Descubre los secretos: una pregunta que podría cambiarlo todo. (2da Parte)
¿Qué tesoros descubrirá Dios en el tapiz de mi alma?
Os digo que pronto les hará justicia. No obstante, cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra? Lucas 18:8 (LBLA)
En el corazón palpitante de una ciudad bulliciosa, donde el clamor de la vida a menudo ahoga los gritos silenciosos de justicia, surgió una mujer cuya determinación era tan feroz como el sol ardiente. Sus ojos, un espejo de las esperanzas y los sueños que habían sido negados, brillaban con una resolución que no podía extinguirse. Ella se paró, día tras día, en las puertas del poder, su presencia tan inflexible como las montañas, exigiendo que la balanza de la justicia se inclinara a su favor.
El juez, un hombre de estatus e influencia, estaba acosado en su reino de autoridad, sus oídos sintonizados más con los susurros de riqueza que con las súplicas de los oprimidos. Sin embargo, en el río implacable de la persistencia de esta mujer, no encontró ningún alivio. Su voz, aunque pequeña en la gran cacofonía de demandas, atravesó su mente como un canto de verdad, resonando en los pasillos de su conciencia.
Sus súplicas no nacían de un mero deseo, sino de una necesidad: un grito de lo que era correcto en un mundo ensombrecido por la injusticia. Cada día regresaba, imperturbable ante los despidos y el desdén, con su fe como escudo contra las flechas de la indiferencia. Se erguía como un faro de esperanza, un testimonio del poder de la fe inquebrantable frente a la adversidad.
“Concédeme justicia”, imploró, sus palabras como si fuera un mantra, sin embargo era una oración sincera entretejida en la trama de su existencia. En la necesidad de recibir justicia. Impulso natural que surge ante la injusticia.
El juez, cansado de su constancia, se encontró enredado no en los hilos de la compasión, sino en las trampas del interés propio. Calculó el costo de su persistencia, al darse cuenta de que la incomodidad de su presencia continua superaba con creces la facilidad de concederle su pedido. Así, no por rectitud, sino por el deseo de liberarse de su persistente demanda, decidió atender su llamado.
En esta decisión se desplegó la narración divina: una visión del corazón de la humanidad, ensombrecida por la auto-preservación, pero capaz de cambiar. El espíritu inquebrantable de la mujer despertó un destello de justicia, un rayo de esperanza de que incluso los corazones más reservados pueden ser movidos a actuar correctamente, aunque sea por motivos egoístas.
En este relato, vemos la profunda verdad de la sabiduría bíblica, donde la persistencia y la fe revelan las corrientes subyacentes de la intervención divina. Esta historia, arraigada en la parábola de la viuda persistente, nos recuerda que la justicia de Dios prevalece, a menudo de maneras inesperadas, a través de vasos defectuosos pero capaces de llevar a cabo Su voluntad. Dios puede, y de hecho lo hace, usar cualquier circunstánciale, método, y persona para llevar a cabo su perfecta voluntad.
Inspirémonos en la tenacidad de esta mujer, encontremos fuerza en el poder de nuestras oraciones y la determinación de buscar la justicia, confiando en que en las misteriosas obras de lo divino, todas las cosas están orquestadas para el bien nuestro. Independiente de la respuesta divina. El buscar a Dios nos llena de fe, fortaleza, y esperanza. Mientras recorremos este camino terrenal, mi oración es que yo pueda encarnar esa perseverancia, convirtiéndome en canal del amor y la justicia de Dios, reflejando Su gracia ilimitada a un mundo que anhela la redención.
Impulsado por las incesantes mareas de la auto-preservación, este juez eligió un camino aparentemente pavimentado con justicia, pero profundamente arraigado en su propio deseo de paz. Su decisión no nació de una fuente de altruismo, sino de un esfuerzo calculado para eludir el espectro inminente de futuras complicaciones. Aquí radica la paradoja del egoísmo: ocasionalmente da origen a acciones que se alinean con la justicia, aunque sea inadvertidamente.
En el tapiz de la existencia humana, donde los motivos tejen un diseño complejo, la decisión de este hombre se convirtió en un faro de justicia, haciendo eco de la sabiduría bíblica de que incluso los actos más egoístas pueden volverse buenos. Se encontró en una encrucijada, similar al momento en que Moisés se paró frente a la zarza ardiente, donde las irritaciones mundanas de la vida chocaron con la promesa de la simplicidad. Sus decisiones, aunque inicialmente motivadas por el beneficio personal, inadvertidamente sentaron las bases para la justicia, transformando un reino de desorden en uno de orden.
Esta paradoja, muy parecida a la historia de José, que se elevó del pozo de la desesperación a una posición de poder, refleja nuestro propios peregrinar en la tierra. Nosotros también nos encontramos en una encrucijada, donde los límites entre el interés propio y el bien mayor se vuelven indistintos. Es en estos casos que nuestras decisiones, motivadas por el deseo de evitar tribulaciones futuras, pueden alimentar inesperadamente la justicia, corrigiendo injusticias a medida que avanzamos.En realidad, deberíamos de tener un corazón alineado a la justicia de Dios, uno que lata al ritmo de la gracia y la misericordia divinos.
Mientras atravesamos este laberinto de intenciones y resultados, inspirémonos en esta paradoja. Si bien el egoísmo a menudo oscurece nuestro propósito, también puede revelar caminos de rectitud, llevándonos a acciones que resuenan con una brújula moral divina. Al aceptar esta verdad, podemos descubrir que nuestra búsqueda de la auto-preservación cumple un propósito mayor, entrelazando la justicia con la esencia misma de nuestro ser. Es esperanzador el saber que, aún, a pesar de mi naturaleza pecaminosa, Dios decide usarme y extender justicia, gracia, así como misericordia a través de mi. Sea yo consciente o no. Que hermoso es saber esta verdad. Esto nos debe de llevar a estar en sintonía con Dios, y ser mas conscientes, más intencionales, y tener más discernimiento para poder ser una extensión del cielo en la tierra.
La conmovedora pregunta que Jesús hace al final de la parábola del juez injusto, desentraña una verdad fundamental sobre la naturaleza humana y la fragilidad de nuestra fe. “Cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?” Sus palabras nos invitan a reflexionar profundamente sobre nuestra condición espiritual. Si Cristo llamara a la puerta de tu corazón hoy, ¿qué descubriría? ¿Encontraría un santuario de fe firme o una caverna en la que resuena el murmullo de la duda, el egocentrismo, y el egoísmo?
La fe, como la define elocuentemente la Biblia, es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Es una declaración que hacemos a menudo, un credo que profesamos en tiempos de paz. Sin embargo, cuando las implacables tormentas de la vida golpean nuestros muros fortificados, cuando la delicada capa del mundo se hace añicos ante nuestros ojos, nuestras proclamaciones se convierten en susurros de incertidumbre. O así nos parece a nosotros.
¿Con qué frecuencia nos encontramos en medio de la adversidad, cuestionando la presencia misma de Dios? A medida que las pruebas se acumulan y las sombras se ciernen sobre nosotros, ¿se cuela la duda en las grietas donde antes residía la fe? ¿Nos sentimos abandonados, preguntándonos si Dios realmente escucha nuestro clamor, si realmente se preocupa por nosotros? Considera las palabras de Isaías 41:10: “No temas, porque yo estoy contigo; no te desalientes, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré, ciertamente te ayudaré, sí, te sostendré con la diestra de mi justicia.” (LBLA)
El camino de la fe es tumultuoso, marcado por valles de tribulación y cumbres de revelación divina. Es en estos momentos de prueba que se revela la esencia de nuestra fe: un fuego purificador que quema las impurezas y deja tras de sí una fe más pura y resistente. Más arraigada. Santiago 1:2-4 (NTV) nos anima:
“Amados hermanos, cuando tengan que enfrentar cualquier tipo de problemas, considérenlo como un tiempo para alegrarse mucho porque ustedes saben que, siempre que se pone a prueba la fe, la constancia tiene una oportunidad para desarrollarse. Así que dejen que crezca, pues una vez que su constancia se haya desarrollado plenamente, serán perfectos y completos, y no les faltará nada.”
Por eso, debemos preguntarnos: ¿Cómo nutrimos una fe que resista las tempestades de la vida? ¿Cómo cultivamos una confianza en Dios que permanezca inquebrantable en medio de las pruebas? La respuesta está en nuestra voluntad de anclarnos en sus promesas, sumergir nuestro corazón en su Palabra y buscarlo con un compromiso inquebrantable. “Confía en el Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propio entendimiento. Reconócele en todos tus caminos, y Él enderezará tus sendas.” (Proverbios 3:5-6).
Esforcémonos por encarnar la fe que Jesús busca y que el Espíritu Santo produce: una fe que no se expresa simplemente en palabras, sino que se vive; una fe que persevera a través de las dificultades; una fe que, incluso cuando se pone en duda, permanece firme en la seguridad de la presencia y amor eterno de Dios. Seamos los fieles que Él encuentre a su regreso, y que nuestras vidas sean un testimonio de la promesa perdurable de “Emmanuel”, Dios con nosotros, siempre.