La diferencia es notable: la paz del mundo depende de la circunstancia; la de Jesús, de su compañía. Por eso su primera palabra en la habitación no es explicación, sino presencia que sostiene. Uno escucha “no se angustien” y piensa que se trata de un mandato imposible. Pero el Señor habla desde otra lógica: su paz no nace de apretar los dientes, sino de confiar en Alguien. “No se angustien. Confíen en Dios y confíen también en mí.” (Juan 14:1, NVI). La confianza es la respiración de la paz.
El Evangelio insiste en que la paz no es un lujo de temperamentos calmos, sino un regalo con fundamento. “En consecuencia, ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.” (Romanos 5:1, NVI). La paz no viene de tener todo ordenado por fuera, sino de estar en paz con Dios por lo que Cristo hizo. Esa reconciliación no anula la historia, la reubica. Donde antes había deuda, ahora hay gratitud; donde había miedo, ahora hay una certeza que no depende de estadísticas. Esta paz, entonces, no nos saca del mundo: nos devuelve a él con otra postura.
El relato de Juan muestra un ritmo: paz, envío, aliento. La paz estabiliza; el envío orienta; el aliento capacita. El Resucitado repite la palabra —como quien graba una melodía— y la enlaza con un verbo: “—¡La paz sea con ustedes! —repitió Jesús—. Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes.” (Juan 20:21, NVI). La paz de Cristo no es un sofá donde quedarse, es calzado para ponerse en camino. No busca aislarnos del dolor del mundo, sino darnos nervio para ir en su nombre. En esa tensión avanza la vida cristiana: ya hay paz que nos pone de pie; todavía esperamos el soplo que nos da valentía pública. Ya sabemos a quién seguimos; todavía aprendemos su manera de amar.
Quizá por eso la promesa antigua de Isaías nos sigue pareciendo nueva: “Al de carácter firme lo guardarás en perfecta paz, porque en ti confía.” (Isaías 26:3, NVI). No habla de carácter infalible, sino de una mente que vuelve una y otra vez hacia Dios. La paz no es frágil cuando se apoya en la confianza; se vuelve sorprendentemente resistente. Y, sin embargo, seguimos siendo humanos: la ansiedad nos visita, las preguntas se acumulan. El apóstol sugiere una práctica concreta, casi doméstica, para aquellos que nos descubrimos preocupados: “No se preocupen por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús.” (Filipenses 4:6–7, NVI). Pedir, agradecer, confiar: una coreografía sencilla, repetible, que abre espacio para que la paz custodie por dentro lo que por fuera no controlamos.
Si intentamos poner esta paz en práctica, quizá convenga comenzar con gestos pequeños. Antes de abrir el correo, una oración breve: Jesús, pon tu paz en medio. Antes de una conversación difícil, un versículo leído en voz alta. En el pasillo del hospital, una respiración lenta que acompasa la frase: “La paz les dejo; mi paz les doy.” No se trata de fórmulas mágicas, sino de recordar quién está en medio de la habitación. A veces la circunstancia no cambia en un día, pero cambia el centro desde el cual miramos. La paz no promete ausencia de tormenta; promete compañía en medio de ella. Y, con el tiempo, vamos notando que esta compañía nos vuelve más pacientes, menos reactivos, más atentos a quienes están alrededor.
Otra señal de que la paz de Jesús se está volviendo nuestro suelo es el modo en que tratamos nuestras propias heridas. No corremos a taparlas; aprendemos a mostrarlas sin dramatismo. Las cicatrices no desaparecen, pero dejan de definirnos. Miramos nuestras grietas a la luz del costado atravesado y escuchamos: “Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron.” (Juan 20:10, NVI) El dolor no se glorifica, pero es redimido; no manda, pero enseña. Allí nace el consuelo que se comparte sin moralismo. Cuando alguien se sienta con nosotros y contamos la verdad sin adornos, la paz que nos sostuvo se vuelve hospitalidad para otros.
Esta paz también corrige extremos. Nos libra de la evasión espiritual —esa que quiere una paz sin calle— y de la hiperactividad ansiosa —esa que quiere resolverlo todo sin respirar. Entre ambos, la paz de Cristo propone una obediencia serena. No aplaza el bien; lo hace posible. No elimina la firmeza; la ablanda. No nos vuelve ingenuos; nos da lucidez sin dureza. Es la fuerza mansa que permite decir no cuando hace falta y sí cuando conviene, sin resentimiento ni soberbia. Es la serenidad que sostiene a quienes cuidan, enseñan, sanan, escuchan, sirven, y que transforma lo cotidiano en altar.
Queda una pregunta honesta: ¿qué pasa cuando no sentimos nada? ¿Dónde está la paz cuando todo cruje? El Evangelio no romantiza la experiencia. A veces la paz se reconoce por contraste: no porque no haya oleaje, sino porque, aun con oleaje, algo nos guarda en el centro. Otras veces llega por la puerta de la oración de alguien más. Alguien nos nombra y nos sostiene cuando ya no tenemos palabras. La paz de Cristo no es una autogestión emocional; es un regalo que nos encuentra también a través de la comunidad. Y, cuando funciona así, nos enseña a turnarnos: hoy tú me sostienes; mañana yo te sostengo.
Me gusta pensar que, esa tarde, algunos discípulos debieron repetir la frase de memoria mientras el Maestro salía del cuarto y ellos se quedaban con tareas sencillas: poner la mesa, traer pan, abrir una ventana. Tal vez la paz crece precisamente ahí: en el oficio humilde de cuidar la casa y preparar el camino. Más tarde vendrá el envío abierto y el soplo que capacita, pero hoy la paz hace de puente. No nos aísla del mundo; nos pacifica para entrar en él con otra clase de valentía.
Si llegas a esta noche con la respiración corta, toma una silla y repite con calma: “La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo.” Deja que la frase caiga varias veces hasta que haga peso. Presenta a Dios lo que te inquieta —con nombres y apellidos— y, aunque suene difícil, da gracias por lo que hoy sí estuvo. Después, si puedes, duerme. La paz del Señor no descansa en que resolviste todo, sino en que no estás solo. Mañana habrá nuevas decisiones; hoy basta con el pan de esta palabra.
Y que todo esto —la paz que entra por puertas cerradas, las cicatrices iluminadas, la obediencia serena que nace de confiar— se reconozca y se practique en la iglesia como un cuerpo colectivo y universal. Diferentes acentos, una misma mesa; distintos caminos, una misma voz que nos pone en medio al Señor. Ya nos pacificó en el cuarto cerrado; todavía nos enviará a plazas abiertas. Entre tanto, caminamos con lámparas encendidas, sabiendo que su “¡La paz sea con ustedes!” sigue siendo suficiente para empezar de nuevo.



