Cuando el Alma Teme Soltarse
Sobre la sanidad que trae el Espíritu a la herida más antigua del corazón
Hay heridas que no sangran y, sin embargo, atraviesan la vida entera. Se ocultan bajo la piel del alma como raíces silenciosas que, sin mostrarse, alteran cada mirada, cada decisión y cada palabra. No siempre se notan, pero están allí, marcando el pulso de nuestra historia.
Entre ellas —quizá una de las más profundas— está la desconfianza en Dios. No es solo un error de juicio ni una debilidad de carácter; es una grieta antigua que recorre la humanidad desde el Edén, cuando la voz serpentina insinuó que tal vez Dios no fuera tan bueno como decía ser. En ese instante, algo se dobló dentro de nosotros. Desde entonces heredamos una inclinación quebrada, un intelecto oscurecido y una voluntad que, como barco a la deriva, prefiere el timón propio antes que la rendición a un Capitán invisible.
En lo más íntimo de nuestro ser, allí donde la Escritura habla de “los ojos del corazón” (Efesios 1:18), existe un centro espiritual creado para percibir a Dios con la naturalidad con que el ojo recibe la luz. La tradición más antigua llamó a ese lugar nous, el núcleo interior donde no se conoce a Dios solo por conceptos o emociones, sino por una certeza inmediata. Pero el pecado lo oscureció, y lo que antes era transparencia se volvió opaco.
Aun así, el Espíritu Santo desciende hasta ese santuario escondido, no solo para darnos pensamientos nuevos o emociones intensas, sino para encender de nuevo la lámpara interior. Y cuando esa luz irrumpe, el alma reconoce al Señor como quien contempla un amanecer que nunca termina: “Los que lo miran están radiantes;
jamás su rostro se cubre de vergüenza.” (Salmo 34:5, NVI). En ese instante algo cambia. El alma herida ya no se conforma con ver a medias; intuye que lo que necesita no es solo corrección, sino una sanidad tan profunda que devuelva la claridad para ver a Dios tal como es… y para volver a confiar.
Esa es la raíz por la que confiar en Dios no nos nace de manera natural. No basta con la lógica de los argumentos ni con un repaso intelectual de las promesas bíblicas. La confianza no se impone ni se decreta con un acto voluntarista. Se gesta en un proceso más largo, más hondo y, a menudo, más doloroso: la restauración del alma. El salmista, en sus noches de sobresalto, supo decirlo: “Pero cuando tenga miedo, en ti pondré mi confianza.” (Salmo 56:3, NVI). Temor y confianza conviven en el mismo corazón, como si la fe no fuera ausencia de miedo, sino la decisión de caminar aun cuando el miedo no se ha ido. La confianza crece, entonces, como un fruto que madura lentamente, entre estaciones de poda y estaciones de sol.
Hay días en que el corazón quiere creer, pero no puede. Y no puede porque aún sangra. Porque dentro hay afectos mal ordenados y una memoria espiritual debilitada. Tememos soltar el control porque la necesidad de certeza se ha convertido en nuestro refugio. Es un instinto heredado: el de Eva alcanzando el fruto prohibido no solo por hambre de conocimiento, sino para tener algo seguro en las manos. Pero lo que agarramos con nuestras fuerzas siempre termina desmoronándose. Y en ese polvo, Dios vuelve a hablar, como habló a su pueblo en el desierto: “Pues el Señor tu Dios te ha bendecido en todo lo que has hecho; Él ha conocido tu peregrinar a través de este inmenso desierto. Por cuarenta años el Señor tu Dios ha estado contigo; nada te ha faltado”».” (Deuteronomio 2:7, LBLA). Recordar es una forma de sanar. Volver a trazar la huella de la fidelidad divina en nuestra historia es un antídoto contra la desconfianza.
La Palabra viva, la oración que no maquilla el dolor, la comunidad que sostiene cuando no tenemos fuerzas, y la práctica de una vida espiritual ordenada son cauces por donde se reeducan los afectos. Son como canales que reconducen un río desbordado hasta que vuelve a fluir hacia el mar.
Y, sin embargo, a veces la lógica no basta. Hay momentos donde lo que el corazón necesita no es un argumento, sino una experiencia. La confianza se reaviva cuando el alma quebrantada tropieza con la presencia viva del Espíritu. Puede ser en una canción que nos alcanza de sorpresa, en una oración que parecía rutinaria y de pronto se convierte en encuentro, o en una promesa que hemos leído tantas veces y que un día, sin previo aviso, se convierte en voz personal. “El SEÑOR fortalece a su pueblo;
el SEÑOR bendice a su pueblo con la paz.” (Salmo 29:11, NVI). No es un razonamiento: es un toque, un susurro, un gesto de gracia. Un silencio que no está vacío, sino habitado.
La confianza, entonces, no es la certeza de que todo saldrá como esperamos. Es más bien la certeza de que, aunque no sepamos lo que viene, sabemos quién camina con nosotros. Es la rendición interior que no pide garantías visibles, sino que se entrega al Dios “que no miente” (Tito 1:2, LBLA), aun cuando el paisaje siga envuelto en neblina. Pero esa rendición rara vez es instantánea. Llega como la marea: avanza y retrocede, nos empapa los pies y luego parece alejarse. A veces se da en un acto consciente, como el del padre que gritó: “—¡Sí, creo! — …¡Ayúdame en mi falta de fe!” (Marcos 9:24, NVI). Otras, simplemente sucede: un amanecer en que nos descubrimos menos tensos, menos aferrados, más dispuestos a decir “hágase tu voluntad”.
Y aquí aparece la tensión que recorre todo el Evangelio: el Reino de Dios ya está obrando en nosotros, sanando esta herida de desconfianza, pero todavía esperamos la plenitud de esa sanidad. Vivimos en ese espacio intermedio donde el corazón ha probado la bondad de Dios, pero aún se estremece ante la incertidumbre. Por eso, la vida de fe no es una línea recta hacia arriba. Es más bien un camino de montaña, con subidas que nos dejan sin aliento y bajadas donde dudamos si valdrá la pena. Pero en cada curva, hay señales: un versículo que se ilumina, una mano amiga que nos sostiene, una paz que no esperábamos y que, sin embargo, llega.
La Escritura está llena de historias donde la desconfianza es vencida, no por un esfuerzo humano, sino por un Dios que se acerca. El profeta Jeremías estuvo encerrado en el patio de la guardia, rodeado por la incertidumbre del juicio que venía sobre Jerusalén, y allí recibió la palabra: “«Yo soy el Señor, Dios de toda la humanidad. ¿Hay algo imposible para mí?” (Jeremías 32:27, NVI). No era un momento lógico para confiar. Y, sin embargo, allí floreció la promesa. También nosotros necesitamos escuchar esa voz en nuestros encierros interiores, en nuestras cárceles de temor, en nuestras noches de silencio. La confianza es posible porque no estamos llamados a fabricarla desde cero, sino a recibirla como un don que Dios mismo planta en lo profundo de ese “ojo del corazón” que fue creado para contemplarlo.
La herida de la desconfianza no se sana con fórmulas rápidas. Se sana al ritmo del Reino: lento como la levadura en la masa, constante como la semilla bajo tierra. Hay días en que la fe parece pequeña, pero incluso entonces, el Señor dice: “Les aseguro que si tuvieran fe tan pequeña como una semilla de mostaza…” (Mateo 17:20, NVI). Lo que importa no es el tamaño, sino en quién está depositada. La sanidad llega mientras caminamos. Mientras seguimos presentándonos ante Dios con honestidad. Mientras dejamos que la adoración rompa la coraza que nos cubre. Mientras practicamos esa disciplina de abrir las manos y dejar que Él sea quien sostenga. En ese ritmo —presente pero inacabado, cercano pero aún amanecido— aprendemos la confianza como quien aprende a respirar de nuevo.
La desconfianza en Dios no es un defecto menor: es una herida que afecta todo lo que somos. Brota de un corazón desalineado, de una voluntad temerosa de soltar el control, de una mente que busca pruebas para evitar la entrega. Pero Dios, en su fidelidad, no nos deja ahí. Nos busca. Nos sana. Nos enseña a vivir de otro modo. La confianza es un regalo que crece con el tiempo. Es sembrada por la Palabra, fortalecida en la adoración, sostenida en la comunión del pueblo de Dios, activada por la presencia del Espíritu. No es automática, no se fabrica con reglas, pero florece cuando el alma, aunque herida, responde con un sí tembloroso a la voz de Aquel que nunca falla. Y así, en la vida cotidiana de la Iglesia como cuerpo colectivo y universal, late una misma convicción: no confiamos porque entendamos todo, sino porque hemos descubierto que Él es digno de confianza; que no nos abandona; que camina a nuestro lado aún cuando no lo sentimos; que, con ternura paciente, nos enseña a confiar de nuevo.