Cuando el Auxilio Viene del Cielo que Recuerda
Entre arcoíris, promesas antiguas y rescates que vuelven a repetirse en silencio.
Martes después del Primer Domingo de Adviento.
Adviento, con su forma de amanecer lento y su respiración antigua, vuelve a recordarme que la historia no avanza por inercia, sino por promesas que Dios mismo sostiene. Hay días en que el camino se estrecha, en que la memoria se nubla y en que el corazón parece olvidar que ha sido rescatado antes. Algo así ocurre cuando escucho las palabras del salmista: “«Si el Señor no hubiera estado a nuestro favor», que lo diga ahora Israel. «Si el Señor no hubiera estado a nuestro favor cuando los hombres se levantaron contra nosotros, vivos nos hubieran tragado entonces cuando su ira se encendió contra nosotros.” (Salmo 124:1–3, NBLA). Y mientras las recito, siento cómo esta antigua confesión se instala en mi pecho como si fuera nueva, como si fuera escrita para este martes en el que el mundo sigue pareciendo demasiado grande y yo, demasiado pequeño.
Porque Adviento siempre nos pone frente a esta tensión: hemos visto la fidelidad, pero seguimos necesitando auxilio. Hemos sido rescatados, pero aún caminamos entre sombras. Hemos conocido gracia, pero todavía esperamos la consumación final. Así, el ya y el todavía no se mezclan y nos enseñan a respirar lento, como quien recuerda que Dios sostiene incluso aquello que ya se pensaba perdido. “Nuestra ayuda está en el nombre del Señor, que hizo los cielos y la tierra.” (Salmo 124:8, NBLA). El salmista no lo dice como quien espera descubrir otra fuente posible. Lo dice como quien ha visto demasiado como para dudar.
En estos días de espera, el arco de la historia se vuelve a abrir desde el Génesis. Dios bendice a Noé al salir del arca y le entrega palabras que parecen semillas: “«Sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra.” (Génesis 9:1, NBLA). La bendición no es abstracta; es una invitación a volver a vivir después de haber visto la muerte cubrir la tierra. Y mientras leo este pasaje, pienso en lo extraño que es que Dios invite a la vida justo después de un juicio tan severo. Pero ahí está: un Dios que no renuncia al hombre, un Dios que sabe que el corazón humano necesita volver a empezar, un Dios que se compromete con un pacto de misericordia incluso sabiendo de lo que somos capaces.
El arco iris se vuelve entonces un recordatorio —visible y silencioso— de que Dios no olvida sus promesas. “Pongo Mi arco en las nubes y será por señal de mi pacto con la tierra.” (Génesis 9:13, NBLA). Me conmueve esa imagen: el arco no apunta hacia la tierra, sino hacia el cielo, como si Dios mismo recibiera en su pecho la dirección del juicio que ya no caerá sobre nosotros. Un arco colgado, un arma desactivada, una gracia que desarma la condena. Ese arco sigue ahí, cada vez que la luz se quiebra sobre la lluvia; cada vez que olvidamos que Dios es más fiel que nuestras dudas.
Pienso entonces en los héroes de la fe, aquellos que caminaron sin ver lo prometido, pero que vivieron como si ya lo hubieran recibido. “Y todos estos, habiendo obtenido aprobación por su fe, no recibieron la promesa, porque Dios había provisto algo mejor para nosotros, a fin de que ellos no fueran hechos perfectos sin nosotros.” (Hebreos 11:39–40, NBLA). Hay algo profundamente humano y divino en esta plegaria contenida: ellos vieron destellos, pero seguimos caminando juntos hacia la plenitud. Adviento nos recuerda que la historia no ha terminado; que Dios acompaña un linaje de caminantes que sostienen la esperanza incluso cuando la evidencia parece insuficiente.
Es curioso: el salmo, el arco iris y la lista de nombres en Hebreos parecen elementos dispersos, pero juntos componen un mapa espiritual. El salmo nos dice: Dios te ha rescatado antes, recuerda. El arco nos dice: Dios te ha prometido gracia, confía. Hebreos nos dice: Dios completa sus historias, aunque el tiempo parezca lento. Y nosotros quedamos en medio, respirando fuerte, tratando de mirar hacia adelante mientras nuestros pies pisan lo que queda del pasado.
Quizá por eso esta oración antigua se vuelve necesaria hoy, en esta primera semana de un Adviento que todavía huele a caminos húmedos y a noches más largas que de costumbre:
“Dios todopoderoso, concédenos la gracia para desechar las obras de las tinieblas y para vestirnos la armadura de la luz, ahora, en el tiempo de esta vida mortal en el que tu Hijo Jesucristo vino a visitarnos con gran humildad; para que en el último día, cuando Él vuelva en su majestad gloriosa a juzgar a los vivos y a los muertos, resucitemos a la vida eterna. Por Él, que vive y reina contigo y con el Espíritu Santo, un solo Dios, ahora y por siempre. Amén.”
Mientras la recito, algo en mí se aquieta. No porque mis preguntas se hayan resuelto, sino porque el corazón aprende a sostener memoria cuando el cuerpo ya no quiere esperar. Adviento nos enseña a vivir entre rescates antiguos y promesas que todavía están por cumplirse. Nos recuerda que la fe no es un salto ciego, sino una certeza cultivada en la repetición: Dios te liberó antes, Dios te sostiene ahora, Dios te completará después.
Quizá por eso me gusta tanto esta semana: porque cada versículo parece susurrar lo mismo. El salmista recuerda que las aguas estaban listas para arrastrar, pero no pudieron. Noé recuerda que la lluvia había sido sentencia, pero terminó siendo un nuevo principio. Los héroes recuerdan que murieron esperando, pero sus vidas no fueron en vano. Y nosotros recordamos que Cristo vino, viene y vendrá. Tres verbos que en Adviento dejan de ser tiempo gramatical y se convierten en consuelo.
Hoy, mientras camino hacia la tarde, miro al cielo buscando si las nubes quieren dejar escapar un arco. No por sentimentalismo, sino porque el corazón necesita signos que le recuerden lo que ya sabe. Y si no lo veo, igual confío. Porque la Escritura entera parece latir al ritmo de esta verdad: Dios no abandona la obra de Sus manos. Y la Iglesia, como un cuerpo universal que tiembla y espera, sigue confesando lo mismo que confesó Israel, lo mismo que confesó Noé, lo mismo que confesaron Abraham, Gedeón, Barac, Sansón, David y los profetas: la ayuda no viene del norte ni del sur, ni de mi fuerza ni de mi estrategia. “Nuestra ayuda está en el nombre del Señor, que hizo los cielos y la tierra.” (Salmo 124:8, NBLA). Y ese nombre no ha cambiado.
Así termina este día de Adviento: con la certeza quieta de que seguimos caminando en la luz que Dios nos da, aunque sea apenas suficiente para el próximo paso. Pero avanza. Porque el Dios que marcó el cielo con un arco para decir “no destruyo”, es el mismo que marcó la historia con una cruz para decir “restauro”, y es el mismo que marcará el horizonte con gloria para decir “he vuelto”.
Y mientras tanto, seguimos esperando juntos.



