Como el Padre me envió
La vida del Hijo como mapa: pasos pequeños, fidelidad grande, entre el ya y el todavía no.
Serie: Entre puertas cerradas y cielos abiertos
Paz que envía, Espíritu que vivifica y perdón que abre camino (Juan 20:19–23), en la tensión del ya y el todavía no.
Entrega 2: Como el Padre me envió
Algunas tardes, cuando la luz se quiebra sobre los edificios y un cansancio amable visita la casa, uno recuerda que el mundo se sostiene por una palabra. En aquel cuarto con puertas cerradas, esa palabra fue paz; enseguida, fue envío. “—¡La paz sea con ustedes! —repitió Jesús—. Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes.” (Juan 20:21, NVI). El acento cae en ese “como”: no se trata solo de hacer cosas para Dios, sino de aprender el modo del Hijo, su respiración, su tono, su compasión con columna vertebral.
Ese “como” nos ancla en una continuidad viva: “Como tú me enviaste al mundo, yo los envío también al mundo.” (Juan 17:18, NVI). Ser enviados no es voluntariado espiritual ni ambición de resultados; es obediencia que nace de la comunión. Él fue enviado para salvar, no para condenar, y nosotros no podemos olvidar ese origen: “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él.” (Juan 3:17, NVI). Cuando el cansancio nos vuelva ásperos o el celo nos empuje a la dureza, estas líneas nos devuelven la dirección del viento.
La escena del cuarto continúa con un movimiento que no es consigna, sino horizonte: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones…” (Mateo 28:18–19, NVI). Nuestro “ir” no cuelga de nuestra energía; descansa en su autoridad. Y, aun así, el Maestro no nos suelta a la calle sin la fuerza que promete: “Pero cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos… hasta en los confines de la tierra.” (Hechos 1:8, NVI). El ya y el todavía no laten aquí como dos tambores que se responden: ya hay una palabra que nos pone en camino; todavía aguardamos la valentía, el consuelo y el fuego que vienen de lo alto.
Salimos, entonces, con el mapa del Hijo. El envío no evita el filo de la historia; nos da las herramientas para atravesarlo: “¡Presten atención! Yo los envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, sean astutos como serpientes y sencillos como palomas.” (Mateo 10:16, NVI). Ni ingenuidad ni cinismo: lucidez con mansedumbre. El mundo no es un examen que debemos aprobar a toda costa ni un enemigo al que debamos odiar; es el lugar donde el amor aprende formas concretas: escuchar mejor, hablar con limpieza, corregir sin humillar, servir sin ruido, resistir la desesperanza con actos pequeños y verdaderos.
Hay días en que el envío parece más grande que nosotros. Miramos la ciudad y nos sentimos mínimos. Entonces conviene volver a la fuente: “Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación… Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: «En nombre de Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios».” (2 Corintios 5:18–20, NVI). Este oficio no trata de nosotros: es Dios reconciliando y nosotros prestando la voz, las manos, la mesa. En esa mesa caben las cicatrices y la esperanza, el café tibio y la conversación larga.
Ser enviados “como” Él también devuelve dignidad a lo pequeño. No hay acto de amor inútil cuando se hace en su nombre. “Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica.” (Efesios 2:10, NVI). Las buenas obras no son adornos de piedad; son la forma encarnada de la gratitud. Lavar un plato sin resentimiento, contestar un mensaje con paciencia, perdonar sin teatralidad, explicar la fe sin tono de superioridad, aprender a escuchar a los hijos, honrar a los padres ancianos, cuidar la calle. Esas son, muchas veces, las rutas por donde el Reino aparece sin ruido.
El envío, vivido así, ensancha la ternura y afila la verdad. No se sostiene en estrategias, sino en personas que aman. “Así nosotros, por el cariño que les tenemos, nos deleitamos en compartir con ustedes no solo el evangelio de Dios, sino también nuestra vida. ¡Tanto llegamos a quererlos!” (1 Tesalonicenses 2:8, NVI). Una iglesia que comparte vida es más creíble que cualquier programa. A veces el testimonio suena como predicación; a veces, como una silla ofrecida y una sopa caliente. En cualquiera de sus formas, busca el bien del otro sin convertirlo en trofeo.
Para no perder el norte cuando el ruido nos distrae, una brújula antigua sigue vigente: “¡Él te ha mostrado, oh mortal, lo que es bueno! ¿Y qué es lo que espera de ti el Señor?: Practicar la justicia, amar la misericordia y caminar humildemente ante tu Dios.” (Miqueas 6:8, NVI). Justicia sin venganza, misericordia sin ingenuidad, humildad sin servilismo. La suma de esas tres palabras desplaza la autoimportancia, desactiva el resentimiento y abre espacio para la presencia de Dios en lo cotidiano.
El envío también nos libra de dos trampas que a veces se disfrazan de virtud. La primera es la hiperactividad que pretende arreglar el mundo a fuerza de horario, y que pierde la oración en el camino. La segunda, la evasión que llama prudencia a no meterse en nada que duela. En ambas, la paz del cuarto cerrado y la promesa del poder desde lo alto vuelven a alinearnos: recibimos para dar, descansamos para servir, contemplamos para decidir. Y cuando el mal parece imponerse, la instrucción es simple y exigente: “No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien.” (Romanos 12:21, NVI). A veces la victoria es visible; otras, queda escondida en la fidelidad silenciosa de quienes perseveran.
Por eso es tan necesaria la paciencia. El Reino crece con el paso del tiempo y con el pulso de Dios, no con nuestra ansiedad. “No nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos.” (Gálatas 6:9, NVI). El “debido tiempo” de Dios no es el capricho del azar, es el calendario de la gracia. Mientras llega, sembramos: una conversación honesta, una decisión recta, un perdón ofrecido, una puerta abierta para el que llega con vergüenza, un límite claro para el que insiste en dañar. Cada semilla sabe esperar.
En esta vida enviada, la luz no es un lujo privado; es un bien común. “»Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una montaña no puede esconderse.” (Mateo 5:14, NVI). “Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben a su Padre que está en los cielos.” (Mateo 5:16, NVI). La luz no se autopromociona, alumbra; no corre detrás del aplauso, indica el camino. Si el reconocimiento llega, que encuentre a la comunidad con las manos ocupadas en servir; si no llega, que nos encuentre igual, constantes, con la certeza mansa de que nada hecho en su nombre se pierde.
Para cerrar el día, conviene recordar una regla sencilla que mantiene el corazón hacia el centro: “Y todo lo que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él.” (Colosenses 3:17, NVI). El nombre del Señor no es una etiqueta piadosa, es la casa desde donde se habla y se actúa. Hacer todo en su nombre vuelve sacramento el trabajo honesto, oración la conversación que cuida, ofrenda la decisión recta cuando nadie mira. Y la gratitud, como suelo, nos libra de la autocompasión y del orgullo: nos recuerda que vivimos y servimos sostenidos por una gracia anterior a todas nuestras iniciativas.
Así, entre la paz que estabiliza y el encargo que orienta, entre el aliento que ya recibimos y la plenitud que esperamos, caminamos. No llevamos un producto; llevamos un rostro. No exportamos una idea; compartimos una vida. Lo hacemos con manos humanas, pasos pequeños y fidelidad grande, sabiendo que el “como” del Hijo es más que un ejemplo: es una presencia que se aprende y se contagia. Y que todo esto —el envío humilde, la paciencia activa, las buenas obras que brillan sin ruido— se reconozca y celebre en la iglesia como un cuerpo colectivo y universal, una familia de muchos acentos que aprende a vivir y a servir al ritmo del Maestro: ya en camino, todavía en esperanza.