A veces las heridas no desaparecen, solo se transforman en susurros. En el silencio, cuando el ruido externo cesa y la vida se desacelera, esos ecos regresan. Pero no siempre lo hacen para condenarnos. A veces, regresan para redimirnos. Este artículo es la primera parte de un viaje real: de la gracia y misieracordia de Dios en medio del dolor. Es la historia de cómo comencé a descubrir que Dios no me esperaba al final del proceso, sino que me encontraba justo en medio de mi dolor.
Cuando la sombra se vuelve sagrada
Hay lugares, oscuros y fríos, en mi historia que todavía me visitan. No se presentan con violencia, sino como susurros que aparecen en los momentos de pausa, cuando el alma se aquieta y la memoria se activa. Hay palabras no dichas, decisiones precipitadas, silencios que gritan desde lo profundo. He aprendido a no huir de ellos. Porque en ese territorio herido, en esa tierra marcada por el quebranto, es donde más claramente he escuchado la voz de Dios.
No sólo he escuchado la voz de Dios. He sentido su presencia, he experimentado su consuelo, y he sido visitado con su gracia. A veces en medio de una oración silenciosa. Otras, en una lágrima que no esperaba. O en el abrazo inesperado de alguien que, sin saberlo, llevaba en sus manos la ternura divina. Y he entendido que la restauración no comienza cuando todo se arregla afuera, sino cuando Su presencia invade lo roto por dentro.
No escribo desde la cima. No escribo desde la plenitud terminada. Escribo desde el proceso: desde la tensión entre lo que ya fue tocado por gracia y lo que aún está siendo restaurado. Desde esa lucha santa donde mis límites humanos se encuentran con la ternura eterna de Dios.
Nombrar el dolor, encontrar a Dios
Hubo un tiempo en que no sabía ponerle nombre a lo que me dolía. Llamaba ansiedad a lo que era angustia, llamaba normal a lo que era trauma, llamaba fuerza a lo que en realidad era evasión. Pero cuando la gracia de Dios comenzó a operar no como una doctrina aprendida en la iglesia o en el seminario, sino como presencia real y tangible, entendí que el primer paso hacia la sanidad era mirar mi historia con honestidad. Nombrar lo que sangraba. Reconocer lo que oculté por miedo o vergüenza.
“Sabes todas mis andanzas, ¡sabes todo lo que hago!”
—Salmo 139:3 (DHH)
Algunas heridas fueron autoinfligidas. Elegí caminos que me alejaron de mi propósito. Caminé ciego por orgullo, por terquedad, por temor a perder control. Otras heridas me fueron impuestas: palabras hirientes, rechazos sutiles, traiciones disfrazadas de afecto. La vida en este mundo caído nos alcanza a todos. Nadie llega ileso a la madurez espiritual.
No se trata de vivir culpando a otros ni encerrarse en la autocompasión. Se trata de aprender a llevar ante Dios todo lo que somos, no solo lo que consideramos presentable. Porque el Dios al que sirvo no solo recibe lo glorioso; también se arrodilla, con amor y misericordia, junto a lo roto.
Donde termina el ruido y comienza la gracia
Para mí, la Cruz ya no es solo un símbolo de redención; es un umbral sagrado. Es el lugar donde mi vergüenza encontró cobertura, y mi dolor, sentido. Pero más que eso: es el punto donde se interrumpió la narrativa de condenación para dar paso a una historia nueva en Él.
No llegué a ese umbral por convicción teológica. Llegué por necesidad. Cuando no pude más. Cuando el suelo se abrió bajo mis pies. Cuando mis estructuras internas colapsaron, la Cruz no fue una idea: fue un refugio.
“Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores.”
—Isaías 53:4a (DHH)
En ese punto, descubrí algo que cambió mi fe para siempre: Dios no solo me salvó; me adoptó en medio de mi herida. Cristo no me encontró cuando mejoré. Me alcanzó cuando no tenía palabras. Desde entonces, ya no vivo para impresionar a Dios, sino para caminar con Él.
Cierre
Este es el comienzo de un viaje de restauración. Un viaje que no siempre es lineal, ni rápido, ni claro. Pero es real. Si has sentido que tus heridas te excluyen, quiero decirte que quizá sean justamente la entrada al lugar donde Dios quiere encontrarte.
En la próxima entrega hablaremos del proceso —de esa tierra intermedia entre lo que fue prometido y lo que aún no vemos cumplido— y de cómo la presencia de Dios no se limita al destino, sino que habita el camino.