“Ciertamente[a] el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,
y en la casa del SEÑOR moraré por largos días.”
—Salmo 23:6 (LBLA)
Hay años que se recuerdan por lo que se logra. Otros, por lo que se pierde. Y algunos se quedan grabados no por las respuestas, sino por las preguntas que nos obligaron a hacer. El 2016 fue uno de esos años. Un año que no comencé buscando una nueva historia, sino simplemente intentando sobrevivir a la que ya tenía.
No puedo contar todos los detalles. No porque no quiera, sino porque algunas heridas se gestan en lo secreto y se sanan en lo mismo. Lo que puedo decir es que llegó un momento en que quedarse ya no era opción. Que el peligro era real, que el alma no daba más, y que Dios, con su misteriosa fidelidad, me llamó a partir sin saber a dónde me llevaba. Como Abraham, tuve que dejar tierra, rostro, rutina… y caminar solo con una promesa.
La decisión no fue simple. No se trataba de ir a un nuevo país por estudio o aventura. Se trataba de huir, pero no huyendo. De escapar, pero obedeciendo. Era un éxodo sin vara ni mar rojo, pero con la misma sensación de dependencia total. Busqué refugio como quien busca agua en el desierto. Toqué puertas que no se abrieron. Escribí correos que no fueron respondidos. Sentí el silencio de quienes prometieron estar y no estuvieron. Y justo cuando parecía que la única opción era quedarme en medio del riesgo, una iglesia con nombre de viñedo respondió.
Fue Google quien me la mostró. Un nombre entre miles. Vineyard Church. Baton Rouge, Luisiana. Les escribí sin muchas expectativas, y su respuesta fue inmediata. Me ofrecieron hospitalidad sin conocerme. Me llamaron. Me escucharon. Me invitaron. Esa fue la voz del Pastor guiando mis pasos sin hacer ruido. Porque cuando Dios quiere hablarte, no siempre lo hace con estruendo. A veces lo hace con una respuesta rápida a un correo desesperado.
Tomé el avión como quien se lanza desde un risco sin saber si abajo hay agua. Nunca había estado en esa ciudad. No conocía a nadie en esa congregación. Pero algo en mi interior —esa brújula secreta del Espíritu— me decía que ahí, entre extraños, encontraría pastos verdes. Mi corazón latía con nerviosismo, pero también con esperanza. Sentí que estaba entrando a una historia escrita mucho antes de mí. Y tenía razón.
Los primeros días en Baton Rouge fueron una mezcla de alivio y desconcierto. Me recibieron con una calidez que no pedí. Me ofrecieron oración sin condiciones. Me escucharon sin juzgar. Me cubrieron sin exigir. No fue una cobertura basada en estructura, sino en presencia. No era solo una iglesia. Era un refugio. Y yo, tan herido, tan expuesto, comencé a recordar lo que se siente ser visto. Ser pastoreado.
Era verano cuando me invitaron a una conferencia regional del movimiento Vineyard en Houston. Fuimos varios desde la iglesia. Ya habían pasado unas semanas desde mi llegada. Lo suficiente para haber probado el pan de la comunión silenciosa. En esa primera sesión de la conferencia, interpretaron una canción que me quebró. No era conocida. Su melodía era sencilla, pero su verdad era abismal. La canción era “Good Shepherd (Lead On)”. Y sus palabras tocaron algo en mí que aún no tenía nombre.
“Trae refrigerio a nuestras almas…
mientras nos guías por los caminos que nos hacen libres…
guíanos.”
Allí, de pie entre personas que no conocía, entendí algo que mis años de estudio nunca me enseñaron: que cuando el Pastor guía, no siempre evita los valles, pero siempre los habita. Que su guía no es solo dirección, es consuelo. No es solo destino, es compañía.
El Salmo 23 volvió a mí como un perfume antiguo. No como un texto memorizado, sino como una voz conocida. “El Señor es mi pastor, nada me faltará.” Lo había dicho muchas veces. Pero ese día lo creí. Porque en medio de mi exilio personal, Él me había guiado a una viña donde volví a florecer.
El refrigerio que sentía no era producto del ambiente. Era el cumplimiento de una promesa. Isaías lo dijo con palabras que hoy siento mías: “Porque derramaré agua sobre la tierra sedienta, y torrentes sobre la tierra seca; derramaré mi Espíritu sobre tu posteridad, y mi bendición sobre tus descendientes.” (Isaías 44:3, LBLA). Yo era esa tierra sedienta. Esa tierra seca. Y Él no envió una gota, ni un rocío tímido. Envió torrentes.
El Espíritu comenzó a sanar partes de mí que ni sabía que estaban rotas. No con terapias intensivas, sino con pequeñas fidelidades. Una conversación en la cocina. Un abrazo inesperado. Un “estamos contigo” susurrado al final de una reunión. Así obra el Pastor. No impone, acompaña. No controla, cuida. No arrastra, guía.
Y mientras me dejaba guiar, comencé a comprender que libertad no es ausencia de presión. Es caminar en los caminos que Él ha trazado. Caminos que conducen a la verdad. Porque como dijo Jesús: “y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres».” (Juan 8:32, NBLA). Esa verdad no es un concepto, es una persona. Él mismo.
La Palabra dejó de ser estudio y volvió a ser alimento. Ya no era tarea. Era mesa. Descubrí que Dios no se revela solo en las alturas de la exégesis, sino también en los valles del consuelo. Que su Palabra no solo se analiza, se habita. Y en ella encontré lo que había perdido: dirección, descanso, identidad.
La canción que escuché en Houston cerraba con una línea que aún me estremece: “La bondad y la misericordia nos persiguen, mientras moramos en tu casa para siempre”. No decía “nos acompañan”, sino “nos persiguen”. Como si el bien y la misericordia de Dios fueran más tercos que nuestra fuga. Más persistentes que nuestra desconfianza. Más rápidos que nuestra huida.
Y entendí algo más. Que la casa del Señor no es un templo específico. Es todo lugar donde su presencia habita. Su casa es donde Él decide pastorearte. Donde Él decide revelarse. Donde Él se sienta contigo a restaurarte. Yo no estaba en Jerusalén, ni en una catedral. Estaba en una iglesia sencilla en el sur de los Estados Unidos, y sin embargo… estaba en casa.
Morar en su casa es un acto de decisión. No es solo algo que sucede, es algo que se elige. Se decide permanecer. Se decide quedarse. Se decide confiar. Se decide vivir como oveja, no como vagabundo. Y eso solo es posible cuando se ha escuchado la voz del Pastor.
Ese verano me enseñó que la obediencia puede parecer exilio, pero siempre lleva al encuentro. Que la guía de Dios no es un GPS impersonal, sino una mano que sostiene. Y que cuando todo parece incierto, Su voz sigue siendo clara: “Sígueme”.
Hoy, cuando recuerdo aquel vuelo, aquella respuesta inesperada de una iglesia Vineyard, aquella canción en Houston, solo puedo decir una cosa: el Señor es mi Pastor. No fue. No será. Es. Hoy. Aquí. En cada paso incierto. En cada madrugada silenciosa. En cada oración sin forma.
Y si Él es mi Pastor, entonces nada me faltará. Porque aunque falte todo, Él no falta. Aunque cambien los planes, Él permanece. Aunque se apague la esperanza, Él me busca. Me persigue. Me guía.
Moraré en su casa todos los días de mi vida. Porque su casa es refugio. Es altar. Es viña. Es abrazo.
Y porque Él es bueno. No solo en teoría. En carne viva. En memoria. En camino. En presente.