El Rey ha Llegado - Domingo de Ramos
Bendito el que viene: un canto de entrada al misterio del Reino
Un eco desde el principio
Antes de que las multitudes extendieran sus mantos, antes de que resonaran las palmas en las calles de Jerusalén, antes de que los labios de los niños cantaran ¡Hosanna!, una promesa fue pronunciada por labios envejecidos y ojos entrecerrados por el tiempo. Fue Jacob, el hijo de Isaac, quien habló con voz quebrada pero firme:
“El cetro no se apartará de Judá, ni de entre sus pies el bastón de mando, hasta que llegue el verdadero rey, quien merece la obediencia de los pueblos.” (Génesis 49:10, NVI).
Ese día, en la penumbra de Egipto, la historia del Rey comenzó a tomar forma visible. Lo que Jacob vio desde la lejanía era más que una visión genealógica: era una revelación profética del Mesías que vendría, no sólo como descendiente, sino como cumplimiento. Y no vino con la fuerza de un conquistador terreno, sino con el poder que solo puede venir de lo alto: el poder de amar hasta el final, de sanar con un suspiro, de vencer con entrega.
El Rey en pañales
Muchos siglos más tarde, esa profecía encontró forma en un pesebre olvidado. El Rey de Judá nació, no en un palacio, sino en la quietud de un establo. No con séquitos ni trompetas, sino envuelto en pañales, sostenido por manos humildes, adorado por corazones vigilantes. Este Niño no solo representaba el cumplimiento del linaje de Judá. Él era el principio de una restauración eterna.
Y lo que hizo a lo largo de su ministerio—sanando a los enfermos, perdonando a los pecadores, liberando a los oprimidos, caminando entre la multitud—fue un anticipo, una muestra sagrada de lo que un día, al final de los tiempos, hará completamente. Porque así como vino una vez, volverá de nuevo. Y su segunda entrada no será en un asno, sino con gloria inmarcesible, para reinar y restaurar todo lo que el Padre le ha confiado.
Jerusalén lo ve venir
El Domingo de Ramos es un día donde el cielo toca la tierra, y la historia se llena de significado. Es la celebración de la fidelidad de Dios a su Palabra. Es la prueba de que las Escrituras no son solo memoria, sino promesa viva cumplida. Porque el cetro sí llegó. El Rey sí entró. No fue un símbolo, fue un acontecimiento. La profecía de Zacarías se volvió carne:
“Regocíjate sobremanera, hija de Sión. Da voces de júbilo, hija de Jerusalén. He aquí, tu rey viene a ti, justo y dotado de salvación, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de asna.” (Zacarías 9:9, LBLA).
La escena es desbordante: la ciudad agitada, las palmas agitadas, los mantos extendidos como alfombra, y los clamores del pueblo llenando el aire como incienso espontáneo: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” (Mateo 21:9, LBLA). Sin embargo, detrás de la euforia, había algo más profundo: una manifestación del Reino que ya había comenzado, pero aún no se había consumado.
El misterio de la presencia
En su entrada a Jerusalén, Jesucristo no solo cumplía una antigua profecía, sino que manifestaba la intención eterna del Padre: habitar con su pueblo. No vino para conquistar con espada, sino para reconciliar a la humanidad con Dios a través del sacrificio de sí mismo. La paz que traía no era política ni temporal, sino espiritual y escatológica. Él vino a restaurar, a sanar, a redimir… y a habitar entre nosotros.
En su humildad, reveló su majestad. En su mansedumbre, mostró su autoridad. Y en su sacrificio, selló la nueva alianza. El Domingo de Ramos es, así, una celebración del misterio de la salvación, donde el Verbo eterno se acerca, no para observarnos desde la distancia, sino para hacer morada en nosotros. Como dice el apóstol Pablo, “Pues Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo…” (2 Corintios 5:19, NTV). Es la fiesta de la cercanía divina. La proclamación de que el cielo ha tocado la tierra, y que el Reino ha comenzado entre nosotros.
Una alegría que no depende de las circunstancias
Pablo, escribiendo desde una prisión, declaró:
“Estén siempre llenos de alegría en el Señor. Lo repito, ¡alégrense!” (Filipenses 4:4, NTV).
¿Cómo puede un hombre encarcelado hablar de gozo con tanta vehemencia? Porque la alegría del Reino no depende de lo externo, sino de una verdad profunda: el Rey ha venido, y su paz es real.
Esa paz no es frágil. No es prestada por el mundo. Es la misma paz que Cristo prometió a sus discípulos cuando les dijo:
“Les dejo un regalo: paz en la mente y en el corazón. Y la paz que yo doy es un regalo que el mundo no puede dar. Así que no se angustien ni tengan miedo.” (Juan 14:27, NTV).
En Cristo, la paz es un don presente y una promesa futura. Hoy podemos vivirla por la fe, pero un día la experimentaremos en toda su plenitud. El Domingo de Ramos, entonces, no es sólo un recuerdo. Es una invitación a vivir ya en el gozo de esa paz, mientras caminamos hacia su consumación.
El ahora y el todavía no
El Rey ha venido. El Reino ha sido inaugurado. Pero aún no ha sido plenamente revelado. Esta tensión entre lo que ya es y lo que todavía no es es uno de los grandes misterios de nuestra fe. Vivimos en la era intermedia: entre la redención consumada y la restauración final.
Así como los discípulos vieron milagros pero también persecución, así también nosotros participamos de un Reino invisible que avanza en lo escondido. Pero no por eso menos real. El Domingo de Ramos es, en este sentido, un día escatológico: apunta hacia adelante. Nos recuerda que, aunque la cruz estaba cerca, también lo estaba la resurrección. Y más allá de ambas, el regreso glorioso del Rey.
Guardar el corazón: obedecer al Rey
Pero no basta con celebrar su llegada. Debemos preparar un lugar en nuestro interior para recibirlo. El mismo Jesús que fue aclamado por la multitud, fue olvidado por ella pocos días después. El corazón humano es inconstante, y por eso la Escritura nos llama:
“Con toda diligencia guarda tu corazón, porque de él brotan los manantiales de la vida.” (Proverbios 4:23, LBLA).
En este día sagrado, estamos llamados a guardar nuestro corazón del pecado, de las distracciones, y de la mentira. Y no lo hacemos solos. Lo hacemos con armas espirituales:
La Palabra, que nos limpia, nos guía, nos ilumina.
La oración, que nos sintoniza con la voz del Pastor.
La obediencia, que nos alinea con el ritmo del Reino.
No se trata de legalismo, sino de fidelidad. Ser súbditos del Rey implica caminar en su camino, abrazar su verdad, y vivir como pueblo redimido.
El susurro del Reino
Pero hay una dimensión más sutil en este día: la del silencio interior. Entre el bullicio de las multitudes, entre los gritos y las palmas, hay un susurro que sólo se oye cuando el alma se aquieta:
“Tu rey viene a ti, justo y victorioso, pero humilde, montado en un burro, en un burrito, cría de una burra.” (Zacarías 9:9, DHH).
Viene a ti. No sólo a Jerusalén, no sólo a la historia. Viene a tu interior, a tu herida, a tu cansancio, a tu anhelo de justicia y restauración. Este es el espacio donde florece la espiritualidad del Reino: en el desierto del alma, donde el Espíritu de Gracia habla en voz baja y poderosa.
Los antiguos monjes sabían que la verdadera victoria no está en el ruido del mundo, sino en la quietud donde Dios se revela. Por eso, este día también es una invitación a detenerse, contemplar, adorar. No sólo con los labios, sino con la vida.
El canto que no cesa
En la eternidad, el Domingo de Ramos no termina. Porque el canto de “Hosanna” no es solo para una entrada histórica, sino para la proclamación diaria de un Reino eterno. El mismo Cristo que fue recibido en Jerusalén con palmas será recibido por todas las naciones cuando venga en gloria.
Ese día no es lejano. La promesa está viva. Él vendrá otra vez. Y su entrada será definitiva. Entonces no habrá burro ni mantos, sino trompetas y resurrección. Y el canto será nuevo, pero la verdad será la misma:
“Bendito el que viene en el nombre del Señor.”
Una oración para el alma
Señor Jesús,
Rey humilde y victorioso,
que entraste a Jerusalén sabiendo que el camino te llevaría a la cruz,
entra hoy también a nuestro corazón.
Que no seas para nosotros un recuerdo,
sino una presencia viva,
una promesa activa,
un Reino que crece en silencio y en poder.
Concédenos la gracia de reconocerte,
de adorarte no solo con palabras,
sino con obediencia, fidelidad y fe.
Enséñanos a recibir tu paz como don presente,
y a esperar tu Reino con esperanza cierta.
Danos ojos para ver que Tú ya estás aquí,
y pies para caminar hacia lo que aún ha de venir.
Hosanna en las alturas,
Hosanna en lo profundo del alma,
Hosanna, Rey de gloria,
Rey de paz,
Rey que vuelve.