Donde la Luz Hace Sombra
Esperar al Rey justo bajo la nube y el fuego que nos guardan en lo incompleto
Jueves antes del Segundo Domingo de Adviento.
La ciudad sigue su curso como si nada: tráfico, mensajes sin responder, pendientes acumulados, titulares que hablan de violencia, corrupción, cansancio. Pero en el corazón de la Iglesia —esa Iglesia dispersa en barrios, departamentos, pueblos, comunidades rurales, pequeñas congregaciones y templos improvisados— hoy se abre una palabra antigua que vuelve a sonar nueva: la espera de un Rey justo, la promesa de un refugio que no construimos nosotros, una nube y un fuego que nos cubren mientras todo sigue incompleto.
El salmo de este día nos pone una oración en los labios, una que quizá nunca habíamos orado con tanta urgencia: “Oh Dios, da Tus juicios al rey, y Tu justicia al hijo del rey.” (Salmo 72:1, NBLA). No es un deseo genérico por “buen gobierno”; es un clamor por un Rey que reciba de Dios mismo el don de juzgar rectamente, de gobernar con justicia a los que no tienen voz, a los que cargan la aflicción como un peso diario. El salmista sueña con un gobernante que haga lo que tantos líderes humanos han prometido sin lograr: “Juzgue él a Tu pueblo con justicia, y a Tus afligidos con equidad.” (Salmo 72:2, NBLA). Adviento nos pone frente a esa tensión: conocemos el nombre de ese Rey, hemos escuchado sus palabras, leemos sus historias… y sin embargo el mundo sigue lleno de injusticia. El Reino ya comenzó, pero todavía no llena todo.
El mismo salmo usa una imagen que casi se siente ingenua en un planeta en crisis: “Florezca la justicia en sus días, y abundancia de paz hasta que no haya luna.” (Salmo 72:7, NBLA). Florecer y abundancia de paz. Uno mira alrededor y ve más bien escasez de paz: familias fragmentadas, iglesias heridas, corazones que han aprendido a vivir a la defensiva. Tal vez por eso la oración de Adviento no es un eslogan optimista, sino un ruego humilde. Le decimos a Dios: tú prometiste un Rey así; nosotros no sabemos producirlo ni sostenerlo. Ven tú a gobernar, a enderezar lo torcido, a levantar lo que ya no tenemos fuerzas de levantar.
Luego Isaías entra en escena con una imagen extraña y hermosa. No comienza describiendo instituciones reformadas ni estructuras perfectas, sino algo que brota: “En aquel día el Renuevo del Señor será hermoso y glorioso, y el fruto de la tierra será el orgullo y el adorno de los sobrevivientes de Israel” (Isaías 4:2 NBLA). Renuevo. Algo pequeño, aparentemente frágil, que sin embargo nace de Dios. Algo que germina después del juicio, después de la limpieza, después de que muchas cosas han sido removidas. El profeta no niega la dureza del fuego purificador; habla de “la inmundicia de las hijas de Sion” y de “la sangre derramada de en medio de Jerusalén”, que serán lavadas “con el espíritu del juicio y el espíritu abrasador” (Isaías 4:4, NBLA). No es una Navidad de luces suaves sin cruz ni confrontación. Es una promesa que pasa por la verdad: Dios limpia lo que nosotros hemos ensuciado.
Y sin embargo, después de la limpieza, viene el refugio. Isaías anuncia que “sobre toda la gloria habrá un dosel.” (Isaías 4:5, NBLA). La imagen se vuelve casi litúrgica: una nube durante el día, un resplandor de fuego durante la noche, como en el éxodo, cuando el pueblo caminaba en medio del desierto y la presencia de Dios era al mismo tiempo guía y sombra, luz y protección. Y entonces el profeta dice algo que resuena en este jueves de Adviento: “Será un cobertizo para dar sombra contra el calor del día, y refugio y protección contra la tormenta y la lluvia.” (Isaías 4:6 NBLA). Eso es Adviento: vivir en un mundo donde todavía hay tormenta y calor abrasador, pero bajo un cobertizo que no diseñamos nosotros, un refugio que no nace de nuestras estrategias, sino de la presencia de Dios que se queda.
Mientras tanto, en el libro de los Hechos, encontramos a un grupo pequeño en un cuarto cerrado. Jesús ha ascendido. La promesa del Espíritu está hecha, pero aún no se cumple. Están entre la partida y la llegada, en ese intervalo incómodo donde nada parece suceder y, sin embargo, todo se está preparando. “Entonces los discípulos regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos… Cuando hubieron entrado en la ciudad, subieron al aposento alto donde estaban hospedados…” (Hechos 1:12-13, NBLA). Y allí, en ese espacio intermedio, no se dispersan, no corren a distraerse: “Todos estos estaban unánimes, entregados de continuo a la oración junto con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con Sus hermanos.” (Hechos 1:14, NBLA).
Advento se parece a ese cuarto. Hay promesas, pero no plenitud. Hay recuerdos vivos de lo que Él hizo, pero también un desconcierto honesto: ¿y ahora qué sigue? En ese contexto, la comunidad tiene que tomar una decisión concreta: elegir a alguien que ocupe el lugar de Judas. No es un detalle administrativo; es un acto profundamente espiritual. Escuchamos su oración: “«Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muéstranos a cuál de estos dos has escogido” (Hechos 1:24, NBLA). No deciden desde la ansiedad ni desde el cálculo frío: deciden desde la confianza en el Dios que ve lo que ellos no ven. También eso es Adviento: elegir, discernir, esperar, tomar decisiones, pero bajo la nube y el fuego de la presencia.
En medio de estas lecturas, hoy la Iglesia nos da una oración que no nació ayer, pero que describe exactamente el anhelo de este tiempo. La hacemos nuestra en español, dejándonos llevar por su cadencia como quien se deja arrullar por una canción antigua:
“Dios todopoderoso, concédenos la gracia para desechar las obras de las tinieblas y revestirnos de la armadura de la luz, ahora, en el tiempo de esta vida mortal en la que tu Hijo Jesucristo vino a visitarnos en gran humildad; para que en el último día, cuando Él vuelva de nuevo con majestuosa gloria para juzgar a los vivos y a los muertos, resucitemos a la vida inmortal; por Él, que vive y reina contigo y con el Espíritu Santo, un solo Dios, ahora y por siempre. Amén.”
Esta oración toma todo lo que venimos contemplando y lo sostiene en una sola frase larga, casi como un suspiro extendido. Reconoce que hay “obras de las tinieblas” que seguimos cargando; no idealiza nuestra condición. Pide gracia, no fuerza de voluntad. Nos invita a “revestirnos de la armadura de la luz”, lenguaje que sabe de conflicto, de lucha interior y exterior. Y al mismo tiempo confiesa dos venidas: una ya sucedió —Jesús vino “en gran humildad”— y otra todavía esperamos —cuando Él venga “con majestuosa gloria” y nos levante “a la vida inmortal”. Entre esas dos venidas vivimos ahora, bajo la sombra de una luz que ya amaneció, pero que todavía no llega al mediodía.
Cuando permitimos que este tejido de textos y oración nos envuelva, algo comienza a cambiar en la forma en que miramos nuestro propio día. Tal vez hoy te sientes más cerca de los “afligidos” del salmo que de los que disfrutan de paz abundante. Tal vez, al escuchar sobre el “Renuevo del Señor”, piensas: yo no veo renuevos en mi vida, solo troncos secos. O quizá te identificas con esa comunidad en Hechos, encerrada, esperando algo que no termina de llegar, sintiendo el peso de decisiones que no sabes cómo tomar. Adviento no te exige que pretendas lo contrario. Más bien te invita a traer esa verdad al espacio de la oración, a nombrarla delante de Aquel que conoce “los corazones de todos” (Hechos 1:24, NBLA).
Bajo la nube y el fuego de Dios, la vida no se vuelve mágicamente fácil, pero se vuelve sostenida. La justicia del Rey no se ve todavía en todas partes, pero comienza a brotar en gestos concretos: una decisión honesta en el trabajo, una reconciliación buscada, una palabra de consuelo ofrecida cuando preferirías guardar silencio, un “perdóname” pronunciado con sinceridad. Allí, en esos actos pequeños, el Renuevo se hace visible. Allí, como dice el salmista, “Brindarán los montes la paz al pueblo y las colinas, la justicia.” (Salmo 72:3, NVI), no porque el paisaje haya cambiado, sino porque la presencia del Rey justo comienza a tocarlo todo.
Y mientras tanto, no esperamos solos. Aunque nuestras comunidades tengan estilos distintos, lenguajes litúrgicos diferentes, formas variadas de cantar y de orar, en este tiempo nos sabemos parte de una misma realidad: un pueblo que se reúne —en casas, en salas rentadas, en catedrales, en patios al aire libre— y se mantiene entregado “de continuo a la oración” (Hechos 1:14, NBLA), clamando por el mismo Rey, confiando en el mismo Espíritu, buscando la misma luz que hace sombra. Juntos, como un solo cuerpo extendido a través de la historia y del mundo, nos dejamos cubrir por ese dosel que Isaías vio a lo lejos, por ese cobertizo que protege del calor y de la tormenta.
Hoy, en este jueves antes del segundo domingo de Adviento, quizá no veas aún la plenitud de lo prometido. Pero puedes hacer algo profundamente significativo: entrar en la nube, quedarte bajo el fuego, abrir las manos y repetir, con la Iglesia entera, esta oración: “Dios todopoderoso, concédenos la gracia para desechar las obras de las tinieblas y revestirnos de la armadura de la luz…”. Y mientras las palabras reposan en tu boca y en tu pecho, recordar que el Rey justo ya ha venido, que su Renuevo ya está brotando, y que un día —en la majestuosa gloria que todavía no vemos— esa luz que hoy hace sombra cubrirá por completo todo lo que ahora sentimos tan vulnerable.



