Cuando la Luz Empieza a Hablar
Sobre el anhelo que despierta el alma en el umbral del Adviento
Adviento siempre regresa como un susurro, como el rumor de algo que todavía no se ve pero que empieza a sentirse bajo la piel. Cada año, cuando la tierra entra en su propio cansancio y las noches comienzan a adelantar sus pasos, la Iglesia vuelve a pronunciar una palabra antigua: venida. La palabra viene del latín adventus, “llegada”, y con ella el corazón se acomoda en un tiempo donde la esperanza se vuelve oficio y la espera se convierte en un acto de fe. Son cuatro semanas. Cuatro encendidas, cuatro silenciosas, cuatro abiertas como un camino que no sabes del todo a dónde te llevará, pero que sabes que te está llamando. Así funciona este tiempo: nos prepara para recordar la primera venida de Cristo, pero también nos despierta al peso real de Su segunda venida, tan prometida como inevitable.
Crecí lejos de todo esto. Crecí en una tradición donde la palabra Adviento no se escuchaba, donde el calendario litúrgico no marcaba ningún ritmo interno y donde solo Navidad y Semana Santa tenían un peso ceremonial. Todo lo demás era tierra sin estaciones espirituales. A veces pienso que me perdí de algo en esos primeros años, no porque aquello fuera menos valioso, sino porque nunca experimenté que el año mismo podía convertirse en oración. Mucho después descubrí esa verdad. Descubrí que, para muchos cristianos a lo largo de la historia, el tiempo nunca fue solo tiempo, sino un espacio rendido ante Dios; un modo de recordar, de tocar, de dejar que el misterio se sintiera en la piel.
Años después supe que la palabra griega «leitourgia» se usaba en el Nuevo Testamento para hablar del servicio ofrecido a Dios —“el ministerio de los sacerdotes”, como cuando se dice de Zacarías que “se cumplieron los días de su servicio sacerdotal” en Lucas 1:23, o cuando Hebreos habla de la labor sacerdotal en el tabernáculo (Heb. 8:6; 9:21). Leitourgia también podía significar un acto de generosidad para suplir a los necesitados, como señala Pablo: “Porque la ministración de este servicio no solo suple con plenitud lo que falta a los santos, sino que también sobreabunda a través de muchas acciones de gracias a Dios.” (2 Cor. 9:12, NBLA). Pero en la Iglesia, con el paso del tiempo, la palabra tomó otra forma: se volvió la manera de nombrar el conjunto de oraciones, gestos y ritmos que el pueblo de Dios adoptó para contar una y otra vez el misterio de la misión redentora de Cristo. No como obligación, sino como memoria viva.
Descubrí entonces que el año podía dividirse en estaciones del alma: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés y ese vasto territorio llamado Tiempo Ordinario. Y aunque ninguna de estas divisiones está prescrita en el Nuevo Testamento, aprendí que la Iglesia, en su fragilidad y su belleza, buscó una manera de no olvidar lo esencial. Una forma de recordar —en comunidad, en oración, en canto— que Dios entra en la historia, que Dios rompe silencios, que Dios no se queda lejos.
Hay algo en todo esto que siempre me ha conmovido. Quizás porque Navidad es, para mí, la festividad que más despierta algo profundo en mi interior. Porque cuando escucho que “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14, NBLA), siento que esa frase sostiene el mundo entero. Me recuerda que la esperanza no nació de un plan humano, sino del cielo inclinándose hacia la tierra. La salvación estaba llegando, no como un grito, sino como un niño envuelto en tela. La solución completa y definitiva al pecado estaba entrando en nuestra historia, tocándola desde adentro.
Pero Adviento, antes de Navidad, es ese espacio donde la luz empieza a hablar. Y este año, como cada año, las lecturas del Revised Common Lectionary Daily Readings nos invitan a escuchar esa luz con mayor silencio, con mayor atención.
El profeta Isaías dice algo que se siente como un horizonte entero abriéndose: “Acontecerá en los postreros días, que el monte de la casa del Señor será establecido como cabeza de los montes.… Y confluirán a él todas las naciones.” (Isaías 2:2, NBLA). Adviento comienza así: con una visión que todavía no vemos, con un futuro donde Dios mismo enseña a caminar. Isaías continúa diciendo: “Casa de Jacob, vengan y caminemos a la luz del Señor.” (2:5). Esa frase cae sobre el alma como una campana suave: ven, empieza a andar, deja que la luz te guíe. Porque en este tiempo no caminamos por inercia; caminamos porque la luz nos llama.
El salmista agrega otro matiz: “Yo me alegré cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor».” (Salmo 122:1, NBLA). Y más adelante ora por la paz de Jerusalén, no como un concepto abstracto, sino como un anhelo encarnado: “»Haya paz dentro de tus muros” (122:7). Adviento también es esto: pedir paz para la casa de Dios, pero también pedir que Dios haga de nosotros una casa donde Su paz encuentre refugio.
Y luego llega Pablo con un despertar urgente: “conociendo el tiempo, que ya es hora de despertarse del sueño… La noche está muy avanzada, y el día está cerca.” (Romanos 13:11–12, NBLA). Si Isaías mira hacia adelante y el salmista mira hacia arriba, Pablo nos toma del hombro y nos sacude suavemente: despierta, vístete de luz, “vístanse del Señor Jesucristo,” (Romanos 13:14, NBLA). Adviento es, también, un despertar espiritual. Un llamado a dejar atrás aquello que nos va apagando, aquello que ensombrece el alma.
Y Jesús, en Mateo, da otra capa al misterio: “»Pero de aquel día y hora nadie sabe… Por tanto, velen, porque no saben en qué día viene su Señor.” (Mateo 24:36, 42, NBLA). Adviento se vuelve entonces un tiempo para estar despiertos, no ansiosos sino atentos, no temerosos sino expectantes. Vivir como quien sabe que la historia no está extraviada, que el mundo no está a la deriva, que el Hijo del Hombre vendrá. Y que, cuando venga, cada pequeña fidelidad habrá valido la pena.
Mientras leo estas palabras, siento que cada una de ellas se convierte en un llamado amoroso pero firme. Isaías nos dice: mira la luz. El salmo nos dice: busca la paz. Pablo nos dice: despiértate. Jesús nos dice: permanece atento. Todo convergiendo en un único movimiento del alma: la esperanza que aprende a esperar.
En medio de este tiempo, me encuentro haciendo mía la oración que generaciones de creyentes han pronunciado durante siglos:
Dios todopoderoso, concédenos la gracia para desechar las obras de las tinieblas y vestirnos con la armadura de la luz, ahora en el tiempo de esta vida mortal en el cual tu Hijo Jesucristo vino a visitarnos con gran humildad; para que, en el día final, cuando Él vuelva nuevamente con majestuosa gloria para juzgar a los vivos y a los muertos, podamos resucitar a la vida inmortal; por Él, que vive y reina contigo y con el Espíritu Santo, un solo Dios, ahora y por siempre. Amén.
Hay algo en esta oración que me desarma. Quizás sea la petición de que se nos dé gracia para arrojar las obras de las tinieblas; quizás sea la súplica para vestirnos de la armadura de la luz. O tal vez es la humildad del Hijo visitándonos en nuestra vida mortal. Pero lo que más me toca es este eco final: que cuando Él venga en majestad, podamos levantarnos a la vida inmortal. Es una frase que sostiene el alma cuando la noche parece larga.
Adviento, al final, es este movimiento del corazón que se estira entre lo que ya ocurrió y lo que aún esperamos. Es ese territorio donde aprendemos a vivir la tensión del Reino que ya está presente, pero que todavía no se ha revelado en plenitud. Y en ese espacio —entre la promesa cumplida y la promesa por venir— la Iglesia, en todas sus voces y generaciones, vuelve a inclinarse hacia la luz. Porque la luz ya comenzó a hablar. Y cada uno de nosotros, desde nuestras cicatrices y nuestra esperanza, aprendemos a responder.



