Cuando el Agua Retrocede y la Luz Amanece
El Dios que recuerda, libera y resucita lo que creíamos perdido.
Lunes después del Primer Domingo de Adviento
Adviento siempre inicia con un llamado suave, casi imperceptible, como un pulso que regresa desde el principio del mundo. Es el tiempo en que la Iglesia aprende otra vez a respirar despacio, a encender una vela en el borde de la noche y a recordar que la historia no es una repetición sin sentido, sino una trayectoria que avanza hacia un amanecer seguro. En este segundo día de la primera semana, cuando la expectativa apenas comienza a tomar forma, los textos antiguos se unen para contar una sola verdad: cuando parece que todo se viene abajo, Dios recuerda. Y cuando Dios recuerda, el agua retrocede, la prisión se abre y la vida empieza de nuevo.
El Salmo 124 nos llega como una exhalación profunda desde generaciones que aprendieron a sobrevivir confiando. “«Si el Señor no hubiera estado a nuestro favor»…” —así comienza, con una frase que podría ser la confesión de cualquier corazón desgastado— “»Entonces las aguas nos hubieran cubierto” (Salmo 124:1, 4 NBLA). El pueblo canta desde el borde del desastre, desde la memoria de un peligro que casi los traga, desde un enemigo que casi los quebró. Pero la frase no termina allí. “Bendito sea el Señor, que no nos ha entregado como presa de los dientes de ellos.” (v. 6, NBLA). Y de pronto, la imagen cambia: ya no son aguas caóticas ni dientes afilados; ahora son alas. “Nuestra alma ha escapado cual ave del lazo de los cazadores; el lazo se rompió y nosotros escapamos.” (v. 7, NBLA). En un solo movimiento, el salmista confiesa que la libertad llega no porque el peligro desaparezca, sino porque Dios rompe aquello que nos mantenía atrapados. Y remata con la frase que sostiene todo el Adviento: “Nuestra ayuda está en el nombre del Señor, que hizo los cielos y la tierra.” (v. 8, NBLA). El Dios que creó, sigue creando; el Dios que abrió caminos en el principio, abre caminos todavía.
Génesis 8 nos lleva a otro borde, a otro precipicio. No es enemigo humano; es la devastación del mundo entero. El diluvio no solo destruyó la tierra, también desorientó el alma. El arca se vuelve metáfora del encierro, del tiempo en que no se ve nada más que agua, en que no hay señales, solo incertidumbre. Pero entonces llega la frase más importante de la narrativa: “Dios se acordó de Noé” (Génesis 8:1, NBLA). No se trata de memoria olvidada; se trata de atención renovada. Dios recuerda porque ama, porque su fidelidad es un río que nunca se seca. Y cuando Dios recuerda, los vientos soplan, las aguas ceden, la tierra emerge. Cuando la paloma regresa sin hoja, parece que la espera será eterna; cuando vuelve con olivo en el pico, el corazón despierta; cuando ya no regresa, Noé entiende que el mundo está listo para ser habitado otra vez.
La vida después de la tormenta nunca es la misma. Noé sale, construye un altar, respira. Su primer acto no es expansión sino gratitud. Así funciona la fe cuando sobrevivimos al diluvio: no salimos corriendo hacia nuestras tareas, sino que nos quedamos un momento frente al Dios que sostuvo la barca. Adviento es ese momento: reconocer que si hoy estamos aquí es porque el Señor estuvo de nuestra parte. Es el tiempo de mirar hacia atrás y ver trampas rotas; es el tiempo de mirar hacia adelante y ver tierra firme que todavía no hemos pisado.
Romanos 6 nos empuja a un nivel más profundo, como si Pablo quisiera decirnos que el diluvio y la liberación no solo son historia cósmica, sino historia interior. “¿O no saben ustedes que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en Su muerte?” (Romanos 6:3, NBLA). En otras palabras: todos hemos tenido un diluvio. Todos hemos sido sumergidos en aguas que amenazaban con tragarnos; todos hemos entrado en un arca invisible donde Dios nos guardó mientras algo en nosotros moría y algo nuevo comenzaba a respirar. Pablo no está describiendo un ritual; está describiendo una resurrección silenciosa. Porque si fuimos unidos a Él en muerte, “ciertamente lo seremos también en la semejanza de Su resurrección.” (v. 5 NBLA). No se trata de un símbolo vacío: es la verdad profunda de que el pecado dejó de reinar porque Cristo ya reina, que la muerte perdió su poder porque Cristo vive.
Aquí aparece el corazón del Adviento: vivimos en el “ya pero todavía no”. Ya fuimos liberados como el ave de la trampa; ya el agua retrocedió; ya la tumba está abierta. Pero todavía esperamos la plenitud, todavía caminamos entre restos del diluvio, todavía escuchamos ecos de viejas cadenas. Y sin embargo, la esperanza no es ilusoria: está anclada en el Cristo que vino con humildad, viene hoy con gracia y vendrá en majestad.
El Salmo 80 nos enseña a orar en ese lugar intermedio. Es la súplica del que recuerda salvación pasada y anhela restauración presente. “Oh Pastor de Israel… despierta Tu poder” (Salmo 80:1–2 NBLA). “Restáuranos, oh Dios, y haz resplandecer Tu rostro sobre nosotros, y seremos salvos.” (v. 3 NBLA). La repetición es insistencia amorosa. Es el clamor de un pueblo que sabe que solo la luz del rostro de Dios puede volver a ordenar el mundo y el corazón. Y en el fondo de ese clamor, la esperanza se vuelve promesa: la luz vendrá. La restauración vendrá. Aquel que sopló sobre las aguas del diluvio y abrió las trampas del enemigo seguirá soplando sobre nuestras oscuridades.
Y entonces el Adviento nos devuelve a una oración que la Iglesia ha repetido por siglos, una oración que es casi un suspiro colectivo en medio de este mundo desgastado:
“Dios todopoderoso, concédenos la gracia de desechar las obras de las tinieblas y de vestirnos con la armadura de la luz, ahora, en el tiempo de esta vida mortal en el que tu Hijo Jesucristo vino a visitarnos con gran humildad; para que en el último día, cuando Él vuelva nuevamente en Su gloriosa majestad para juzgar a los vivos y a los muertos, podamos resucitar a la vida inmortal; por Él, que vive y reina contigo y con el Espíritu Santo, un solo Dios, ahora y por siempre. Amén.”
Estas palabras unen a generaciones que necesitaron al mismo Dios. Quienes salieron del arca, quienes cantaron el Salmo 124 después de escapar, quienes oraron el Salmo 80 buscando restauración, quienes escucharon a Pablo decir que en Cristo hay una nueva vida: todos se sientan con nosotros en este tiempo de espera.
Adviento no es la nostalgia de una historia pasada, ni la ansiedad por una promesa futura. Es el reconocimiento de que la luz ya empezó a filtrarse. De que la libertad ya comenzó. De que el agua está retrocediendo aunque aún no veamos montes. De que Cristo ya vino, ya transformó la muerte, ya nos mostró cómo vivir… y volverá para completar todo lo que Su amor inició.
Y así, una simple vela encendida esta semana dice lo que nuestra alma a veces olvida: todavía hay esperanza, porque el Dios que recuerda, también cumple. Y en ese amanecer que se acerca, nuestra vida —como la de Noé, como la del salmista, como la de la Iglesia entera— vuelve a nacer.



