Cuando la justicia de Dios toca nuestra herida
La historia que comienza con dolor… y termina con una herencia escrita por Su mano
La historia de las hijas de Zelofejad no es simplemente un caso legal resuelto en el desierto. Es un eco profundo que atraviesa generaciones, un susurro de Dios que llega hasta quienes hoy viven la herida de la exclusión, la ruptura, la injusticia y la traición. Cada línea de ese relato sagrado contiene no solo una reforma jurídica, sino una revelación del corazón de Dios: la justicia que nace de su compasión siempre se inclina hacia el que ha sido olvidado.
Estas cinco mujeres no tenían precedentes, no tenían estructura que las defendiera, no tenían nombre reconocido entre los herederos. Pero tenían algo que, al final, fue suficiente: el valor de acercarse. Y al hacerlo, rompieron no solo el silencio, sino la lógica de una estructura rígida que no había dejado espacio para su existencia.
A veces la vida se siente así también para nosotros. Como si no hubiera espacio. Como si el relato de fe tuviera puertas demasiado estrechas para nuestras heridas. Como si nuestra historia no fuera compatible con la mesa ya servida. Pero esta historia bíblica nos recuerda que cuando nos atrevemos a acercarnos a la Presencia, incluso desde el margen, Dios no solo nos escucha… Dios reordena la historia.
Y en lo secreto, esta historia también es mía.
Yo sé lo que es que la injusticia llegue a tu vida de forma inesperada, abrupta, robándote y despojándote de todo lo que conocías. Sé lo que es ser arrancado de lo que amabas y verte de pronto en un lugar que no escogiste. Como si el alma fuera arrojada a un desierto sin explicación. Sé lo que es sentirse desterrado, como si alguien hubiera apagado la luz sin previo aviso y te dejara con las manos vacías y el corazón en ruinas.
El dolor de la injusticia es demasiado pesado. Rompe no solo lo que haces, sino también lo que eres. Te empuja a preguntarte si acaso Dios te olvidó, si la fidelidad sirve de algo, si vale la pena seguir confiando. Pero lo más desgarrador no es solamente la pérdida. Es el lugar de donde vino.
Porque la herida es terrible cuando la injusticia y la traición vienen de quien debía cuidarte. De quien decía verte como un hijo. De quien fue tu autoridad espiritual, tu cobertura, tu pastor. Cuando el que te hablaba de gracia, un día usó su autoridad para destruir tu honra. Cuando el que debía sostenerte se convirtió en el que te rompió por dentro.
En esos momentos, la oración no fluye. La alabanza no canta. Y el alma queda suspendida entre la esperanza y la incredulidad. Uno no sabe cómo seguir.
Y sin embargo… Dios.
Dios es fiel. Aunque la comunidad se quede en silencio. Aunque los que sabían callen por miedo o por complicidad. Aunque las puertas se cierren y los rostros cambien. Dios permanece. Él no fue parte de la injusticia. No la aprobó. No la ignoró. Estuvo allí, llorando contigo. Viéndolo todo. Tomando nota de cada palabra torcida, de cada gesto cruel, de cada falsedad envuelta en autoridad espiritual. Y lo más santo: tomando tu causa en sus manos, como lo hizo con las hijas de Zelofejad.
Él interviene. A veces no lo hace tan pronto como quisiéramos. A veces no detiene el golpe. Pero lo redime. Y lo transforma. Y sana. Y cuando lo hace, lo hace con belleza. No con venganza, sino con restauración. No con ruido, sino con una ternura que reescribe tu historia desde el corazón. Te da heredad. Te devuelve lo que pensabas perdido. Te afirma donde otros te negaron. Y sana esas heridas que alguna vez creíste que no sanarían.
Él es el Dios que protege y provee. Pero también el Dios que espera contigo en el umbral del silencio. El Dios que no borra tu nombre. El Dios que te devuelve lo que perdiste, no como antes, sino de una manera nueva, más profunda, más verdadera.
La justicia de Dios no es como la nuestra. No busca compensar. Busca restaurar el alma.
Y si hoy estás leyendo esto con el corazón cansado, con la historia rota, con la herencia perdida… déjame decirte que aún puedes acercarte. La Tienda del Encuentro no se ha cerrado. Todavía hay lugar. Y tu nombre no ha sido olvidado.
Camina hacia Él. Preséntale tu caso. Dile lo que perdiste. Y espera.
Porque cuando la justicia de Dios toca tu herida, no solo se hace justicia… se hace redención.
Señor,
Dios que ve en el desierto,
Dios que escucha el clamor silencioso,
Dios que escribe nombres en la arena que otros pisan…
Aquí estoy.
He caminado por sendas que no elegí,
he cargado heridas que no merecía,
he sentido cómo la injusticia rasga lo que parecía seguro.
Y aun así, me acerco.
No tengo palabras para explicar el dolor.
Solo traigo esta súplica:
no borres mi nombre. No olvides mi historia.
No dejes que esta herida hable más fuerte que tu voz.
Dame heredad donde creí que solo quedaba ruina.
Dame restauración donde otros me negaron lugar.
Dame tu justicia suave,
la que no aplasta, la que no excluye,
la que sana con ternura.
Dios que protege,
Dios que provee,
Dios que me llama por mi nombre…
Respira sobre mí.
Reescribe mi historia desde tu corazón.
Y si algún día dudo,
recuérdame que Tú estuviste allí.
En la Tienda.
En el silencio.
En la justicia que esperó su tiempo…
para llegar a mí.
Amén.