Cuando Dejamos de Mirar al Otro
Redescubriendo el llamado espiritual a vivir más allá del yo, en una fe encarnada que ama, sirve y se entrega.
¿En qué momento dejamos de considerar a los demás como parte de nuestro llamado espiritual?
No sé con certeza cuándo ocurrió. Quizá fue un lento desplazamiento interior. Algo imperceptible, como la erosión que no se nota hasta que la grieta se vuelve abismo. Lo cierto es que, con el paso del tiempo, mi fe dejó de inclinarse hacia afuera. Y comencé, sin querer, a girar sobre mí mismo.
Dios, con su manera tan suave de incomodarme, comenzó a inquietarme otra vez. No con culpa, sino con una ternura que sacude. Me empezó a hablar, no solo para que creyera, sino para que confiara—para que escuchara de nuevo esa voz que no empuja, sino que llama desde dentro. Me invitaba a saltar, otra vez. A dejar la comodidad del “yo estoy bien” y volver a caminar hacia lo desconocido con la brújula del Reino.
Como hombre soltero de 35+ años, me di cuenta de algo que ya sabía, pero que no quería ver: había comenzado a centrarme demasiado en mí. En mis planes. En mis heridas. En mi paz personal. En mi bienestar.
Y no, no se trata de despreciar el cuidado de uno mismo. Es legítimo, necesario. Pero cuando ese cuidado se desconecta del Evangelio, comienza a deformarse. Se convierte en un refugio que no sana, solo aísla. Y ese aislamiento es fértil para el egoísmo, que casi siempre se disfraza de necesidad legítima.
El apóstol Pablo, con una sabiduría que sigue atravesando los siglos, escribió:
“Quisiera que estén libres de las preocupaciones de esta vida. Un soltero puede invertir su tiempo en hacer la obra del Señor y en pensar cómo agradarlo a él”
(1 Corintios 7:32, NTV)
Esa frase ha comenzado a dolerme… en el mejor sentido. Porque no se trata solo de una recomendación práctica. Es una verdad espiritual profunda. Pablo, también soltero, entendía el alma humana. Sabía que nuestras preocupaciones no son neutras: o nos acercan a Dios o nos alejan lentamente. Y cuando somos solteros, muchas veces esas preocupaciones giran en torno a un clamor no dicho: ¿Cuándo llegará alguien para mí? ¿Dónde está esa persona con la que compartir la vida?
Otros, con hijos o tras un divorcio, enfrentan preocupaciones distintas, pero igualmente pesadas. La crianza. La economía. La reconstrucción de la confianza. La soledad llena de ruido. Y todo eso también importa.
Pero Pablo no resta valor a nuestras preguntas. Solo nos recuerda que, incluso allí, hay un llamado. Una posibilidad de consagración. Una tierra fértil para invertir en lo eterno.
“Mi deseo es que hagan todo lo que les ayude a servir mejor al Señor, con la menor cantidad de distracciones posibles.”
(1 Corintios 7:35, NTV)
Recientemente fui invitado a compartir la Palabra con un grupo de jóvenes solteros. Colgué la llamada con gratitud, pero también con una inquietud silenciosa. Me puse a orar. No por el mensaje, sino por el estado de mi alma.
Y allí, en ese silencio honesto, me di cuenta de algo: muchas veces he dejado de aportar al Reino porque he estado demasiado ocupado construyendo el mío. He dirigido mis recursos, tiempo y energía hacia lo que me complace. Hacia lo que me da control. Hacia lo que me entretiene o me da consuelo momentáneo.
Y entonces el Espíritu me habló. No con condena, sino con claridad:
No pones a los demás primero porque has aprendido a sobrevivir solo… y porque, en el fondo, hay egoísmo en tu alma.
Es fácil disfrazar nuestra resistencia con frases como: “Necesito ese fin de semana libre”, o “ya tenía planes de salir del país”. Ninguna de esas decisiones es intrínsecamente mala. Pero cuando se acumulan como excusas, terminan construyendo una muralla entre nuestro llamado y nuestra obediencia.
Volví a pensar en Ana, la profetisa. Viuda desde joven. Ochenta y siete años. Sirviendo noche y día con ayunos y oración (Lucas 2:37, LBLA). No porque no tuviera dolor, sino porque su herida la volvió santuario.
No todos estamos llamados a ese tipo de consagración. Pero todos estamos llamados a amar. A salir de nosotros mismos. A vivir la fe no como una burbuja, sino como una mesa con sillas para otros.
Uno de los versos más punzantes del Evangelio me vino al corazón mientras oraba:
“No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos.”
(Filipenses 2:3, NVI)
Allí está. El núcleo del Evangelio. Lo contrario al egoísmo no es solo generosidad. Es humildad encarnada. Es dejar de mirar el mundo desde el ombligo y comenzar a verlo desde la cruz. Desde ese madero donde el amor se ofreció sin reservas.
A veces nos cuesta servir porque pensamos que servir es perder. Y en cierto modo… lo es. Es perder el control. Es perder tiempo. Es perder oportunidades según la lógica del mundo. Pero en ese perder… ganamos el alma.
“Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí”.
(Mateo 25:40, NVI)
No se trata de voluntariado. Se trata de presencia. De fidelidad. De dejarse interrumpir. De dejar espacio al otro. De abrir las manos y el corazón.
Nos han enseñado a preservarnos. A protegernos. A sospechar. Y tal vez eso te salvó en algún momento. Tal vez esa autosuficiencia te mantuvo en pie cuando todo se derrumbaba.
Pero el Reino no se construye con la lógica de la autopreservación. Se edifica con interdependencia. Con la espiritualidad del “unos a otros”. Con comunidad que no solo abraza, sino que también confronta, sostiene y restaura.
No somos tan distintos del pueblo que dudó de la promesa. Habían visto milagros, cruzado mares abiertos, comido del cielo… pero cuando la tierra prometida parecía difícil, retrocedieron. Solo Josué y Caleb confiaron, no porque negaran los gigantes, sino porque creían en la palabra de Dios más que en sus propios miedos.
Y esa es la batalla también hoy. Confiar, aun cuando lo fácil sería cerrarse. Apostar por la comunidad, aunque sea más cómodo el aislamiento. Servir, aunque nadie lo vea.
Hoy el Espíritu me recuerda que mi soltería no es un paréntesis. No es una sala de espera. Es terreno santo. Lugar donde puedo amar, servir, sembrar, levantar. No estoy incompleto. Estoy disponible. No estoy olvidado. Estoy llamado.
La vida cristiana es un “unos a otros” constante:
Amarse. Soportarse. Animarse. Servirse. Restaurarse.
Y yo quiero vivir allí. No por obligación. Sino porque en ese lugar… el alma respira.