Serie: Fortalecidos en el valle
Aprender a consultar al Señor y a respirar Su fuerza en medio de la amargura
Entrada #1
La tarde olía a madera quemada. El horizonte de Siclag no tenía líneas nítidas, solo lenguas de humo y ceniza que el viento empujaba como si quisiera borrar cualquier memoria de hogar. Los hombres de David, agotados por la marcha, se quedaron sin aliento ante la visión: puertas derribadas, cenizas en lugar de mesas, silencios donde antes había risas. “Y David estaba muy angustiado porque la gente hablaba de apedrearlo, pues todo el pueblo estaba amargado... Pero David se fortaleció en el SEÑOR su Dios.” (1 Samuel 30:6, NBLA). Hay escenas que nos arrancan el suelo y hay palabras que nos lo devuelven; esta es una de ellas. No hay explicación pulida, no hay manual de respuestas; hay una decisión que se hace carne en el centro del temblor: fortalecerse en Dios cuando todo alrededor se quiebra.
La amargura, cuando entra, no pide permiso. Llega como polvo fino y se instala en los pliegues del alma. No es pecado sentirla; fuimos creados con una hondura capaz de llorar. Lo que nos pierde no es llorar, sino construir casa en la queja o convertir el dolor en arma contra otros. En Siclag, hombres cansados y con el pecho ardiendo de impotencia, hablaron de apedrear a su líder. No eran monstruos: eran padres que habían perdido, esposos arrancados de sus abrazos, amigos hechos trizas por la ausencia. La amargura es así: si no la llevamos al altar, la llevamos a alguien. Si no la entregamos, la arrojamos. Y la Escritura no romantiza nada: “la gente hablaba de apedrearlo” (1 Samuel 30:6, NBLA). El miedo, entonces, le subió a David por la espalda como un frío conocido. La angustia tiene esa velocidad: llega antes que las palabras, antes que los planes, antes aun que las oraciones. Y, sin embargo, en ese punto ciego, en ese borde donde uno puede huir, culpar o endurecerse, la frase irrumpe como una ventana abierta: “Pero David se fortaleció en el SEÑOR su Dios.”
No es una evasión. No es una negación de la realidad. Es más bien el acto más lúcido de todos: volver el rostro hacia la Presencia que no arde ni se consume, el único lugar donde el corazón aprende a respirar cuando las ruinas huelen a derrota. Nadie nace sabiendo hacerlo; se aprende, como se aprende a caminar después de un golpe. David, cuya biografía está llena de noches, tenía memoria de canciones en cuevas; sabía que la fuerza que sostiene por dentro no es la de los puños apretados, sino la del alma rendida. Fortalecerse en Dios no cambia primero el paisaje; cambia primero la mirada. El humo sigue allí, pero ya no manda. La amargura golpea, pero ya no gobierna. Y el miedo, que antes dictaba sentencias, queda reducido al tamaño de un susurro que el Espíritu sabe acallar.
Hay una quietud que no es pasividad, una firmeza que no es terquedad. Fortalecerse en el Señor es esa firmeza. Entra por los sentidos: el corazón baja de revoluciones, la respiración encuentra ritmo, la mente deja de perseguir escenarios imposibles y se aferra a una certeza sencilla: Dios no abandonó el campamento. Cuando el texto dice que David “se fortaleció en el SEÑOR su Dios” (1 Samuel 30:6, NBLA), nos habla de una dirección concreta: no se fortaleció en su liderazgo, ni en el número de sus hombres, ni en una estrategia brillante; se fortaleció en el Señor. Desde ahí será posible consultar, decidir, avanzar. Pero primero el alma vuelve a su lugar. Primero la raíz encuentra agua.
Quisiéramos que la fortaleza viniera como una descarga repentina, un relámpago que barre la noche en segundos. A veces ocurre. Muchas otras, es una fidelidad suave: una palabra de la Escritura que prende luz, una oración que al principio suena a eco y luego a compañía, una memoria recobrada de los caminos por donde el Señor ya nos sostuvo. En el valle, lo pequeño es grande: una frase que repetimos entre dientes, un nombre de Dios que nos recuerda quién es Él cuando nosotros olvidamos quiénes somos. Hay una decisión silenciosa aquí, casi imperceptible para el ojo ajeno: me vuelvo hacia Él, ahora, aunque mis emociones sigan gritando. Me pongo bajo Su voz aunque no tenga respuestas. Le cedo el volante a Su paz aunque el humo no me deje ver.
Siclag, de algún modo, nos alcanza a todos. Lleva otros nombres: diagnóstico, pérdida, traición, puerta cerrada, silencio prolongado, palabra injusta, cansancio que no se quita. Llega cuando la agenda dice otra cosa y el corazón hubiera preferido no estrenarse en el dolor ese día. También llega a comunidades: familias que atraviesan quiebres, iglesias que se hieren sin querer, amigos que confunden prudencia con distancia. Cuando eso pasa, el impulso de la multitud suele ser el mismo: encontrar a alguien a quien lanzar la piedra, aunque sea en la imaginación. Y, sin embargo, la invitación de Dios es otra: encontrar la roca a la cual subirnos. En ese punto, fortalecerse en el Señor no es una opción piadosa para unos cuantos; es la única salida para no convertirnos en lo que el dolor quiere que seamos.
David no escogió la estrategia antes que la Presencia. Primero se sostuvo en Dios; luego vendrá el “Y David consultó al SEÑOR…” (1 Samuel 30:8, NBLA). La secuencia importa, porque la consulta sin fortaleza termina en ansiedad, y la fortaleza sin consulta termina en autosuficiencia. La verdadera fuerza nace de mirar a Dios y dejar que Su voz marque el compás. Ese orden es parte de la belleza del Reino que ya llegó y, a la vez, todavía esperamos en plenitud: ya podemos ser sostenidos por el Espíritu en lo interior, ya podemos vivir de la vida de Cristo en lo secreto, ya podemos obedecer una palabra que nos levanta; todavía, sin embargo, las ciudades arden y la restitución no se ha manifestado por completo. Entre el ya y el todavía no, se forma un pueblo que aprende a respirar distinto.
No romantizamos el dolor. No hacemos poemas con la ceniza. Solo confesamos que hay una mesa en medio del valle y que no la pusimos nosotros. Fortalecerse en el Señor es sentarse a esa mesa. Es comer el pan de la fidelidad cuando lo que apetece es el pan agrio del resentimiento. Es beber la copa de Su presencia cuando la garganta pide gritar. A veces la oración será apenas un gemido; otras, un salmo que nos recibe como casa. A veces bastará cerrar los ojos y repetir, con los labios temblando, el nombre que salva. Otras, necesitaremos la voz de un hermano que, con paciencia, nos recuerde de quién es esta batalla. Pero siempre el gesto es el mismo: el corazón, como un niño, vuelve a poner su mano en la mano de su Padre.
Pienso en quienes leen esto en su propia Siclag. Hay latidos que no alcanzan a hacerse palabras y hay pérdidas que no permiten sentencias fáciles. Solo quiero decirte, con la delicadeza que me permite esta página, que no estás solo. Aun si te rodean voces que quieren resolverlo todo sin llorar, hay un Dios que no se avergüenza de tus lágrimas. Fortalecerse en Él no te volverá de piedra; al contrario, te dará un corazón más vivo que el de antes. Tal vez no sabrás qué hacer esta noche, pero sabrás con quién estar esta noche. Y, a veces, eso basta para sostener la madrugada.
Cuando la amargura te empuje a buscar culpables, sostén esta línea como quien aferra un cable en medio del agua: “Pero David se fortaleció en el SEÑOR su Dios.” (1 Samuel 30:6, NBLA). Dila despacio. Déjala caer en tu pecho. Permite que ordene tus amores. Verás que, de a poco, una valentía mansísima se abre paso. No sabrás todavía cómo se resolverá todo, pero sabrás que el humo no es dueño del cielo. Y cuando al fin llegue la hora de consultar, de avanzar, de recuperar, lo harás con un alma menos rota y una fe más ancha.
Que esta palabra nos encuentre como una promesa encendida entre cenizas. Que el Señor nos enseñe a fortalecernos en Él aun cuando la multitud agite sus piedras. Y que, en el espíritu universal de la iglesia —la iglesia en general, la iglesia como un cuerpo colectivo y universal— aprendamos juntos a poner el corazón bajo la misma voz: la del Pastor que nos guía cuando no vemos el sendero, la del Rey que sostiene nuestra mano cuando las nuestras no alcanzan. Hoy escogemos, como David, volver el rostro hacia Ti. Amén.



