“¿Por qué ha de ser borrado el nombre de nuestro padre de su clan, solo por no haber tenido hijos varones? ¡Danos una propiedad entre los familiares de nuestro padre!”
— Números 27:4 (NVI 2022)
No todas las oraciones nacen de un lugar de paz. Algunas brotan de la herida. No todas las súplicas tienen palabras suaves. Algunas traen consigo el filo de lo que no debería ser, pero es. Si lo sabré yo. La traición de la que fui objeto dejó un hueco profundo en mi vida. Me llevo a un lugar donde la súplica no fue suave.
El haber sido acusado falsamente y por consecuencia mi eventual abandono de la que fue mi comunidad espiritual por muchos años dejó en mi alma un profundo anhelo y deseo de pertenecer. Al final del día, fuimos creados para vivir en comunidad.
Las hijas de Zelofejad no estaban haciendo una declaración teológica formal ni presentando una defensa jurídica. Lo que expresaron fue más simple… y más profundo: un clamor. Un reclamo de pertenencia. Un recordatorio de que también ellas eran parte de la historia, aunque el sistema no supiera qué hacer con sus nombres.
Esta historia empieza con una ausencia: la de un varón que, al no existir, deja también en el aire el destino de su linaje. En la lógica de la época, el nombre de un hombre —y con él, su memoria, su dignidad, su historia— se transmitía solo a través de hijos varones. Sin ellos, todo se borraba como arena barrida por el viento.
Pero ellas no aceptaron ese olvido como su destino. Ellas no aceptaron que el silencio decidiera por ellas.
¿Y no es eso lo que tantas veces experimentamos nosotros también? Una estructura que no nos nombra. Un sistema que no nos ve. Una tradición que no anticipó nuestra existencia. Y sin embargo, algo en el alma se levanta —no contra Dios, sino hacia Él. Porque en lo profundo del espíritu humano existe esa certeza silenciosa de que fuimos creados para más que el olvido.
Por eso la súplica de estas cinco mujeres resuena todavía hoy: “Danos una heredad.” No sólo pedían tierra. Pedían lugar. Pedían ser vistas, reconocidas, incluidas. Pedían participar de lo que hasta ese momento se había reservado para otros.
El acto de decirlo en voz alta, en presencia de líderes y del pueblo, fue en sí mismo un acto sagrado. Fue una forma de oración que brota del margen: desde ese lugar donde se entrecruzan el amor a la familia, la fidelidad a Dios y la intuición de que la justicia divina no siempre coincide con las estructuras humanas.
“Danos una heredad” no es sólo una frase del pasado. Es la súplica de todo aquel que ha sido excluido, de toda alma que ha sentido que su nombre no cuenta, que su historia no importa, que su vida no hereda nada. Es el clamor silencioso que atraviesa generaciones y se convierte en oración.
Una oración que abrió un camino…
Donde el alma se atreve a presentar su caso
“Se presentaron ante Moisés, el sacerdote Eleazar, los jefes y toda la comunidad a la entrada de la Tienda de reunión…”
— Números 27:2 (NVI 2022)
No es sencillo acercarse cuando todo en la cultura te ha enseñado a quedarte al margen. No es fácil caminar hacia la Tienda del Encuentro sabiendo que tu presencia allí no ha sido anticipada, que tu voz no es la que suele escucharse en esos espacios, que tu cuerpo mismo contradice las normas invisibles de pertenencia.
Pero ellas se acercaron.
No desde el privilegio. No desde la fuerza. Desde la fidelidad. Desde el deseo de justicia. Desde la confianza —quizás temblorosa— de que Dios podría oírlas, incluso allí donde nadie más lo hacía.
Hay algo profundamente sagrado en el gesto de acercarse. En hebreo, la palabra utilizada es tiqrabnâ, que significa más que un simple movimiento físico. Es una palabra que contiene dentro de sí la intención, el riesgo, la vulnerabilidad. Acercarse implica exponerse. Implica interrumpir el curso normal de las cosas con una presencia que, por sí sola, ya es un testimonio.
En la espiritualidad del desierto, acercarse era siempre un acto cargado de sentido. Nadie entraba a la Tienda de Reunión por inercia. Nadie se acercaba sin ser consciente de que allí habitaba la presencia de Dios. Ese era el lugar donde se discernía lo que no era evidente, donde se buscaba luz para lo que la ley no había contemplado, donde se esperaba que lo humano se alineara con lo divino.
Estas mujeres, al acercarse, no solo presentaban un caso legal. Estaban haciendo algo que muy pocos se atreven a hacer: llevar su historia no resuelta al centro de la comunidad espiritual. No buscaron soluciones por fuera. No rompieron la relación con el pueblo. No abandonaron el pacto. Más bien, caminaron hacia el lugar donde Dios habitaba, con una petición en el corazón y reverencia en los pies.
Moisés no las ignoró. Tampoco dio una respuesta inmediata. No consultó sus propias ideas ni apeló a tradiciones humanas. Hizo lo que los verdaderos líderes espirituales hacen cuando no saben qué hacer: presentó el caso ante el Señor.
Y eso es lo que el alma también está invitada a hacer.
Cuando no entendemos por qué el sistema parece ciego.
Cuando sentimos que nuestra historia no cabe en las categorías heredadas.
Cuando el dolor no encuentra palabras, pero la injusticia es evidente.
Allí, en ese umbral, no se nos pide resolver. Solo acercarnos. Presentar el caso. Esperar la respuesta que solo puede venir de lo alto.