Brillar mientras esperamos, salar mientras anhelamos
Sobre la tensión espiritual de ser sal y luz en un mundo todavía incompleto
Jesús no ofreció una opción. No planteó una sugerencia para los más espirituales ni propuso un ideal a alcanzar con mucho esfuerzo. Simplemente lo dijo: “Ustedes son la sal de la tierra… ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5:13–14, NVI).
Lo dijo así, sin matices ni advertencias, como quien declara algo que ya es. Esas palabras no fueron una asignación futura, sino una afirmación de identidad presente. Pero cuando escuchamos esa frase —tan conocida, tan citada, tan usada en canciones y campañas cristianas— podemos olvidar lo que realmente implica. Ser sal. Ser luz. Nada menos. Nada más.
No se trata solo de influenciar positivamente el entorno. Tampoco es simplemente un llamado a buen comportamiento. Es una forma de vivir en profunda tensión espiritual. Es caminar desde la realidad de lo que ya somos, aun cuando a veces no lo sentimos. Es encarnar el Reino que ya ha venido, pero que aún no se ha manifestado en plenitud. En otras palabras, es aprender a caminar en la tensión del “ahora pero todavía no”:
brillando mientras esperamos, siendo testigos al tiempo que somos transformados, salando la historia con sabor eterno mientras anhelamos el día en que no habrá ya más tinieblas, ni dolor, ni corrupción, ni pecado.
Y eso —seamos honestos— es profundamente desafiante.
Hay días en que la luz que llevamos parece frágil. Momentos en que el mundo nos deslumbra con su ruido, y lo último que sentimos es que estamos “brillando”. Hay semanas enteras en que la sal de nuestra fe parece haber perdido fuerza, y nos preguntamos si realmente estamos haciendo alguna diferencia. Sin embargo, Jesús no retiró su declaración. No dijo: “Serán luz cuando tengan más fe”, o “Serán sal cuando hayan resuelto su pasado”. Dijo que ya lo somos. Y eso cambia todo.
La sal preserva, resalta lo esencial, frena la descomposición. La luz revela, expone, guía. Ambas, sal y luz, actúan desde adentro. No hacen ruido. No exigen atención. Pero su ausencia se nota. Y así también el creyente: su vida no es espectacular, pero es significativa. No necesita dominar para influir. No necesita exhibirse para transformar.
Vivir así es una forma silenciosa de resistencia. En un mundo obsesionado con la imagen, el poder y el rendimiento, la sal y la luz no gritan. Solo están. Y en su estar, sostienen. Previenen. Iluminan. La vida del creyente es entonces una lámpara que no busca protagonismo, sino fidelidad. Un sabor que no busca aplauso, sino integridad.
Pero ser sal y luz no es sinónimo de perfección. No significa que siempre tengamos claridad o respuestas. Significa que estamos siendo transformados mientras testificamos. Que mientras brillamos para otros, también estamos siendo moldeados por el mismo fuego que intentamos compartir. Significa que nuestras buenas obras —las reales, las sencillas, las que nadie ve— no son una campaña de visibilidad, sino un reflejo de comunión con el Padre.
Y esa comunión no nace de la autoexigencia espiritual, sino de la intimidad cultivada en lo cotidiano. El que es sal y luz no lo es por mérito, sino por gracia. Porque fue tocado por la Palabra viva. Porque ha aprendido a esperar. Porque lleva dentro una esperanza que aún no se ha consumado, pero que ya lo ha transformado.
Esa es la espiritualidad del Reino: una vida que brilla en medio del tránsito, no desde la llegada. Es un testimonio encarnado que salta de los púlpitos y se instala en la cocina, en la oficina, en la sala de espera. Es fidelidad en medio de la contradicción. Es amar lo eterno mientras todavía lidiamos con lo temporal.
Por eso esta afirmación de Jesús es, a la vez, un consuelo y una confrontación. Nos recuerda quiénes somos, pero también nos llama a vivir como si realmente lo creyéramos. A encender la lámpara, aunque sea pequeña. A salar esta generación, aunque parezca no notarlo. A recordar que la historia aún no termina, pero ya ha sido tocada por la redención.
¿Dónde estás brillando mientras esperas?
¿Qué espacios de tu historia aún necesitan el sabor eterno del Reino?
Tal vez no lo veas con claridad. Tal vez no sientas que tienes impacto. Pero si has sido alcanzado por la Luz, entonces ya eres parte de su resplandor.
Y eso —en un mundo que se oscurece— lo cambia todo.