“Y ellos le respondieron: «Hemos tenido un sueño y no hay nadie que lo interprete». Entonces les dijo José, «¿No pertenecen a Dios las interpretaciones? Les ruego que me lo cuenten».” (Génesis 40:8, NBLA)
La noche es más oscura cuando el alma se cierra. No porque el sol haya huido, ni porque las estrellas se hayan apagado, sino porque los ojos del corazón han dejado de mirar hacia fuera. Sin embargo, hay noches que brillan. No por causa de la luna, sino por la luz que irrumpe cuando el dolor se transforma en puente, cuando la compasión deja de ser una palabra abstracta y se convierte en carne, en gesto, en mirada que no pasa de largo. Hay noches que se encienden porque alguien, aún con el corazón herido, decide mirar al otro. Y en esa mirada, se revela algo del rostro de Dios.
La empatía no es una opción estética ni un mero ejercicio de cortesía social; es una llama divina que se enciende en los altares del quebranto. No brota del bienestar, sino del Espíritu que habita en quienes han sido traspasados. “El que cree en Mí, como ha dicho la Escritura: “De lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva”».” (Juan 7:38, NBLA). Y esos ríos no fluyen desde la arrogancia del éxito, sino desde las grietas de la carne herida, desde las cavernas de la memoria donde los ecos del abandono y del dolor aún reverberan. Es allí donde Dios forma a sus profetas; es allí donde el Espíritu sopla con fuerza tierna, produciendo en los hijos del Reino una sensibilidad que el mundo no puede manufacturar.
José, el soñador traicionado, el adolescente exiliado de la ternura de su padre, no se volvió cínico. Aunque lo habían despojado de su túnica de colores, no lo habían despojado de su capacidad de amar. Y eso, en sí mismo, ya era un milagro. Lo vendieron como esclavo, lo falsamente acusaron, lo olvidaron en una prisión egipcia... pero él no olvidó cómo ver. Aún en el encierro, aún rodeado de muros, mantuvo abierto el umbral del alma. “«¿Por qué están sus rostros tan tristes hoy?».”, preguntó (Génesis 40:7, NBLA). Preguntar así, en medio del propio quebranto, no es un gesto trivial: es un acto de resistencia espiritual, una declaración de que el amor no ha muerto.
Esa pregunta no fue una estrategia, fue un reflejo. No nació de un guión, sino de una vida permeada por la presencia de Dios. José no estaba improvisando espiritualidad, estaba encarnando la compasión. Porque cuando uno ha sido herido, uno sabe reconocer las heridas. Cuando uno ha descendido al pozo, no se burla de quienes aún están en él. El que ha sentido el peso del abandono no banaliza el dolor del otro, sino que se vuelve hospital para los que gimen. Esa es la economía del Reino. Esa es la santidad encarnada.
La Escritura no nos dice cuánto tiempo llevaba José en prisión. No sabemos con exactitud cuántas noches pasó viendo cómo la esperanza se desvanecía entre las paredes húmedas del encierro. Pero sabemos esto: cuando otros llegaron, él no estaba ensimismado. Su mirada seguía disponible. Su corazón, aunque golpeado, no se había endurecido. Y eso es más poderoso que cualquier liberación inmediata. Porque no todos los milagros consisten en ser sacado de la cárcel; algunos consisten en no perder la capacidad de amar dentro de ella.
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren.” (2 Corintios 1:3–4, NVI). La empatía no es solo reacción emocional; es ministerio espiritual. No es solo identificar el sufrimiento, sino abrazarlo con la ternura del cielo. Y quien ha sido consolado por Dios, lleva sobre sí una fragancia. No necesita anunciar que tiene compasión; lo irradia.
La verdadera empatía no intenta resolver inmediatamente. No necesita corregir, no pontifica desde una supuesta madurez. La empatía se sienta, escucha, pregunta. La empatía se parece a Jesús con la mujer samaritana: “Dame un poco de agua.” (Juan 4:7, DHH), dice el que puede saciar toda sed, para abrir espacio a una conversación transformadora. La empatía se parece a Jesús llorando con Marta y María, sabiendo que iba a resucitar a Lázaro, pero permitiendo que su corazón sintiera el dolor del momento (Juan 11:35). La empatía no teme llorar aunque sepa el final del capítulo. Porque amar así es honrar la historia de cada alma, es dignificar el lamento ajeno, es permitir que el Reino se manifieste no solo en poder, sino en ternura.
José no minimizó el dolor de los otros. No dijo: “¿Y ustedes se quejan? ¡Miren mi historia!” No los comparó consigo mismo, no les citó frases triunfalistas. Los escuchó. Y en esa escucha, Dios comenzó a orquestar la siguiente etapa de su llamado. Porque los sueños que interpretó no eran casuales: eran la llave para que, más adelante, Faraón supiera de él. En otras palabras, cuando José ejerció empatía, sin saberlo, estaba sembrando la semilla de su propia exaltación. En el Reino, lo pequeño no es ignorado. “El que es fiel en lo muy poco, es fiel también en lo mucho” (Lucas 16:10, NBLA). Y el que ama aún desde el fondo del pozo, está más cerca del trono que muchos que habitan palacios sin lágrimas.
Es allí donde converge la sabiduría eterna: en el secreto de no endurecerse. Muchos son los que, después del dolor, se atrincheran. La decepción los vuelve fríos, la traición los vuelve escépticos. Aprenden a no sentir para no volver a sufrir. Pero esa anestesia espiritual no es santidad, es muerte lenta. Porque Dios no llama a sobrevivir con corazones petrificados, sino a vivir con corazones de carne, vulnerables pero plenos, quebrantados pero ardientes.
Y quizás esa sea la verdadera madurez espiritual: no en conocer más doctrinas, sino en ser más sensibles. No en debatir con mayor destreza, sino en llorar con los que lloran (Romanos 12:15). No en predecir lo que Dios hará, sino en estar presente en lo que Él ya está haciendo, en la lágrima de un hermano, en la pregunta que brota del dolor, en el gesto silencioso que comunica más que mil palabras.
Cuando Jesús habla del juicio final en Mateo 25, no se detiene en logros teológicos ni en debates escatológicos. Él dice: “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer... estuve en la cárcel y me visitaron” (Mateo 25:35–36, NVI). Y los justos le preguntan cuándo lo hicieron. Porque la compasión verdadera no se anuncia, se vive. Y al vivirla, se revela el corazón del Reino.
Por eso, hoy más que nunca, necesitamos volver a ver. En un mundo que corre, que grita, que se sobresatura de información pero se empobrece de ternura, necesitamos ser como José: hacer una pausa, mirar el rostro ajeno, hacer la pregunta correcta. No para impresionar, sino para conectar. No para ser reconocidos, sino para recordar que seguimos siendo humanos, llenos del Espíritu de un Dios que no pasa por alto a nadie.
El pozo no anula el llamado. La cárcel no cancela la compasión. Al contrario, son los lugares donde Dios forma a quienes habrán de cargar el peso del Reino. Son las aulas secretas donde se nos enseña a amar sin exigir reciprocidad, a escuchar sin necesitar protagonismo, a consolar sin esperar recompensa.
Dios está cerca del quebrantado de corazón. Eso no es una metáfora ni una figura poética. Es una promesa. “El SEÑOR está cerca de los quebrantados de corazón,
y salva a los de espíritu abatido.” (Salmo 34:18, NVI). Esa cercanía no siempre se manifiesta con respuestas, pero sí con presencia. Y cuando esa presencia habita en nosotros, se convierte en mirada, en gesto, en palabra que abraza. Así como José interpretó sueños ajenos antes de ver cumplidos los suyos, también nosotros podemos sembrar esperanza aún antes de ver la nuestra realizada.
La empatía no es debilidad; es gloria encarnada. No es sentimentalismo; es espiritualidad madura. No es un lujo; es una necesidad urgente en un mundo que se muere por dentro mientras sonríe por fuera. Y nosotros, llamados a ser luz, no podemos ignorar la sombra de los otros. Porque cuando encendemos una lámpara para alguien más, el resplandor también nos alcanza.
Y si hoy estás en tu propio pozo, si te encuentras en tu propia cárcel, si tus sueños parecen haberse evaporado, aún ahí puedes ser reflejo del cielo. Aún ahí puedes preguntar con ternura, aún ahí puedes mirar con compasión. Porque el Dios que está contigo en la sombra, también te usará como lámpara para otros. Y cuando llegue tu hora, cuando la puerta se abra, no será solo por ti, sino por todo lo que sembraste en el silencio. Porque así es el Reino: lo que sembramos en lágrimas, lo cosechamos en gozo (Salmo 126:5). Y el amor nunca se desperdicia.