“Y ellos le respondieron: «Hemos tenido un sueño y no hay nadie que lo interprete». Entonces les dijo José, «¿No pertenecen a Dios las interpretaciones? Les ruego que me lo cuenten».” Génesis 40:8 (NBLA)
La empatía, esa llama sagrada, no nace de la tranquilidad, sino del susurro del Espíritu, que fluye como agua viva del corazón de Dios (Juan 7:38). No parpadea sólo cuando hace buen tiempo, sino que arde con más fuerza en las tormentas, desafiando a las sombras que tratan de sofocarla. Es el aceite de la lámpara del alma cansada, el toque suave de Cristo sobre los que tienen el corazón quebrantado (Salmo 34:18).
A los diecisiete años, José fue arrancado del abrazo de su padre, vendido por las manos que una vez sostuvieron las suyas. Sus sueños, que alguna vez se elevaron como estrellas, fueron arrojados al abismo de la traición. Encadenado, recorrió el camino del dolor, un extranjero en una tierra que no era la suya. Sin embargo, incluso en ese pozo, incluso en la prisión donde la esperanza parecía un recuerdo lejano, sus ojos no se volvieron hacia el interior.
Las Escrituras susurran sobre un momento tan pequeño, pero tan sagrado, en la vida de José durante su estadía en prisión. Los oficiales del faraón, encarcelado, atados por su propio dolor, tenían sus rostros desfigurados por la tristeza, el desánimo, y la desesperanza. Y José, aunque herido por la injusticia de que había sido objeto, no los pasó por alto. Los Miró. Los notó. Preguntó: “«¿Por qué están sus rostros tan tristes hoy?»” (Génesis 40:7, NBLA).
¡Oh, el poder de una pregunta así! El mundo lo había olvidado, pero José no se había olvidado del mundo. En su sufrimiento, eligió la compasión; en su aflicción, se convirtió en un instrumento de consuelo (2 Corintios 1:4). No permitió que su dolor lo cegara, sino que lo refinara. Allí en la prisión en la que los tres se encontraban, el joven hebreo decidió no ser indiferente al dolor y al sufrimiento ajeno. Dio un paso, hizo un movimiento. La Biblia nos dice: “Entonces les dijo José, «¿No pertenecen a Dios las interpretaciones? Les ruego que me lo cuenten».” (Génesis 40:8, NBLA)
Por eso, aprendamos de José, nosotros que hemos conocido noches oscuras y caminos solitarios. Cuando la vida nos despoja, cuando los sueños se retrasan y la esperanza parece lejana, no cerremos los ojos al dolor de los demás. Porque incluso en el valle de las sombras, todavía estamos llamados a ser luz (Mateo 5:14). Incluso en el pozo, podemos levantar a otro. Incluso en la prisión, podemos hablar de esperanza.
Porque servimos al Dios que convierte las cadenas en coronas, que levanta del polvo a los humildes y los pone entre los príncipes (1 Samuel 2:8). El pozo no es el final. La prisión no es la última palabra. El amor, incluso en el sufrimiento, es el camino a la bendición. El pozo es una herramienta más para nuestra madurez, y para que Dios intervenga, se mueva, obre y él se lleve toda la gloria.
Así que amemos. Veamos. Preguntemos.
Porque cuando nos interesamos por los demás, al ver al que está dolido y sufriendo, al levantar que cayó, podemos descubrir que nosotros también estamos siendo levantados por el amor, la gracia, y la misericordia infinita de un Dios eterno que tiene el control.