Donde el alma se atreve a presentar su caso
Cuando la justicia de Dios comienza con un paso valiente hacia Su presencia
Donde el alma se atreve a presentar su caso
“Las cinco se acercaron a la entrada de la Tienda de reunión para hablar con Moisés y el sacerdote Eleazar, y con los jefes de toda la comunidad.”
— Números 27:2 (NVI 2022)
No es sencillo acercarse cuando todo en la cultura te ha enseñado a quedarte al margen. No es fácil caminar hacia la Tienda del Encuentro sabiendo que tu presencia allí no ha sido anticipada, que tu voz no es la que suele escucharse en esos espacios, que tu cuerpo mismo contradice las normas invisibles de pertenencia.
Pero ellas se acercaron.
No desde el privilegio. No desde la fuerza. Desde la fidelidad. Desde el deseo de justicia. Desde la confianza —quizás temblorosa— de que Dios podría oírlas, incluso allí donde nadie más lo hacía.
Hay algo profundamente sagrado en el gesto de acercarse. En hebreo, la palabra utilizada es tiqrabnâ, que significa más que un simple movimiento físico. Es una palabra que contiene dentro de sí la intención, el riesgo, la vulnerabilidad. Acercarse implica exponerse. Implica interrumpir el curso normal de las cosas con una presencia que, por sí sola, ya es un testimonio.
En la espiritualidad del desierto, acercarse era siempre un acto cargado de sentido. Nadie entraba a la Tienda de Reunión por inercia. Nadie se acercaba sin ser consciente de que allí habitaba la presencia de Dios. Ese era el lugar donde se discernía lo que no era evidente, donde se buscaba luz para lo que la ley no había contemplado, donde se esperaba que lo humano se alineara con lo divino.
Estas mujeres, al acercarse, no solo presentaban un caso legal. Estaban haciendo algo que muy pocos se atreven a hacer: llevar su historia no resuelta al centro de la comunidad espiritual. No buscaron soluciones por fuera. No rompieron la relación con el pueblo. No abandonaron el pacto. Más bien, caminaron hacia el lugar donde Dios habitaba, con una petición en el corazón y reverencia en los pies.
Moisés no las ignoró. Tampoco dio una respuesta inmediata. No consultó sus propias ideas ni apeló a tradiciones humanas. Hizo lo que los verdaderos líderes espirituales hacen cuando no saben qué hacer: presentó el caso ante el Señor.
Y eso es lo que el alma también está invitada a hacer.
Cuando no entendemos por qué el sistema parece ciego.
Cuando sentimos que nuestra historia no cabe en las categorías heredadas.
Cuando el dolor no encuentra palabras, pero la injusticia es evidente.
Allí, en ese umbral, no se nos pide resolver. Solo acercarnos. Presentar el caso. Esperar la respuesta que solo puede venir de lo alto.
La justicia que nace en el corazón de Dios
“«Lo que piden las hijas de Zelofejad es algo justo, así que debes darles una propiedad entre los parientes de su padre. Traspásales a ellas la heredad de su padre.”
— Números 27:7 (NVI 2022)
La justicia de Dios no nace del deber, sino del amor. No se impone por jerarquía, sino que brota desde su corazón compasivo como una fuente que nadie puede contener. En este pasaje, lo que se desvela no es simplemente una decisión legal, sino la revelación íntima de cómo Dios mira el mundo.
La voz de Dios no retumba con juicio. Habla con afirmación: “Lo que ellas dicen… es justo.” Es como si el Creador confirmara que hay momentos en que el alma humana, al ser movida por la verdad, llega a ver las cosas como Él mismo las ve.
La respuesta divina no solo reconoce la legitimidad del pedido; lo transforma en principio eterno. Lo que comenzó como una súplica personal, se convierte en una ley que resguarda a futuras generaciones. Así es Dios: acoge lo pequeño y lo convierte en semilla para muchos.
Aquí, la justicia no es el castigo del culpable, sino el consuelo del desposeído. Dios no reacciona con defensas teológicas ni cita precedentes. No protege la tradición por encima de las personas. Simplemente dice: “Lo que ellas piden… es justo.”
Esa palabra —justo— no es una categoría fría ni un tecnicismo legal. En hebreo, la raíz tsedeq (צֶדֶק) connota armonía, equidad, restauración. No es justicia en el sentido punitivo occidental. Es justicia como sanidad. Justicia como reconciliación del alma con su lugar en el mundo. Justicia como acto de ternura que repara lo que estaba mal ordenado.
Y lo hermoso de esta escena es que nadie pierde. No se le quita nada a nadie para otorgar esta herencia. Al contrario: se restaura el orden quebrantado por una omisión cultural. Dios no necesitó derribar a nadie para levantar a estas cinco mujeres. Solo tuvo que hablar.
Esa es la justicia del Reino: no impone. Ilumina. No destruye estructuras por rabia, sino que las abre con amor para que otros puedan entrar.
¿Y si esta historia nos enseñara a ver la justicia no como una espada, sino como un tejido? Un entrelazado de voces que por mucho tiempo fueron ignoradas, pero que el Espíritu, con infinita delicadeza, empieza a tejer en el centro de la comunidad.
Cuando Dios habla, todo cambia. No por miedo, sino por belleza. Lo justo no es solo lo que corrige lo torcido, sino lo que refleja su bondad.
Y cuando una palabra de justicia nace del corazón de Dios, la heredad llega a quienes antes no tenían nombre.