Hay oraciones que no se pronuncian con los labios, sino que se deslizan como lágrimas calientes por los rincones más profundos del alma. No llevan forma. No llevan gramática. Son súplicas sin arquitectura, balbuceos del espíritu cuando la noche cae sin luna.
“Tus estatutos guardaré; no me dejes en completo desamparo.”
(Salmo 119:8, LBLA).
Ese versículo, que podría pasar desapercibido entre los ciento setenta y seis del salmo más extenso, ha sido para mí, en más de una madrugada, un ancla silenciosa. No como una promesa mía a Dios —porque a veces no tengo fuerza ni para prometerle nada—, sino como un susurro apenas audible: “No te rindas conmigo”.
Y quizá tú también has estado ahí. En ese umbral donde el corazón se parte, donde la fe se siente como polvo entre los dedos, donde la memoria te traiciona y te grita que fuiste olvidado. ¿Te ha sucedido? Cuando hasta el aire parece haberse confabulado para no dejarte respirar.
Hay días así. No son simples días grises. Son días de tierra seca, de palabras huecas, de miradas que no ven. Días en los que te preguntas si Dios todavía recuerda tu nombre. No por falta de fe, sino porque la herida habla más fuerte que el recuerdo.
Yo no siempre he sabido qué hacer con esos días. Hay quienes los callan. Otros los niegan. Yo los he escrito. Los he llorado. Los he orado. Y aún así, hay momentos donde sólo me sale decirle a Dios: “No me dejes. Aunque yo me aleje, aunque me confunda, aunque esté cansado. No me dejes”.
En medio del dolor, el alma busca un punto de anclaje. No una explicación teológica, ni un discurso esperanzador, sino una presencia. Algo —alguien— que diga: “Aquí estoy”. Y ahí, entre el silencio y la desesperanza, descubrí que el salmista sabía algo que yo apenas comenzaba a intuir: Dios no se rinde con nosotros.
Porque si bien el corazón puede colapsar, Él permanece. Si bien nuestra fidelidad fluctúa, la suya es inquebrantable. Como escribió Pablo: “si somos infieles,
él sigue siendo fiel, ya que no puede negarse a sí mismo.” (2 Timoteo 2:13, NVI).
No es una fe fácil. No es esa fe victoriosa que se grita desde una plataforma con luces brillantes. Es una fe temblorosa, aprendida en las ruinas. Es la fe del hombre que se aferra a los estatutos divinos no porque todo esté bien, sino porque es lo único que no se ha desmoronado.
Y si uno escucha bien, en esas grietas del alma comienza a brotar una voz. Una voz que no llega para condenar, sino para consolar. Una voz que se acerca a los quebrantados y no les exige más de lo que pueden dar. “El Señor está cerca, para salvar a los que tienen el corazón hecho pedazos y han perdido la esperanza.” (Salmo 34:18, DHH).
Es allí, justamente allí, donde la Escritura se vuelve carne, y la fidelidad de Dios no es un concepto sino una compañía. Me di cuenta de que guardar Sus estatutos no es una tarea para los fuertes, sino una rendición de los débiles. Una confesión humilde que dice: “Te sigo obedeciendo, aunque no entienda. Te sigo escuchando, aunque no oiga nada. Te sigo esperando, aunque no vea venir la promesa”.
A finales de octubre de 2023, una palabra injusta quebró mi espíritu. No fue un enemigo. Fue alguien que debía cuidar mi alma. Una voz de autoridad que usó su peso no para levantarme, sino para aplastarme. En su mentira, el diablo encontró una grieta por donde filtrarse, y la herida fue profunda.
Desde ese día, me he arrastrado ante Dios más veces de las que puedo contar. No con discursos. Con gemidos. Con lágrimas que solo Él entendía. Algunas madrugadas me encontraba diciendo entre dientes: “Por favor, no te rindas conmigo, Padre. No me dejes en completo desamparo”.
Y Él no lo ha hecho.
He aprendido que el dolor puede ser también un maestro, que las heridas, si se entregan, pueden convertirse en portales de gracia. Porque la fidelidad de Dios no se mide por la ausencia de crisis, sino por Su presencia en medio de ellas.
A veces me pregunto si fue por este tipo de oraciones —las rotas, las temblorosas— que David fue llamado hombre conforme al corazón de Dios. Porque no todo lo entendía, pero nunca dejó de hablarle. Nunca dejó de rendirse, aunque fuera llorando. Su lealtad no era perfecta, pero sí real.
He vuelto una y otra vez a 1 Corintios 15, no buscando respuestas, sino descanso. “se siembra en deshonra, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en poder;” (1 Corintios 15:43, NBLA). Qué extraña esperanza… la de un cuerpo glorificado en medio de una vida rota. Y sin embargo, esa es la promesa. Que esto que somos hoy no es el final. Que Dios no solo nos rescata del pecado, sino también del desamparo.
A ti que lees esto con el corazón aún sangrando, quiero decirte algo que he tenido que repetirme muchas veces: Dios no se ha rendido contigo. No importa cuántas veces lo hayas pensado, cuántas veces hayas fallado, o cuántas veces hayas deseado rendirte tú mismo.
Hay una fidelidad más grande que tu fracaso. Un amor más fuerte que tu quebranto. Una promesa que sigue de pie, incluso cuando tú ya no puedes estarlo.
Y sí, es posible que sigamos llorando. Pero lloraremos con esperanza. Porque cada lágrima que cae es vista por Aquel que prometió enjugar todas. Y mientras tanto, mientras aguardamos esa plenitud, nos aferramos al carácter de Dios, al eco constante de Su amor que nos susurra al oído: “No me he ido. No me rendiré contigo”.
Guarda Su palabra. No como quien la entiende toda, sino como quien sabe que es su única lámpara en la noche. Obedécela con torpeza si hace falta. Pero no sueltes la mano que te sostiene.
Porque en esta historia, la fidelidad que realmente salva no es la tuya. Es la de Él.