Cuando la Tienda Vacía Aprende a Cantar
Esperar al Dios que agranda el lugar del alma en medio de un mundo que se desmorona.
Miércoles después del Primer Domingo de Adviento.
Afuera el calendario sigue su marcha, el tráfico no se detiene, las noticias hablan de guerras, inflación, cansancio colectivo. Pero en el corazón de la Iglesia, en ese río silencioso que corre por debajo de la historia, hoy se abre este extraño mandato: “«¡Canta, oh mujer sin hijos, tú que nunca diste a luz!…” (Isaías 54:1, NTV). Es una orden rara para un miércoles cualquiera, y más rara todavía para quienes se saben vacíos, cansados, con una vida que no ha producido lo que imaginaban a estas alturas. ¿Cómo se canta desde un vientre que no tiene nada que mostrar, desde una ciudad que aún está en ruinas, desde un corazón que todavía se siente abandonado?
Isaías 54 no habla a gente que ya salió del exilio, sino a una ciudad que todavía tiene polvo en la boca y piedras en la memoria. Dios llama “estéril” a Sion, le recuerda su desolación… y justo ahí le ordena cantar. No le dice: “Canta cuando veas hijos corriendo por las calles”. Le dice: canta antes. Grita de júbilo mientras tu tienda está vacía, mientras la estructura de tu vida parece pequeña, mientras la memoria de la pérdida todavía está caliente. Hay algo profundamente escandaloso en esto: el Dios que conoce la herida no empieza por explicarla, ni por minimizarla, sino por invitar a un canto que parece adelantado a los hechos.
“«Ensancha el lugar de tu tienda, extiende las cortinas de tus moradas, no escatimes; alarga tus cuerdas y refuerza tus estacas.” (Isaías 54:2, NBLA). La imagen es tan concreta que casi se puede oír el sonido de las estacas entrando en la tierra. No se trata solo de un sentimiento interior, sino de un acto práctico de expectativa. Amplía el espacio antes de ver la multitud. Haz sitio para lo que todavía no ves. Afloja un poco el control, permite que tu vida tenga margen para la sorpresa de Dios. Y, sin embargo, es precisamente aquí donde la tensión aparece: porque lo que vemos con los ojos no coincide con la amplitud que el Señor ordena. La tienda aún huele a despojo, pero el Reino ya está anunciando su llegada.
En Adviento vivimos precisamente en esa fractura: el ya y el todavía no del Reino. Cristo ya vino en humildad, ya pronunció palabras que no pueden ser desalojadas de la historia, ya cargó la culpa y la vergüenza que no sabíamos dónde poner. Pero también esperamos su regreso, el día en que la historia sea leída desde su mirada y todo lo que hoy parece definitivo será revisado a la luz de su gloria. En medio de esa tensión, las palabras de Jesús en el evangelio de hoy caen con un peso particular: “El cielo y la tierra pasarán, pero Mis palabras no pasarán.” (Mateo 24:35, NBLA). Montañas, sistemas, emporios, reputaciones, agendas… todo puede tambalearse. Lo único que no tiembla es la voz que nos llama.
Lo curioso es que en Mateo 24, antes de esa frase tan conocida, Jesús habla de confusión espiritual: falsos cristos, rumores de salvaciones rápidas, señales espectaculares que prometen arreglarlo todo de golpe. Es un mundo saturado de palabras, de promesas fáciles, de atajos espirituales que nos ayudan a no enfrentar nuestra infertilidad profunda. Es como si el Señor nos estuviera diciendo: no se dejen arrastrar por cada voz que pasa; aprendan a reconocer mi timbre en el ruido. Las palabras que no pasan no son siempre las más estruendosas, pero sí son las únicas que construyen algo eterno en el fondo del alma.
Isaías va todavía más hondo y se atreve a tocar la zona de la vergüenza: “»No temas, pues no serás avergonzada, ni te sientas humillada, pues no serás agraviada… Porque tu esposo es tu Hacedor” (Isaías 54:4–5, NBLA). La ciudad, presentada como mujer abandonada, sabe lo que es cargar con la mirada de los otros, con la narrativa de fracaso, con la sensación de ser “la que sobró”. Dios no ignora ese peso; lo nombra. Pero al nombrarlo, no se queda ahí. Le anuncia un reordenamiento de la memoria: olvidarás la vergüenza de tu juventud, no recordarás más el oprobio de tu viudez. No porque mágicamente haya desaparecido el pasado, sino porque otra historia, más profunda, comenzará a reescribir tus recuerdos desde la fidelidad del que te toma de nuevo como suya.
“«Por un breve momento te abandoné, pero con gran compasión te recogeré.” (Isaías 54:7, NBLA). Para quien sufre, nada que lleve la palabra “momento” parece breve. El exilio se alarga, la noche no tiene reloj, la oración parece rebotar en el techo. Y, sin embargo, Dios se atreve a hablar de proporciones: un instante de ira frente a una eternidad de compromiso, un relámpago frente a un pacto que no se desgasta. No se trata de restar gravedad al dolor, sino de ubicarlo dentro de una historia mayor que no se escribe solo con las líneas quebradas de nuestro sufrimiento. Esa historia mayor es la que culmina en la cruz y la resurrección, donde la ira que no entendemos se transfigura en misericordia ofrecida.
Por eso el pasaje llega a esta promesa que sabe a columna vertebral: “»Porque los montes serán quitados y las colinas temblarán, pero Mi misericordia no se apartará de ti, y el pacto de Mi paz no será quebrantado», dice el Señor, que tiene compasión de ti.” (Isaías 54:10, NBLA). Adviento es la temporada en la que miramos al mundo y, con honestidad, reconocemos que los montes efectivamente se están moviendo. Sistemas políticos, estructuras económicas, seguridades personales, incluso la iglesia que conocíamos: todo parece en movimiento sísmico. Y allí, en medio del temblor, Dios vuelve a pronunciar el “no será quebrantado”. Su pacto de paz no es frágil como nuestras resoluciones de Año Nuevo; tiene el peso de la sangre de Cristo y el aliento del Espíritu que nos sostiene cuando ya no sabemos cómo sostenernos a nosotros mismos.
Frente a todo esto, la antigua oración que hoy se nos regala para este miércoles adquiere una profundidad nueva. La hacemos nuestra no desde la teoría, sino desde la tienda aún vacía, desde la estéril que empieza a cantar, desde la comunidad que aprende a esperar:
Dios todopoderoso, concédenos la gracia para desechar las obras de las tinieblas y revestirnos de la armadura de la luz; ahora, en el tiempo de esta vida mortal en el que tu Hijo Jesucristo vino a visitarnos con gran humildad; para que en el último día, cuando vuelva de nuevo en su gloriosa majestad a juzgar a los vivos y a los muertos, resucitemos a la vida inmortal; por él, que vive y reina contigo y con el Espíritu Santo, un solo Dios, ahora y por siempre. Amén.
“…desechemos las obras de las tinieblas y vistámonos con las armas de la luz.” (Romanos 13:2, NBLA) suena hermoso… hasta que nos damos cuenta de que implica renuncias concretas. Implica decir no a las pequeñas oscuridades que hemos aprendido a tolerar porque nos alivian momentáneamente el dolor de sentirnos vacíos. Implica soltar identidades construidas sobre el rendimiento, la apariencia o el éxito ministerial. Pero también implica abrir las manos para recibir algo que no podemos producir: la armadura de la luz no se fabrica en casa, se recibe. Es la presencia misma de Cristo cubriendo las zonas más frágiles, habitando precisamente esos puntos donde nos sabemos más vulnerables.
Adviento, entonces, se convierte en un tiempo para dejar que Dios ensanche nuestra tienda interior. No se trata solo de hacer más actividades, sino de permitir que su Palabra —esa que no pasa— cree espacio dentro de nosotros para una esperanza más grande que nuestro miedo. Significa creer que, aunque hoy nos sintamos desolados, hay “hijos” que todavía no vemos: personas, historias, frutos, comunidades, gestos de gracia que el Señor está trayendo desde lugares que desconocemos. Significa alargar las cuerdas de la oración, reforzar las estacas de la fe, incluso cuando la lógica nos diga que sería más prudente reducir expectativas.
Y mientras hacemos esto, no lo hacemos solos. En distintos rincones del mundo, en pequeños departamentos urbanos, en casas sencillas, en templos antiguos y en bodegas improvisadas como auditorios, el pueblo de Dios vuelve a encender una vela de Adviento y a murmurar las mismas promesas. Hay quienes oran con liturgias antiguas, otros con cantos espontáneos, otros con un silencio cargado de nombres y lágrimas. Unos subrayan Isaías 54 en sus Biblias gastadas, otros repiten en voz baja: “El cielo y la tierra pasarán, pero Mis palabras no pasarán.” (Mateo 24:35, NBLA). Todos, de maneras distintas, están ensanchando la tienda.
En ese coro amplio y diverso, tú también eres invitado. No importa si este año te sientes más estéril que fructífero, más exiliado que establecido, más confundido que seguro. El llamado no es primero a producir, sino a cantar; no es primero a entenderlo todo, sino a confiar en la voz que te nombra amado, amada. En el espíritu universal de la iglesia, como un solo cuerpo extendido en la historia, nos sostenemos unos a otros mientras repetimos la misma plegaria: Señor, agranda el lugar de nuestra tienda, no permitas que tu pacto de paz se aparte de nosotros, y enséñanos a vivir hoy bajo la luz de las palabras que jamás pasarán, mientras esperamos el día en que tu Reino, por fin, sea todo en todos.



