Cuando recordar a Dios es recordar quién Soy
Una meditación sobre la identidad que se restaura al recordar la voz que nunca olvida nuestro nombre.
Estaba en mi tiempo a solas con Dios. No en mi escritorio. No tomando notas. Solo descansando en Su presencia. La música de fondo, suave y cantada, me envolvía como una oración que no necesitaba explicación. No era solo sonido. Era un susurro espiritual. Una atmósfera. Una forma en la que el Espíritu me ministraba, sin que yo tuviera que hacer nada más que estar.
Y entonces sucedió. La canción comenzó a tocar algo profundo en mí. No de forma dramática, sino con esa fuerza silenciosa que solo lo verdadero tiene.
Hasta que apareció esa frase:
“Si se me olvida quién soy yo, recuérdame quién eres tú.”
Fue como si el cielo pronunciara esas palabras sobre mí. Como si el Padre me llamara otra vez. Esa frase captó por completo mi atención. Me tocó. Me derrumbó. Me habló. Me ministró.
No venía de un libro, ni de un altar, ni de un momento programado. Venía de una canción sencilla que, sin buscarlo, se convirtió en umbral. En espejo. En respuesta.
He vivido lo suficiente para saber que uno puede olvidarse. No hablo del olvido que ocurre en la mente, sino del que ocurre en el alma. El olvido silencioso, ese que no se nota de inmediato pero que, con el tiempo, comienza a desdibujar el centro. Uno se levanta, sirve, sonríe, trabaja, pero hay una ausencia dentro. Una distancia que no se puede explicar con lógica. Un eco que no responde cuando llamamos por nuestro nombre.
El mundo alienta ese olvido. Nos empuja a redefinirnos constantemente: por lo que sentimos, por lo que logramos, por lo que proyectamos. “Sé tu mejor versión”, dicen. Pero nadie nos advierte que esa versión puede cambiar con cada ola, con cada herida, con cada mirada de desaprobación o cada éxito que nos vacía por dentro. Vivimos redefiniéndonos hasta no saber ya quiénes somos.
Yo también lo he hecho. Me he confundido creyendo que soy lo que me duele, lo que me falta, lo que otros esperan de mí. He llevado nombres que no me pertenecen: “el fuerte”, “el que puede con todo”, “el que nunca cae”. Pero bajo esas etiquetas, me he perdido más de una vez.
Y es ahí donde esa frase me desarma:
“Si se me olvida quién soy yo, recuérdame quién eres tú.”
Porque recordar quién es Dios no es un acto teológico. Es un acto de supervivencia del alma. Cuando recuerdo quién es Él, descubro de nuevo quién soy yo. No por comparación, sino por filiación. Porque si Él es mi Padre, entonces yo soy hijo. Si Él es la Verdad, entonces yo puedo vivir sin máscaras. Si Él es luz, entonces no tengo que temer a mis sombras. Si Él es justicia, entonces mi historia no terminará en injusticia. Si Él es amor, entonces no estoy a la deriva. Estoy sostenido.
La Escritura lo afirma una y otra vez, pero no siempre lo escuchamos con el corazón. “Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre” (Juan 1:12, LBLA). No solo perdonados. No solo restaurados. Hechos hijos. Esa es la identidad que se me otorgó el día en que su gracia me encontró. Esa es la identidad que olvido cuando el cansancio gana, cuando el mundo grita más fuerte que su voz, cuando el espejo me devuelve una imagen que no reconozco.
Ser hijo es pertenecer. No porque lo sienta, sino porque Él lo decretó. No porque lo merezca, sino porque Cristo lo aseguró con su sangre. La regeneración no fue un cambio cosmético. Fue una resurrección. En Cristo fui hecho nuevo. Justificado. Redimido. Santificado. No por esfuerzo propio, sino por su obra completa. “Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y como eres hijo, Dios te ha hecho también heredero.” (Gálatas 4:7, NVI).
Cuando lo olvido, la vida se vuelve «performance». Me esfuerzo por agradar, por alcanzar, por demostrar. Pero cuando recuerdo, descanso. No porque todo esté bien, sino porque sé dónde pertenezco. Recuerdo que mi valor no depende de resultados. Depende de una cruz vacía, de una tumba abierta, de una voz que me llama por mi nombre.
He tenido que aprender a vivir con este tipo de memoria espiritual. No es automática. No es constante. A veces se debilita. Por eso necesito volver, día tras día, a los atributos de Dios, no como conceptos, sino como anclas. Porque cada atributo suyo es una palabra que me nombra de nuevo.
Dios es Santo. Y su santidad no me aleja; me atrae. Me recuerda que hay algo más grande que el dolor, que el placer, que la confusión. Su santidad no es un castigo. Es una promesa: “Serán santos porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16, NVI).
Dios es Eterno. Y saber que Él no cambia me da la estabilidad que el mundo no puede darme.
Dios es Soberano. Nada de lo que me sucede escapa a su mirada. Ni siquiera aquello que no entiendo.
Dios es Inmutable. Lo que prometió ayer, sigue vigente hoy. “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos.” (Hebreos 13:8, NBLA).
Dios es Omnipotente. No hay herida que Él no pueda transformar en testimonio.
Dios es Omnisciente. Conoce cada rincón de mi pasado, cada error futuro. Y aun así, no se retira.
Dios es Omnipresente. En el hospital, en la noche, en el desierto, en la rutina… Él está.
Dios es Justo. No como el sistema. No como los hombres. Sino con una justicia que redime y sana.
Dios es Verdad. No una idea, sino una Persona. Una Voz que me habla sin gritar y me sostiene sin acusar.
Y entonces, cuando recuerdo todo esto, respiro distinto. El alma se me acomoda de nuevo. La ansiedad no se va, pero ya no me define. La herida sigue ahí, pero ya no tiene la última palabra. Me reconozco. No por lo que siento, sino por lo que Él me dijo.
Hay días en los que todo en mí quiere correr, gritar, ocultarse, olvidarse de todo lo aprendido. Días donde las promesas parecen susurros lejanos y el presente grita como tormenta. Pero incluso allí, en medio de la confusión, recordar quién es Él es como encontrar una roca en medio de un río crecido.
A veces no necesitamos una nueva palabra. Solo necesitamos recordar la antigua. Esa que fue sembrada cuando comenzamos a caminar con Él. Esa que escuchamos alguna vez en oración, o en medio del llanto, o en la soledad de una madrugada larga. Esa palabra que aún arde cuando todo lo demás se enfría.
Recordar quién es Dios es recordar el inicio. Y el inicio no fue una estrategia. Fue un encuentro. Fue una voz. Fue una gracia que no pedí pero que me encontró. “«Con amor eterno te he amado; por eso te he prolongado mi fidelidad” (Jeremías 31:3, NVI).
Y si ese fue el inicio, también será el camino. También será el final. Porque el Dios que me llamó, me sostiene. El Dios que me sostuvo, me formará. Y el Dios que me forma, me usará, aunque no lo vea.
Hay algo profundamente transformador en recordar. En decirlo en voz alta. En susurrarlo mientras camino. En escribirlo en el margen de un cuaderno o en la esquina de la Biblia. Porque cada vez que lo digo, algo se reordena. Algo regresa. Algo despierta.
No soy lo que me falta.
No soy lo que me duele.
No soy lo que otros dijeron de mí.
Soy lo que Él declaró sobre mí cuando su Espíritu me hizo nacer de nuevo.
Y si se me olvida, que su Espíritu me lo recuerde. Que lo cante sobre mí en el silencio. Que lo inscriba en mis pensamientos cuando todo lo demás me nuble. Que lo susurre cuando no sepa cómo orar. Que lo diga otra vez. Y otra vez. Hasta que el alma se acuerde y la voz vuelva a salir con claridad.
Porque en un mundo que cambia de rostro cada día, hay una sola voz que me llama siempre por mi nombre.
Y esa voz no olvida.
Esta es la canción que inspiró esta entrada: