Serie: Siete Verdades que Liberan el Alma Soltera
Entrada #4
Vivimos en una cultura que premia al que logra, admira al que avanza, celebra al que siempre tiene algo que mostrar. Desde la infancia, aprendemos a asociar el valor personal con el rendimiento. La aprobación se vuelve recompensa, el éxito una necesidad, y la productividad, una forma de justificar nuestra existencia.
Muchos adultos solteros han alcanzado metas que en otro tiempo soñaron: carreras sólidas, independencia financiera, habilidades desarrolladas, reconocimiento profesional. Pero en medio de esos logros, a veces el alma sigue inquieta. No por falta de capacidad, sino por una falta de consuelo. Porque lo que el corazón anhela no es una lista de méritos, sino un lugar donde pueda descansar sin tener que demostrar nada.
He conocido personas con vidas admirables por fuera, pero exhaustas por dentro. No porque estén haciendo algo malo, sino porque viven atrapadas en un ciclo donde el “hacer” ha desplazado al “ser”. Se sienten vistas por lo que hacen, pero desconocidas en lo que son. Y eso, con el tiempo, agota.
Esta lógica también puede contaminar la vida espiritual. Sin darnos cuenta, empezamos a pensar que Dios también nos valora según nuestro desempeño. Medimos nuestra cercanía con Él por cuántas veces servimos, por cuán disciplinados somos, por cuán útiles nos sentimos. Pero Dios no busca ejecutivos del Reino. Él llama hijos. Él forma siervos. Él no mira hojas de vida, sino corazones dispuestos.
En Zacarías 4:6, el Señor habla de manera clara a quienes creen que el avance depende de su fuerza: “No es por el poder ni por la fuerza, sino por mi Espíritu, dice el SEÑOR de los Ejércitos Celestiales.” (NTV). El mover de Dios no depende de nuestra eficiencia, sino de nuestra comunión con Él. Lo que nos sostiene no es la intensidad de nuestra agenda, sino la profundidad de nuestra conexión.
Jeremías también nos ofrece una perspectiva distinta. En una época donde reyes, sabios y poderosos se jactaban de sus logros, el profeta escribe: “«Que no se gloríe el sabio de su sabiduría, ni el poderoso de su poder, ni el rico de su riqueza. Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe de conocerme y de comprender que yo soy el SEÑOR, que actúo en la tierra con gran amor, derecho y justicia, pues es lo que a mí me agrada», afirma el SEÑOR.” (Jeremías 9:23–24, NVI). Lo que da valor no es lo que acumulamos, sino a quién conocemos.
Y Pablo, el apóstol incansable, aquel que fundó iglesias, escribió cartas, y enfrentó peligros por Cristo, reconocía con humildad: “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no resultó vana” (1 Corintios 15:10, LBLA). Él entendía que la identidad más profunda del creyente no nace del currículo, sino de la gracia recibida.
Estas verdades nos confrontan, especialmente cuando hemos construido gran parte de nuestra identidad en torno a lo que hacemos. No se trata de despreciar el esfuerzo ni de negar los logros —Dios mismo nos llama a ser buenos administradores de los dones que nos ha dado—. Pero sí se trata de recordar que nuestro valor no está en lo que producimos, sino en lo que somos en Cristo.
Para muchas personas solteras, este proceso es aún más delicado. En una cultura que valora los roles definidos —la pareja, la familia, el título profesional, el estatus social— es fácil sentir que uno tiene que hacer más para compensar lo que “falta”. Pero en el Reino, la plenitud no se mide con las métricas de este mundo. La plenitud se recibe como regalo. Y ese regalo comienza con el reconocimiento de que, aunque todo lo externo cambie, nuestra identidad en Dios permanece.
Volver a lo esencial implica hacer un discernimiento honesto: ¿estoy definiéndome por lo que hago, por lo que tengo, por cómo me perciben… o por quién soy en Él? ¿Mi valor interior cambia cuando no tengo resultados? ¿Puedo descansar incluso si nadie reconoce mi esfuerzo?
Este tipo de preguntas no buscan generar culpa, sino invitar al alma a un reposo más profundo. El reposo de saberse amado sin condiciones. El descanso de no tener que impresionar a nadie, ni siquiera a Dios.
Cristo no fue a la cruz por nuestros logros, sino por nuestro ser. No nos amó porque fuimos eficaces, sino porque fuimos suyos. Y aún hoy, su amor no se basa en nuestros avances, sino en su gracia permanente. Servimos, sí. Damos, sí. Pero desde la plenitud, no desde la ansiedad de querer probar algo.
Dios no quiere una generación de cristianos sobresaturados por tareas religiosas. Él desea hijos y siervos que caminen con Él, no solo que trabajen para Él. Desea formar corazones libres, no esclavos de la autoexigencia. Y eso comienza cuando nos permitimos ser más que lo que hacemos.
Tal vez, en este momento de tu vida, lo más espiritual que puedes hacer no es sumar otra actividad, sino recordar que eres suficiente incluso en el silencio. Tal vez no necesitas un nuevo logro, sino una nueva perspectiva: saberte amado sin condiciones, justo como estás, justo donde estás.
Porque cuando dejamos de buscar consuelo en el currículum, el alma encuentra espacio para habitar de nuevo. Y desde ahí, desde esa identidad restaurada, todo lo demás encuentra su lugar.