El Nombre que Nos Habita
Un hilo de amor que desciende del Padre y nos forma a la imagen del Hijo
“Yo les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer, para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos.”
—Juan 17:26 (LBLA)
A veces el día amanece con una frase que no busca argumentos, solo pide espacio. La leo y me quedo quieto, como quien escucha un río detrás de una pared. Respiro lento para que no se me escape el sentido. “Yo les he dado a conocer tu nombre…” No suena a doctrina, suena a hogar. Cuando Jesús dice “nombre”, algo en mí baja las defensas: no me está invitando a entender una idea, me está conduciendo a la intimidad de Aquel que se deja conocer. Y cuando añade “y lo daré a conocer”, descubro un presente continuo que atraviesa cada estación: la revelación del Padre en el Hijo no se extingue; sigue llegando como luz que se filtra por las cortinas en la primera hora.
Pienso entonces en la segunda mitad de la oración: “para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos”. Permanezco allí un momento, porque esa afirmación cambia la temperatura del alma. El amor que vibra entre el Padre y el Hijo no me visita para tocar la puerta y retirarse; entra, se sienta, acomoda la mesa. “…el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado.” (Romanos 5:5, LBLA). No es un préstamo condicionado. Es una corriente que nace en Dios y encuentra cauce en la historia humana, en mi historia. Cada vez que escucho la voz de Jesús en el Evangelio, ese cauce se ensancha un poco más.
Cierro los ojos. Pido que la frase no solo me guste, sino que me transforme. Porque si el nombre del Padre se revela en Jesús, entonces el propósito es formación, no simple información. “Pero nosotros todos… estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu.” (2 Corintios 3:18, LBLA). En el fondo sé que mi hambre no se sacia con explicaciones; anhelo ser cambiado. Quiero aprender a vivir desde dentro, donde Cristo habita. “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20, LBLA). Me digo esto como quien pone una mano sobre el pecho para recordar el compás. La vida nueva no comienza con una lista; comienza con una Presencia.
Abro los ojos y vuelvo a la frase. Me pregunto cómo suena en la casa, en la calle, en el trabajo, en el cansancio cotidiano. “…y vendremos a él, y haremos con él morada.” (Juan 14:23, NBLA). La promesa es morada. Una estancia real donde el amor del Padre toma forma de paciencia en el tráfico, de mansedumbre ante la palabra dura, de templanza cuando los temores amenazan con decidir por mí. No necesito fabricar heroísmos; necesito permanecer. “Permanezcan en mí y yo permaneceré en ustedes.” (Juan 15:4, NVI). La rama no agoniza por dar fruto: se queda unida, y la savia hace lo que sabe hacer.
En ese permanecer reconozco una tensión que me sostiene: el Reino está aquí y, al mismo tiempo, lo espero. Camino con los pies en el polvo y el corazón orientado a la promesa. “…el reino de Dios está entre ustedes.” (Lucas 17:21, NVI), y cada día digo “venga tu Reino” (Mateo 6:10, NVI). Aprendo a vivir en esa cuerda, sin huir hacia el futuro ni quedarme pegado al pasado. Lo que Cristo empezó en mí ya es real; lo que Cristo terminará supera mis palabras. “Estoy convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús.” (Filipenses 1:6, NVI). Esta certeza me concede una mansedumbre nueva: no tengo prisa por llegar ni resignación para quedarme inmóvil. Espero trabajando, obedezco descansando.
A veces, sin embargo, tropiezo con una objeción que vuelve como eco: ¿y si no merezco ese amor? No discuto con la objeción; la dejo hablar. Y allí mismo respondo con la Escritura que he guardado en la memoria: “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3, NBLA). No encuentro en el texto una cláusula que me descalifique en mis días más torpes. Encuentro fidelidad. “el Señor tu Dios, está en medio de ti… se alegrará por ti con cantos” (Sofonías 3:17, NVI). Cuando imagino a Dios, el Hijo me corrige el rostro del Padre: no un ceño apretado, sino una alegría que canta. Ese canto no cancela su santidad; la muestra. El fuego que purifica surge del mismo amor que abraza. Por eso la invitación no se reduce a sentir; me llama a renovar la mente. “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cómo es la voluntad de Dios: buena, agradable y perfecta.” (Romanos 12:2, NVI). Cada vez que entrego una costumbre vieja, encuentro espacio para una obediencia recién nacida.
Esta revelación alcanza su plenitud cuando se comparte. Nadie aprende a ser hijo entre paredes solas; la mesa del Padre reúne. “Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas y así cumplirán la ley de Cristo.” (Gálatas 6:2, NVI). El amor que recibo busca una salida. A veces es un mensaje que alivia; otras veces, un silencio que acompaña; otras, una visita que levanta. “Pues por precio habéis sido comprados; por tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” (1 Corintios 6:20, LBLA). Allí la santidad deja de parecer una talla inalcanzable y se convierte en hábitos concretos: un hablar limpio, un trabajo honesto, una mesa abierta. Cuando el nombre del Padre se hace audible en mis gestos, la incredulidad pierde fuerza. Porque la belleza, cuando es verdadera, convence.
También pienso en el dolor, porque nadie avanza sin cicatrices. En esos días la promesa toma otro brillo. “»Vengan a Mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar.” (Mateo 11:28, NBLA). Las palabras no arreglan las pérdidas ni aceleran duelos; lo que sí hacen es sostener. Y en ese sostén, la identidad se afirma donde importa. “¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos!… cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es.” (1 Juan 3:1–2, NVI). Aquí vuelve la cuerda del “ya” y el “todavía no”: hoy me sé hijo; mañana seré semejante. Hoy camino por fe; mañana veré con claridad. Esta esperanza no funciona como evasión; funciona como aire.
“Él es el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza…” (Hebreos 1:3, LBLA). Vuelvo al rostro de Jesús para no perderme en mis proyecciones. Si busco comprender al Padre, contemplo al Hijo. Si necesito guía interior, escucho su voz. “…el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad...” (Juan 16:13, NVI). No se trata de un impulso vago; se trata de docilidad. A veces la guía se percibe como una inquietud suave que pide ordenar el día de otra manera; otras veces, como una convicción serena que reclama pasos concretos. Obedecer no siempre emociona, pero siempre nutre. Como la vid y la rama: la savia no hace ruido, y sin embargo lo cambia todo.
Mientras escribo, recuerdo que la historia no se mueve al azar. Avanza hacia un encuentro, y esa dirección me sostiene en lo pequeño. “He aquí, el tabernáculo de Dios está entre los hombres… Él enjugará toda lágrima de sus ojos...” (Apocalipsis 21:3–4, LBLA). No espero evaporarme en una nube; espero cielos nuevos y tierra nueva, una creación habitada por la presencia. “Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible y lo mortal, de inmortalidad… (1 Corintios 15:54, NVI). Ese futuro me vuelve responsable del presente: si el mundo venidero es obra del Cordero, hoy puedo trabajar sin cinismo, amar sin cálculo, perdonar sin rencor. “El que testifica de estas cosas dice: «Sí, vengo pronto».” (Apocalipsis 22:20, NBLA). Respondo en voz baja: Ven.
¿Cómo se encarna todo esto en un día cualquiera? Dejo que la mañana comience con una oración breve. Abro un espacio de silencio y digo: “Una sola cosa pido al SEÑOR… contemplar la hermosura del SEÑOR…” (Salmos 27:4, NVI). Dejo que una porción del Evangelio me atraviese. Alineo el corazón con una decisión pequeña: hoy escucharé antes de responder, hoy bendeciré con mi trabajo, hoy cuidaré mi palabra. Si tropiezo, vuelvo a levantarme y repito: “Sostén mi vida” (Salmos 54:4, DHH). Descubro entonces que el camino ya estaba preparado, que la gracia no llega tarde, que la fidelidad de Dios no se negocia. “Porque ustedes han muerto, y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, nuestra vida, sea manifestado, entonces ustedes también serán manifestados con Él en gloria.” (Colosenses 3:3–4, NBLA). Vivir escondido no suena a huida; suena a raíz.
Sé que hay días luminosos y días grises. En ambos, el amor que nos habita sostiene el pulso. “El SEÑOR es mi pastor; tengo todo lo que necesito.” (Salmos 23:1, NTV). No se trata de sentir siempre lo mismo; se trata de permanecer en la verdad aunque el clima interior cambie. Cuando olvido quién soy, él me recuerda quién es. Y al recordarlo, regreso a casa. “para que todos sean uno. Como Tú, oh Padre, estás en Mí y Yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste.” (Juan 17:21, NBLA). La misión nace de la comunión, y la comunión se vuelve visible en actos sencillos que el Reino reconoce.
Cierro como empecé, con la oración de Jesús como lámpara. Pido que el nombre del Padre se haga respirable en mi vida, que el amor con que el Padre ama al Hijo ordene mis afectos y mis decisiones, que aquel que habita en mí encuentre una casa disponible. “para que por fe Cristo habite en sus corazones… que conozcan ese amor que sobrepasa nuestro conocimiento, para que sean llenos de la plenitud de Dios.” (Efesios 3:17–19, NVI).
Mientras caminamos entre promesa y cumplimiento, nos sabemos parte de un solo pueblo extendido en el tiempo y en la tierra, unidos por la misma mesa y la misma esperanza. Con la Iglesia en general, con la Iglesia como cuerpo colectivo y universal, perseveramos en esta confesión que ha sostenido a generaciones: el nombre del Padre se nos ha dado a conocer en el Hijo, y el amor con que el Padre ama al Hijo ya habita en nosotros. “Y el Espíritu y la esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que desea, que tome gratuitamente del agua de la vida.” (Apocalipsis 22:17, LBLA).