El Antídoto que Llega Cuando el Alma Tiembla
La amistad como lugar donde Dios cura silencios, derrumbes y caminos incompletos
Hay antídotos que nacen de procesos largos, y otros que llegan como regalos inesperados de la gracia. A veces Dios responde con puertas que se abren; otras veces con silencios que nos obligan a escuchar; y otras, con personas. Con rostros concretos, abrazos concretos, voces que sostienen cuando las palabras se quiebran. Yo no sabía que la amistad podía convertirse en una forma de provisión divina hasta que la necesitaba más que nunca. La Biblia dice que el que quiere tener amigos debe mostrarse amigo, pero con los años he aprendido que también es cierto que el que quiere sobrevivir ciertas etapas de la vida necesitará, tarde o temprano, una amistad que lo mire como Dios lo mira: con verdad, con gracia y con una esperanza que no viene del mundo. Y esa esperanza, en mi propia historia, llegó envuelta en dos personas cuyos nombres aún pronuncio con gratitud.
Con el tiempo entendí que la sabiduría para elegir amistades es parte de honrar a Dios. No se trata solo de buscar gente moralmente recta, sino gente cuyo corazón responde a la voz del Señor incluso cuando el mundo entero dice lo contrario. La Escritura recuerda: “El que anda con sabios será sabio, pero el compañero de los necios sufrirá daño.” (Proverbios 13:20, NBLA). Y uno no termina de comprender cuánta verdad hay en ese proverbio hasta que tropieza donde nunca pensó caer, o hasta que se encuentra en el borde de una decisión que revela quién está realmente caminando a tu lado.
Yo crecí en la iglesia. Escuché desde niño que “en todo tiempo ama el amigo” (Proverbios 17:17), pero la madurez espiritual me enseñó que ese versículo es más profundo de lo que parece. El hebreo sugiere algo así como: un amigo ama en todo tipo de tiempos, en los que fortalecen y en los que desgarran, en los días luminosos y en los que pareciera que Dios mismo cerró las cortinas del cielo. Un amigo verdadero no solo está: permanece. Camina cuando tú ya no puedes. Espera cuando tú estás alejado. Te rescata cuando tú no sabes ni por dónde empezar a confesar que te perdiste. Cuando el Reino se siente cercano y cuando el Reino parece retrasarse más de lo que tu corazón puede tolerar. Esa es la tensión del ya pero todavía no que aprendemos a vivir, no solo con Dios, sino también con las personas que Él pone como faros en medio del trayecto.
Hace algunos años estaba comprometido. Todo estaba listo: la boda, la recepción, la luna de miel. Habíamos llegado al punto donde solo quedaba entregar los papeles en el registro civil. Tres días antes de hacerlo, Dios habló. No con trueno. No con urgencia. Pero sí con una claridad que me atravesó. Había iniciado esa relación sin escuchar la voz del Señor, aferrándome más a mis emociones que a Su voluntad. Y con el tiempo, esa falta de alineación espiritual comenzó a manifestarse como inquietud, como incomodidad, como esa suave insistencia del Espíritu que no grita, pero no se va. Mientras más avanzaba la relación, más evidente se hacía que yo estaba caminando hacia un futuro para el que Dios no me estaba enviando.
Fue una decisión muy difícil. No solo emocional: espiritual. Cancelar algo tan grande, tan público y tan costoso, era admitir que había pecado. Que había actuado desde mi deseo y no desde la obediencia. Que había permitido que mi necedad tomara decisiones que no tenían permiso para tomarse. Y, sobre todo, que había herido el corazón de una hija de Dios.
Cuando tomé la decisión aquel sábado, sentí que el alma se me partía. La tristeza no solo venía del duelo amoroso, sino del dolor de ver mi propio corazón a contraluz y descubrir que la rebeldía también puede disfrazarse de buenas intenciones. Sentí vergüenza. Sentí culpa. Y cuando el pecado muestra su factura, uno descubre que su precio es mucho más alto de lo que estaba dispuesto a pagar. La gente habló. Mucho. Me llamaron irresponsable, inmaduro, poco hombre, inestable emocionalmente. Algunos incluso inventaron teorías sobre mi orientación sexual. Cuando uno camina fuera de la voluntad de Dios, la caída nunca viene sola: viene rodeada del ruido de las opiniones humanas.
Y en medio de todo ese ruido, llamé a mi amigo.
No porque él tuviera una solución, sino porque sabía que podía mostrarle mi alma sin miedo a ser despedazado. Le conté todo. Abrí mi corazón con una vulnerabilidad que me temblaba en la voz. Y él escuchó. Habló verdad. Me confrontó con amor. No minimizó mi pecado, pero tampoco me condenó. Simplemente me recordó—una y otra vez—que aunque había pecado, la misericordia de Cristo era más grande que mi vergüenza.
Entre ese sábado y ese domingo tuvimos múltiples llamadas. Eran largas, necesarias, limpias. El lunes me llamó temprano y me dijo: “Vente a Hermosillo. Vente ahora.” Esa misma semana tomé un avión. Yo era una mezcla de cansancio, arrepentimiento, confusión y una necesidad profunda de encontrar a Dios en medio del colapso. Al bajar del avión lo vi esperándome. Sonrió como siempre. Me abrazó fuerte. Me dijo: “Chacho, te amo. Pero más te ama Dios.” Y mis fuerzas simplemente se derrumbaron. Lloré. No porque su abrazo resolviera algo, sino porque su abrazo me recordó que no estaba caminando solo hacia la restauración.
Veinte minutos después llegamos a su casa. Su esposa abrió la puerta, me vio, abrió sus brazos y dijo: “Eres muy amado.” Y yo, que había intentado mantener algo de compostura, ya no pude más. Era como si Dios usara dos voces humanas para decirme: No te descalifiqué. No te solté. No te pierdo.
Durante esos días aprendí que una amistad sabia está hecha de gracia, pero también de verdad. De acompañamiento, pero también de corrección. Una amistad que honra a Dios se convierte en un lugar donde la presencia divina se experimenta no sólo en oración, sino en la sonrisa, en la mesa compartida, en el silencio que acompaña el llanto, en el consejo que apunta de regreso a Cristo. “Fieles son las heridas del amigo” (Proverbios 27:6, NBLA), y lo comprobé en cada conversación. En cada mirada que decía: No estás destruido. Solo estás siendo reconstruido. En cada palabra que insistía en que el arrepentimiento no es un abismo sino un puente.
De ellos aprendí que la privacidad es sagrada, mientras que los secretos destruyen. La privacidad surge de la sabiduría; los secretos vienen de la vergüenza. Una amistad de Dios honra la privacidad, no como un escondite, sino como un altar donde el alma puede presentarse sin máscaras y sin miedo a ser traicionada. Es un espacio donde el pecado no se normaliza, pero el pecador sí es abrazado. Donde el consejo fluye con dulzura, porque nace del amor y no del control. “El ungüento y el perfume alegran el corazón, y dulce para su amigo es el consejo del hombre.” (Proverbios 27:9, NBLA). Y esa dulzura no es superficialidad emocional; es una operación espiritual donde Dios mismo fortalece a través de la presencia de otros.
Ellos me enseñaron que un amigo que honra a Dios también honra tu proceso. Camina contigo cuando no entiendes lo que Dios está haciendo. Te recuerda que lo que hoy duele no es el final. Que lo que parece pérdida puede convertirse en una puerta. Que el Reino que esperas ya empezó, aunque todavía no está completo. Y que ese “todavía no” no es un castigo, sino un tiempo donde Dios forma, pule, limpia, renueva. A veces a solas. A veces a través de otros.
Una amistad elegida en la voluntad de Dios no te aísla: te integra. No te esconde: te expone a la luz con misericordia. No te apaga: te guía a la voz que te llama por tu nombre. Y te recuerda, una y otra vez, que no naciste para caminar solo. Que no estás diseñado para sobrevivir sin comunidad. Que incluso en el dolor, Dios teje nuevas historias usando hilos humanos que Él mismo ha enviado.
Hoy puedo decir que gracias a Esteban y Abigail entendí una dimensión del amor cristiano que antes no comprendía. No porque hicieran algo extraordinario, sino porque estuvieron. Permanecieron. Guardaron. Corrigieron. Sostuvieron. Y en todo eso, Dios habló.
Y creo firmemente que ese tipo de amistad es un reflejo pequeño, muy pequeño, de la forma en que Dios mismo trata a Su pueblo. En el espíritu universal de la Iglesia, donde cada generación ha sido sostenida por la gracia que pasa de unos a otros, seguimos descubriendo que las relaciones son un medio de presencia divina. No perfectas, pero sí redentivas. No libres de dolor, pero cargadas de gloria. No siempre fáciles, pero siempre necesarias. Porque la gracia que nos alcanza muchas veces tiene forma de hombro, de voz, de abrazo, de compañía.
Que Dios nos conceda amistades así. Y que también nos conceda ser ese tipo de amigo para alguien más.



