Cuando el Santo Llama al Corazón
La cercanía con Dios no comienza con nosotros, sino con Su deseo de revelarse en gloria
“Demostraré mi santidad por medio de los que se acercan a mí. Demostraré mi gloria ante todo el pueblo”».
Levítico 10:3 (NTV)
Hay pasajes en la Escritura que no se leen… se contemplan. Se caminan descalzos, como si el alma tuviera que inclinarse antes de que la mente pueda comprender. Levítico 10:3 es uno de ellos. No es un versículo que nos consuele. Es un eco. Un llamado. Una advertencia sagrada que atraviesa generaciones y rasga el velo entre lo cotidiano y lo eterno.
Dios se manifestó como Santo en medio del pueblo… pero lo hizo en el momento más impredecible: cuando Nadab y Abiú, hijos de Aarón, se acercaron con “fuego extraño”. Lo hicieron con entusiasmo quizás, pero no con obediencia. Y allí, donde pensaban que estaban honrando, profanaron. No porque Dios sea caprichoso, sino porque su gloria no tolera manipulación. Su presencia no se activa a demanda. Su santidad no se improvisa.
Ese día, Dios no explicó. Se manifestó. Y Moisés —hermano del padre dolido— dijo algo que quiebra toda lógica humana: “Esto quiso decir el SEÑOR cuando dijo: ‘Demostraré mi santidad por medio de los que se acercan a mí’” (Lev.3:10,NTV). No fue juicio, fue revelación. No fue venganza, fue santidad visible. Porque en la gloria de Dios, hay misterio… y hay fuego.
Nos cuesta entender esto en una era de acceso inmediato, de espiritualidad personalizable, de templos con luces tenues y teologías cómodas. Pero Dios no ha cambiado. Él sigue siendo Santo. Y sigue atrayendo. No desde la distancia, sino desde una gloria que arde sin consumirse, que llama sin obligar, que atrae sin reducirse.
La santidad de Dios no es un concepto abstracto. Es Su esencia. Es Su belleza moral, Su pureza encarnada, Su otro tipo de ser. Y quienes se acercan… deben hacerlo con el corazón entero, no como turistas, sino como adoradores. Como quien camina hacia una zarza que arde en el alma. Como quien ha oído su nombre pronunciado desde el fuego.
Pero aquí está el misterio: Dios anhela revelarse. Él no se esconde. Él se muestra. Pero el modo en que lo hace, revela también el modo en que nos acercamos. A veces queremos Su consuelo, pero no Su carácter. Queremos Su ayuda, pero no Su fuego. Queremos Su cercanía, pero no Su corrección. Y sin darnos cuenta, traemos “fuego extraño”, sin haber sido encendidos por Él.
Y, sin embargo, el llamado sigue siendo el mismo: “Demostraré mi santidad por medio de los que se acercan a mí”. En otras palabras, Dios se revela a través de corazones rendidos. De vidas que no tratan de controlar la llama, sino que se postran ante ella.
¿Y tú?
¿Cómo te estás acercando?
¿Con hambre o con prisa?
¿Con reverencia o con rutina?
¿Con corazón quebrantado o con argumentos teológicos?
Dios no busca performances. Busca verdad. Busca vasijas frágiles que ardan con Su fuego y no con el nuestro. Busca personas como tú y como yo… dispuestas a dejar que Su gloria nos redefina.
Oración contemplativa:
Señor,
No quiero traerte fuego que yo encendí.
Quiero arder con el fuego que proviene de tu altar.
Quiero acercarme como hijo… pero también como adorador.
Quítame la prisa.
Desarma mis fórmulas.
Y haz que mi alma tiemble con tu presencia.
Atráeme con tu gloria.
Transfórmame con tu santidad.
Amén.