Desde el principio de los tiempos, la naturaleza humana ha tendido a culpar a los demás. Cuando la perfección del Edén se hizo añicos, Adán señaló a Eva, y Eva se volvió hacia la serpiente (Génesis 3:12-13). Es una historia tan antigua como el tiempo: cuando las cosas van mal, buscamos a alguien a quien pedir cuentas, alguien que no sea nosotros mismos.
La historia de Abram y Sarai no es diferente. Dios había hablado: había hecho un pacto, una promesa de descendientes tan numerosos como las estrellas (Génesis 15:5). Sin embargo, a medida que pasaban los años y el vientre de Sarai seguía estéril, la duda se arrastraba como una sombra al anochecer. Sarai, en su dolorosa impaciencia, ideó un plan: tal vez ella podría ayudar a Dios a cumplir su palabra.
Se volvió hacia Abram y le dijo: “El Señor no me ha permitido tener hijos. Ve y acuéstate con mi sierva; quizá yo pueda tener hijos por medio de ella.” (Génesis 16:2, NTV). ¿Con qué frecuencia hacemos eco de las palabras de Sarai? ¿Con cuánta frecuencia asumimos que las demoras de Dios son negaciones? ¿Qué su silencio es ausencia? ¿Qué nos mueve a tomar el asunto en nuestras manos?
Lección 1: No culpemos a Dios por su tiempo
“El Señor no me ha permitido tener hijos.”
Génesis 16:2 (NTV)
El error de Sarai no fue solo impaciencia; fue suponer que el plan de Dios necesitaba la intervención humana. Ella creyó que el Señor le había impedido tener un hijo, en lugar de confiar en que Él simplemente la estaba preparando para el momento adecuado.
¿Cuántas veces hacemos lo mismo? Anhelamos que las promesas se cumplan ahora, que las oraciones sean respondidas de inmediato. Vivimos en un mundo de inmediatez. No sabemos esperar, todo a nuestro alrededor está diseñado para obtener lo que buscamos en el momento. Sin embargo, Isaías 55:8-9 nos recuerda: “Mis pensamientos no se parecen en nada a sus pensamientos—dice el Señor—. Y mis caminos están muy por encima de lo que pudieran imaginarse.”. Dios nunca llega tarde. Su silencio no es negligencia sino orquestación. Sus demoras no son negaciones sino citas divinas. Dios está en movimiento, pero su marcha no siempre es ruidosa, es silenciosa. Firme y segura. Él nos invita a creer, confiar, esperar, y a esperar.
Lección 2: No todas las ideas son de Dios
“…Ve y acuéstate con mi sierva; quizá yo pueda tener hijos por medio de ella». Y Abram aceptó la propuesta de Sarai…”
Génesis 16:2 (NTV)
Abram, el hombre que había caminado en fe, escuchó la voz de Sarai (Génesis 16:2). No consultó a Dios; simplemente obedeció una idea que le pareció lógica y razonable. No toda idea que parece lógica, cultural y socialmente aceptable o bien intencionada está alineada con la voluntad de Dios.
Al igual que Abram, ¿con qué frecuencia hacemos caso a las voces equivocadas? ¿Con qué frecuencia escuchamos los pensamientos más fuertes y urgentes en lugar de la voz apacible y delicada de Dios (1 Reyes 19:12)? Un momento de razonamiento humano puede llevar a años de conflicto, a relaciones rotas, a corazones heridos, a vidas destruidas.
Abram hizo lo que su esposa planeo. El resultado fue que Agar, la sierva de Sarai, concibió. Lo que se suponía que sería una «solución viable» se convirtió en una fuente de división, de peleas, de discusión, y de rivalidad. Agar, ahora embarazada del hijo de Abram, miró a Sarai con desprecio. El plan había fracasado. Lo que debió traer alegría y felicidad; ahora producía odio, desprecio, y resentimiento.
Lección 3: Asume la responsabilidad de tus decisiones
En lugar de admitir su error de cálculo, Sarai dirigió su frustración hacia Abram: “¡Todo esto es culpa tuya!” (Génesis 16:5). La ironía es dolorosa: Sarai, quien orquestó este plan, ahora culpó a su esposo por las consecuencias. No quiso enfrentar la realidad: se equivocó, no supo, ni quiso esperar.
¿Con qué frecuencia nos negamos a asumir la responsabilidad de nuestras decisiones? Cuando nuestros planes fracasan, ¿culpamos a los demás? ¿Señalamos a las circunstancias, a las personas o incluso a Dios? La verdadera madurez en la fe es la capacidad de decir: “Me equivoqué. No esperé en el Señor. Tomé el asunto en mis propias manos”.
Lección 4: Nuestras decisiones tienen consecuencias
Los celos de Sarai se convirtieron en crueldad. Maltrató a Agar con tanta dureza que la sierva embarazada huyó al desierto (Génesis 16:6). No supo que más hacer, no tenía a dónde más ir. Entre huir al desierto y morir allá, a permanecer en un lugar donde la sobajaban y la humillaban, prefirió lo primero.
Un momento de duda, una decisión tomada fuera de la voluntad de Dios, causó dolor y sufrimiento que se extendió por generaciones. Las consecuencias de esa decisión no sólo afectarían a Sarai y Agar, sino a todo el linaje de sus hijos. Incluso hoy, la historia lleva el peso de ese momento. Judíos y árabes se desprecian.
Nuestras decisiones nunca son aisladas. Un solo acto de impaciencia puede herir corazones, romper relaciones y desencadenar consecuencias no deseadas. Pero incluso en nuestros fracasos, la misericordia de Dios abunda.
La fidelidad de Dios permanece
Aquí está el milagro: Dios cumplió su promesa a Sarai. A pesar de su fracaso, a pesar de su impaciencia, a pesar del daño colateral, Dios, en su fidelidad inquebrantable, le dio a Isaac en su tiempo perfecto (Génesis 21:1-2).
Esta es la esperanza a la que nos aferramos: incluso cuando fallamos, incluso cuando tomamos el asunto en nuestras propias manos, incluso cuando cometemos un error, las promesas de Dios permanecen. Él no revoca su palabra debido a nuestros errores.
Por lo tanto, aprendamos de Sarai. Esperemos con confianza inquebrantable, creyendo que lo que Dios ha prometido, lo cumplirá en su tiempo perfecto. Entreguemos nuestros deseos, nuestros sueños y nuestros corazones impacientes al ritmo divino y perfecto de su voluntad.
No nos adelantemos cuando Él dice que esperemos.
No escuchemos las voces equivocadas cuando Él ha hablado.
No culpemos a otros por los resultados de nuestras propias decisiones.
Confiemos en que cuando Él promete, se cumplirá.
“El Señor no se tarda en cumplir Su promesa, según algunos entienden la tardanza, sino que es paciente para con ustedes…” (2 Pedro 3:9, NBLA).
Espera en el Señor, porque Su tiempo es perfecto.