Título de la serie: Aquí me quedaré
Subtítulo de la serie: Cuando Dios nos nombra más allá del miedo
Entrada #1
Hay escenas que huelen a polvo y a derrota, lugares donde el corazón aprende a esconderse para seguir respirando. “Gedeón, hijo de Joás, estaba trillando trigo en un lagar para esconderlo de los madianitas” (Jueces 6:11, NVI). No hay épica: hay economía de movimientos, mirada en la puerta, manos rápidas, silencio. Uno sobrevive como puede cuando el miedo administra los días. Y, sin embargo, en ese escondite se abre una ventana y entra una palabra que no encaja con el clima del cuarto: “El Señor está contigo, guerrero valiente” (Jueces 6:12, NVI). El saludo descoloca. Es como si el cielo dijera de nosotros algo que nuestro propio corazón todavía no sabe pronunciar sin tartamudear.
Me he preguntado si la mayor contienda espiritual ocurre, no en los gestos espectaculares, sino en el humilde acto de aceptar el nombre que Dios dice sobre nosotros. Hay voces viejas que susurran su propio catecismo: “no puedes”, “no mereces”, “mejor no estorbes”. Los años les han dado autoridad en nuestra memoria. Por eso el saludo del mensajero rompe, como una campana, la costra que se había formado sobre nuestra identidad: el Señor está, y al estar, nombra. Y al nombrar, nos sitúa. No se trata de un discurso motivacional, sino de una revelación que inaugura camino. Si la voz viene de Dios, no depende de nuestro ánimo ni del clima político; se sostiene en la fidelidad que precede a nuestros intentos por creer.
La respuesta de Gedeón no es un “amén” inmediato; sale de la herida: “Si el Señor está con nosotros, ¿cómo es posible que nos haya venido todo este mal? ¿Dónde están todas las maravillas que nuestros padres nos contaron…? ¡Pero ahora el Señor nos ha desamparado!” (Jueces 6:13, NVI). Ese reclamo nos representa. No es frialdad, es dolor que busca sentido. En esa honestidad, el texto no se encoge ni se ofende. “El Señor lo encaró y le dijo: ‘Ve con la fuerza que tienes, y salvarás a Israel del poder de Madián. ¿Acaso no soy yo quien te envía?’” (Jueces 6:14, NVI). Primero la presencia, luego el envío; primero “contigo”, luego “ve”. Es la pedagogía de Dios: nos llama desde el futuro que Él ve, y al llamarnos, siembra ese futuro en nuestro presente. Ya somos llamados, todavía se forma en nosotros la vida que corresponde a ese llamado. Ya la promesa respira a nuestro lado, todavía el corazón aprende a caminar a su ritmo.
No es fácil aceptar un nombre que no se siente. Gedeón lo confiesa sin maquillaje: “Mi clan es el más débil de Manasés, y yo soy el menor de mi familia” (Jueces 6:15, NVI). Esa es la aritmética de la realidad, la lista que uno lleva doblada en el bolsillo por si acaso Dios le pide cuentas. Pero la respuesta divina no se ridiculiza ni impone un heroísmo instantáneo: “¡Yo estaré contigo!” (Jueces 6:16, NVI). Cuando el Señor promete compañía, no anula la historia, la reescribe desde otro centro. La presencia de Dios no borra el miedo como con un trapo; desacredita su autoridad. Ya hay una palabra que sostiene; todavía hay temblores en las rodillas. Ya Dios nos llama “valiente”; todavía el cuerpo se acostumbra a obedecer con las manos que tiene, con los pasos que tiene, con el pan que tiene.
Nos gusta medir la intervención de Dios por resultados rápidos. Quisiéramos un milagro que cerrara el capítulo. Pero el texto nos enseña otra clase de evidencia: no la pirotecnia, sino el corazón que aprende a responder. “Ve con la fuerza que tienes” (Jueces 6:14, NVI). La frase es casi una caricia. No te pide lo que no tienes; te envía con lo que hoy cabe en tus manos. En ese gesto se cocina la fe: obedecer con lo poco, sin esperar a sentirnos “suficientes”. Cuando la comparación amenaza con desinflarnos, el Señor vuelve a poner su peso en la conversación: “¿Acaso no soy yo quien te envía?” (Jueces 6:14, NVI). No es nuestra autoimagen la que sostiene la misión, sino la fidelidad de quien llama.
Me conmueve el escenario. No hay templo ni asamblea; hay un lagar que oficia de escondite. Dios irrumpe ahí, donde Gedeón cuida lo mínimo para no perderlo. Eso dice mucho del modo en que el Reino trabaja hoy: se mete en la bodega, en el pasillo, en la mesa desordenada, en los turnos extra. Cuando la palabra llega, no espera a que te sientas preparado: crea realidad al pronunciarse. “El Señor está contigo, guerrero valiente” (Jueces 6:12, NVI) no describe solo un estado; convoca un proceso. La identidad, en la Escritura, no es una etiqueta pegada en la frente: es una casa que se habita con hábitos nuevos. El nombre de Dios sobre ti es una llave; abre una puerta que no sabías que estaba cerrada en tu interior.
Algunos preguntarán si este “valiente” es para unos pocos ejemplares. El texto desarma ese temor: se lo dice a un hombre que esconde trigo. La valentía aquí no es ausencia de miedo, es obediencia a pesar del miedo. El mundo nos ha contado una versión musculosa del valor; el Evangelio nos ofrece otra: confiar y moverse cuando todo dentro pide quedarse. Por eso, el primer paso no suena a trompeta; suena a susurro. Comienza con una oración honesta: si tú estás conmigo, me levanto. Si tú estás conmigo, doy este paso pequeño. Si tú estás conmigo, suelto este hábito que me ata a la orilla. La fe, en su forma cotidiana, es el arte de responder a una presencia, no a una expectativa propia.
La tensión del “ya” y el “todavía no” se vuelve pulso cotidiano. Ya tengo una palabra: “El Señor está contigo” (Jueces 6:12, NVI). Todavía aprendo a actuar conforme a esa palabra. Ya sé que no voy solo: “¡Yo estaré contigo!” (Jueces 6:16, NVI). Todavía mi respiración se acelera cuando veo venir lo que me supera. Ese pulso no es una contradicción, es la música en la que Dios madura a sus hijos. Nos recuerda que la promesa no es un atajo: es compañía para el camino largo.
Hay heridas que complican ese aprendizaje. Traiciones pasadas, pérdidas que desafinan el alma, silencios densos. Dios no nos pide negar nada de eso. Su voz no humilla, sana. No regaña por necesitar confirmación; nos toma de la mano mientras el interior se acostumbra a la luz. La identidad nueva no se impone como una consigna; se vuelve verdad en la práctica. El miedo, con el tiempo, descubre que su trono ya no está en el centro. La presencia de Dios, con su paciencia inagotable, mueve el foco. Y ahí, lentamente, la obediencia deja de ser una prueba para los demás y se vuelve una respuesta de gratitud.
Pienso en cómo termina este primer encuentro: no con todo resuelto, sino con todo en marcha. Gedeón ha escuchado, ha replicado, ha sido enviado y ha recibido una promesa. No hay aplauso ni portada; hay un corazón en camino. A veces exigimos a nuestra vida una instantaneidad que la Escritura no promete. El Reino avanza como semilla, “de noche y de día” aunque no sepamos “cómo” (el Maestro lo dirá años después). Este capítulo enseña ese ritmo. La palabra cae en suelo asustado, pero fértil; y comienza a empujar desde dentro. No con prisa, sino con firmeza.
Si hoy te encuentras trillando a escondidas lo poco que te queda, escucha el saludo como si fuera tuyo. No lo discutas por ahora; recíbelo. “El Señor está contigo, guerrero valiente” (Jueces 6:12, NVI). Deja que esa frase te haga sitio en el pecho. Repite su música cuando la mente quiera volver a la lista de carencias. Y luego, da el paso que corresponde a quien ha sido llamado: no el que impresiona, sino el siguiente. “Ve con la fuerza que tienes” (Jueces 6:14, NVI). Eso basta para empezar.
Me gusta imaginar que el cielo pronuncia nuestro nombre nuevo como quien siembra. Cada repetición es una semilla. Algunas rebotan en la superficie endurecida; otras encuentran un surco; otras se entierran en silencio y, sin darnos cuenta, empiezan a abrirse con la mañana. No sabemos en qué día aparecerá el brote, pero la semilla trabaja donde nadie ve. Por eso la fe se parece tanto a la paciencia: sabe que lo verdadero crece a su tiempo.
Quisiera que termináramos con una práctica simple. Cierra un momento los ojos y respira hondo. Dile al Señor, sin adornos: si tú estás conmigo, estoy listo para obedecer hoy con lo que tengo. Ponle nombre a ese paso —una llamada, una disculpa, un acto de generosidad, un sí pequeño— y entrégalo. Déjalo en sus manos y vuelve a abrir los ojos. Nada ha cambiado alrededor, pero algo se ha movido por dentro: la palabra empezó a hacer su trabajo.
Sigamos así, juntos, como una sola familia extendida en muchos lugares: recordándonos la voz que nos nombra, cuidando esa llama en comunidad, sosteniéndonos cuando a uno le falte aire. Que la iglesia en general sea casa para quienes todavía no se creen el nombre que Dios les dice; un cuerpo que acompaña, ora y celebra cada paso pequeño. Donde falte coraje, prestémonos compañía. Donde el miedo apriete, pasemos la antorcha de su presencia. Y caminemos, paso a paso, hasta que el nombre nuevo se nos vuelva piel.