Cuando Dios Nombra lo Que el Mundo No Ve
Sobre la ternura radical del Dios que pronuncia nombres al borde del olvido
“Llamó a la primera Jemina, a la segunda Cesia y a la tercera Keren Hapuc.” —Job 42:14 (NBLA)
Hay pasajes en la Escritura que no necesitan levantar la voz para ser eternos. Están allí, quietos, como si la tierra misma respirara a través de ellos. Versículos que podrían pasar desapercibidos si el Espíritu no los hubiera dejado a la vista, como una carta sin firma escondida entre páginas antiguas: silenciosa, pero viva. Job 42:14 es uno de esos lugares. Tres nombres. Tres hijas. Tres destellos de un Dios que restaura no con estruendo, sino con ternura. Después del duelo, del polvo, del torbellino que rasgó toda certeza, no llega una explicación técnica ni un tratado teológico final. Llegan ellas. Jemima. Cesia. Keren Hapuc. Y en ese simple gesto de nombrar, algo invisible se vuelve eterno.
Job no nombra a sus hijos varones. Nombra a sus hijas. En una cultura que contaba por hombres, él cuenta por belleza, por fragancia, por paz. Y Dios, que pudo cerrar el libro con un diagnóstico del sufrimiento, elige cerrarlo con tres nombres femeninos escritos al borde de la historia. Es como si dijera que en su Reino lo que otros dejan al margen se convierte en centro. Que hay restauraciones que no se manifiestan en estructuras, sino en gestos. Que hay milagros que no se anuncian con trompetas, sino en una mesa familiar donde alguien se atreve a pronunciar nombres con amor.
Desde el comienzo de las Escrituras, nombrar ha sido un acto creador. “Y Dios llamó a la luz día y a las tinieblas llamó noche.” (Génesis 1:5, NBLA). Nombrar no es solo identificar; es dar lugar, otorgar existencia, separar lo informe y decir: esto importa. Dios crea nombrando, y cuando entrega al ser humano esa capacidad —cuando Adán pone nombre a los animales— le confía una participación en su obra: ayudar a que el mundo tenga sentido. Nombrar es una forma de comunión con el Creador. Es colaborar con Él en el misterio de hacer visible lo que estaba oculto.
En el cierre de Job, ese poder reaparece transformado por el sufrimiento atravesado. Job, que fue quebrado hasta lo indecible, que perdió más de lo que un corazón podría cargar sin romperse, ya no usa su voz para defenderse ni para reclamar. La usa para bendecir. Nombra. Es su última acción en el relato. Y al hacerlo, declara sin grandes discursos: Dios no solo me restituyó cosas; me devolvió la capacidad de ver, de honrar, de reconocer vida.
Jemima significa “paloma”. Y no es casual. Cuando Noé soltó una paloma sobre un mundo cubierto de aguas de juicio, ella volvió “trayendo una ramita de olivo en el pico.” (Génesis 8:11, DHH). Fue la señal de que la devastación estaba cediendo, de que la paz comenzaba a tocar nuevamente la tierra. Más adelante, en el Jordán, el Espíritu descendió sobre Jesús “en forma corporal, como una paloma” (Lucas 3:22, NBLA). La paloma siempre ha sido un signo de presencia y reconciliación. Cuando Job nombra a su hija Jemima, está diciendo en voz baja: la tormenta terminó. El cielo volvió a inclinarse hacia la tierra. El juicio no fue lo último. Hay paz que ha regresado.
Pero no una paz superficial. No es una negación del dolor. Es una paz que viene después del temblor, después de haber atravesado noches sin respuestas. Es ese tipo de paz que no se impone, pero se percibe, como la quietud al amanecer después de una larga lluvia. Jemima es prueba de que Dios no deja a nadie permanentemente sumergido en las aguas. Que Él permite que la historia vuelva a respirar. Que en medio del “ya, pero todavía no”, la paloma ya regresó… aunque la tierra aún se está secando bajo la luz nueva.
Cesia lleva el nombre de una especia aromática: la casia, usada en el aceite sagrado para la unción (Éxodo 30:24). No se ve, pero envuelve. No grita, pero permanece. El aroma no conquista por fuerza; conquista por presencia. En los Evangelios, cuando María unge a Jesús, “la casa se llenó con la fragancia del perfume.” (Juan 12:3, NBLA). No hubo discurso. No hubo espectáculo. Solo un aroma que lo impregnó todo.
Cesia es la espiritualidad que nace del sufrimiento purificado. La oración que no tiene ya palabras, pero sigue subiendo. El suspiro que se vuelve incienso. Es esa clase de fe que no necesita ser explicada, porque se percibe en la atmósfera de una vida. Job ha conocido el silencio de Dios, la incomodidad de las preguntas sin respuesta. Sin embargo, de su historia no solo queda cicatriz: queda fragancia. Cuando la nombra, parece estar diciendo: el dolor no extinguió mi adoración. Hay un olor a esperanza que ni la ceniza pudo matar.
Keren Hapuc significa “cuerno de antimonio”, un cosmético antiguo usado para delinear los ojos. A primera vista puede parecer un detalle menor, casi trivial. Pero en una historia marcada por la enfermedad, la deformación del cuerpo y la humillación pública, es teológicamente profundo. Job, cuyo rostro estuvo cubierto de llagas y polvo, que fue irreconocible incluso para sus amigos, ahora proclama belleza sobre su descendencia. No como superficialidad. Como restauración.
Dios no solo restaura lo funcional. También toca lo visible. Lo que se mira. Lo que otros llamarían vanidad, Él lo redime como gloria. Keren Hapuc no es frivolidad. Es dignidad recuperada. Es la afirmación de que la gracia no solo sana por dentro; también vuelve a poner resplandor en el rostro. Que Dios no se conforma con que volvamos a funcionar: quiere que volvamos a reflejar su hermosura.
Que en el epílogo del libro solo se mencionen los nombres de las hijas no es accidente ni descuido. Es mensaje. Es un giro teológico silencioso. Como si Dios susurrara que su forma de restaurar no replica estructuras antiguas, sino que inaugura nuevas. Que honra lo que fue invisibilizado. Que pone énfasis donde el mundo no lo hace.
Y aquí el texto se vuelve espejo. Porque muchos leemos este pasaje desde lugares interiores donde tampoco hemos sido nombrados. Donde cargamos fidelidad sin aplausos. Donde servimos sin reconocimiento. Donde pareciera que nuestra historia no quedó registrada en ningún lado. Job 42:14 nos recuerda que hay un Dios que lo vio todo. Que Él no pierde detalle de ninguna vida. Que cuando llega su momento, nombra lo que fue ignorado. No por lástima, sino por justicia y amor. “«No temas, porque Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre; Mío eres tú.” (Isaías 43:1, NBLA). Su voz otorga identidad donde antes solo había duda.
Y quizá, si permanecemos un poco en silencio —ese silencio hondo donde no hay prisa por entender—, podamos escuchar algo similar sobre nosotros. Tal vez hoy nos llama Jemima, porque estamos regresando de nuestra propia tormenta. Tal vez nos llama Cesia, porque sin darnos cuenta nuestra vida huele a oración. Tal vez nos llama Keren Hapuc, porque aun entre ruinas hay una belleza que Él mismo restauró.
Nombrar es sanar. Nombrar es reconocer. Nombrar es resucitar algo que parecía perdido en el anonimato.
Y mientras la Iglesia camina entre la promesa y su cumplimiento, entre el dolor que aún persiste y la restauración que ya comenzó, estos tres nombres se convierten en liturgia. Nos recuerdan que los milagros no siempre hacen ruido. Que algunos llegan como perfume, como mirada restaurada, como paz en forma de hija.
Nos recuerdan que en la casa de Dios nadie queda fuera del relato.
Y que Él —el Dios que le dio nombre a la luz y a la noche, el Dios que llamó a Jemima, a Cesia y a Keren Hapuc— sigue pronunciando nombres sobre nosotros, uno a uno, con paciencia, hasta que la restauración esté completa.



