Después del Triunfo
Cuidar el corazón: la trampa del efod y la fidelidad cotidiana
Título de la serie: Aquí me quedaré
Subtítulo de la serie: Cuando Dios nos nombra más allá del miedo
Entrada #7
El silencio que sigue a la victoria tiene su propio peligro. No ruge como el enemigo en el valle; susurra. La madrugada después del milagro trae frases que parecen halagos, pero, si no se disciernen, mueven el eje del alma. “Gobierna sobre nosotros… porque nos has librado del poder de los madianitas.”, le dicen a Gedeón (Jueces 8:22, NVI). La tentación no es una espada en la garganta; es una coronación anticipada. ¿Quién no querría asegurar la paz con una mano fuerte? ¿Quién no querría “orden” después del caos? Pero el hombre del lagar —el que aprendió a escuchar— responde con una frase que debería guardarse en la memoria de cualquier victoria: “—Yo no los gobernaré ni tampoco mi hijo. Solo el Señor los gobernará.” (Jueces 8:23, NVI).
En esa línea respira la música del Reino: ya nos gobierna el Señor; todavía esperamos el día en que su gobierno sea todo en todos. Entre el ya y el todavía no, el corazón aprende obediencia. Por eso lo más importante, al borde de cualquier triunfo, no es asegurar estructuras sino custodiar la rendición: recordar que lo que comenzó con una palabra (“El Señor está contigo”) y se confirmó con una llama sobre la roca, no puede terminar en un trono hecho a la medida del héroe. Cuando el Nombre ocupa el centro, la victoria conserva su aroma a gracia; cuando el héroe ocupa el centro, la victoria se vuelve souvenir y, al poco tiempo, ídolo.
Gedeón rehúsa la corona, pero cede en una petición que parece pequeña: “que cada uno de ustedes me dé un anillo de lo que les tocó del botín.” ( Jueces 8:24, NVI). Con el oro “Gedeón hizo un efod, que puso en Ofra, su ciudad.” (Jueces 8:27, NVI). No fue un altar para la presencia; fue un objeto que capturó miradas. Lo que pretendía ser un recuerdo piadoso se convirtió en imán de devociones torcidas: “Todo Israel se prostituyó al adorar allí el efod, el cual se convirtió en una trampa para Gedeón y su familia.” (Jueces 8:27, NVI). Qué misterio más fino: lo que recordaba el obrar de Dios terminó compitiendo con Dios. La trampa no nació en un templo de Baal, sino en la casa del caudillo que había dicho “el Señor los gobernará”.
Esto nos alcanza de lleno. No solemos fundir efods, pero sí sabemos convertir en fetiche el instrumento que Dios usó: la estrategia que funcionó, la plataforma que creció, el número que maravilló, la anécdota que nos dio fama. Cuando el signo se vuelve centro, el corazón se desordena. “Los madianitas fueron sometidos delante de los israelitas y no volvieron a levantar cabeza. Y durante cuarenta años, mientras vivió Gedeón, el país tuvo paz.” ( Jueces 8:28, NVI). Paz larga, sí; pero paz con un efod en la plaza. La Escritura no embellece ese paisaje: sabe que el objeto brillante puede ir comiéndose la memoria hasta dejarla hueca.
La escena cambia cuando el líder muere: “En cuanto murió Gedeón, los israelitas volvieron a prostituirse ante los ídolos de Baal. Erigieron a Baal Berit como su dios” (Jueces 8:33, NVI). La frase siguiente pesa como piedra sobre la conciencia: “y se olvidaron del Señor su Dios, que los había rescatado del poder de todos los enemigos que los rodeaban. También dejaron de mostrarse bondadosos con la familia de Yerubaal, es decir, Gedeón, conforme a todo lo bueno que él había hecho por Israel.” (Jueces 8:34–35, NVI). Olvido de Dios, ingratitud con las personas: así se deshilacha la fidelidad cuando lo central se sustituye por lo llamativo.
¿Qué hacemos con este espejo? Primero, nombrar nuestros efods. No desde culpa nebulosa, sino con precisión amorosa. ¿Qué objeto, logro o método compite hoy con la sencillez de mirar al Señor? ¿Qué práctica útil se volvió pedestal? Ponerle nombre ya es quitarle poder. Segundo, moverlo de lugar: lo que ocupa la plaza debe volver al depósito. Lo que en su hora sirvió, ahora no puede gobernar. Tercero, volver a levantar altar —no objeto—: un espacio real de encuentro que no roba la mirada, sino que la dirige. En términos cotidianos, esto puede ser tan simple como reabrir la Escritura con hambre y sin prisa; recuperar la mesa familiar como lugar de bendición y memoria; reinstalar una liturgia pequeña y constante de gratitud que nos recuerde a quién pertenece la gloria.
Hay otra línea que pide cuidado: “Yo no los gobernaré... Solo el Señor los gobernará.” (Jueces 8:23, NVI) no es una renuncia al liderazgo; es una renuncia a la usurpación. La Escritura no demoniza la autoridad; la encuadra. Liderar en el Reino no es colocar mi nombre en el centro, sino proteger el centro para el Nombre. Por eso, después de la victoria, quizá la oración más sabia es: guárdanos de administrar tu obra con mi ego. El “ya” del gobierno de Dios nos llama a estructuras sobrias, transparentes, que sirvan a su pueblo; el “todavía no” nos mantiene humildes: ninguna estructura pasará la eternidad; solo la presencia.
La paz de cuarenta años enseña también a no confundir duración con dirección. Podemos sostener temporadas largas de calma y, sin embargo, incubar un efod. El antídoto no es paranoia, sino memoria. “y se olvidaron del Señor su Dios…” (Jueces 8:34, NVI): olvidar es el primer acto de apostasía. Por eso la vida del Espíritu nos devuelve a ritmos simples que guardan la memoria: contar diariamente la fidelidad (aunque sea en tres renglones), dar gracias en voz alta, registrar con otros cómo nos libró de “enemigos en derredor”. La gratitud compartida es mejor que un efod: no se exhibe; se celebra.
Hay una esperanza mayor latiendo aquí. Si el pueblo pide un rey y el caudillo rehúsa, el texto nos empuja la mirada hacia adelante: necesitamos un Rey cuyo corazón no se desvíe, un gobierno que no compita con la presencia, una autoridad que no levante efods para retener la gloria. Ese Rey ya habló y habla hoy; reina ya en medio de su pueblo cuando obedecemos; y vendrá el día —todavía no— en que su gobierno llenará la tierra. Mientras tanto, la fidelidad se practica con acciones pequeñas: desarmar los efods que fabricamos y volver a la mesa donde la paz se aprende sin brillos.
Quizá lo más difícil de este capítulo es aceptar que la trampa nació “en Ofra, su ciudad.” (Jueces 8:27, NVI). No lejos, no en el mundo, no en “ellos”, sino en casa. Pero justo ahí opera la gracia: donde nos descubrimos torcidos, el Señor vuelve a hablar. No nos invita a nostalgia, sino a conversión. No nos reclama trofeos, sino obediencia. Si algo debe caer, que caiga; si algo debe recordarse, que se recuerde; si alguien merece la gloria, que la tenga. El futuro de la comunidad no depende de mantener brillante un efod, sino de mantener encendida la memoria de su Nombre.
Termino con una práctica concreta para esta semana. Pide al Señor que te muestre un “arete de oro” que Él te pide soltar. Escríbelo. Pregúntate qué función ocupa: ¿seguridad, identidad, aplauso? Entrégalo. Luego decide un gesto que reinstale el altar, no el objeto: una lectura en calma de la Palabra, una comida compartida como memorial, una confesión honesta con dos hermanos. Termina cada día con esta frase en voz baja: “Tú nos gobiernas”. Deja que ese hilo vaya tejiendo otra vez la plaza interior.
Caminemos así, juntos, como la iglesia en general: una familia extendida que cuida el corazón más que los trofeos, que nombra y derriba sus efods, que honra la memoria de Dios y la gratitud con las personas. Que nuestras plazas vuelvan a ser lugares de encuentro y no vitrinas. Que, después de cualquier victoria, se nos oiga repetir —sin prisa y con verdad—: “Yo no los gobernaré... Solo el Señor los gobernará.” (Jueces 8:23, NVI). Y que esa confesión sostenga nuestra paz hoy, mientras esperamos la plenitud de su gobierno mañana.



