El Antiguo Testamento describe minuciosamente el tabernáculo: cortinas, medidas, objetos sagrados, rituales exactos. Todo estaba orientado hacia un solo propósito: preparar el lugar donde la gloria de Dios pudiera habitar entre los hombres. Pero en Cristo, algo cambió para siempre. Lo que antes estaba confinado al Santo de los Santos, separado por un velo, ahora se abre de par en par. El acceso ya no está limitado a un sumo sacerdote una vez al año, sino que es ofrecido a cada creyente.
“Así que, hermanos, mediante la sangre de Jesús, tenemos confianza para entrar en el Lugar Santísimo” (Hebreos 10:19, NVI). Pero ¿dónde queda ese Lugar Santísimo? ¿Dónde se encuentra ahora ese asiento de misericordia? La respuesta no está ya en un lugar físico, sino en el corazón. El asiento de misericordia se ha trasladado al interior: el alma humana se convierte en santuario.
El Santuario del Corazón
Los Padres del Desierto lo entendieron bien. Abandonaron las ciudades, los templos de piedra, los altares oficiales, para buscar en el desierto un espacio donde Dios pudiera habitar de manera pura. Pero no era el desierto externo lo que más les importaba; era el desierto interior.
Abba Isaac enseñaba: “El alma debe volverse altar, donde arde sin cesar el incienso de la oración.” El asiento de misericordia, que una vez estuvo detrás de un velo, ahora está detrás de otro velo: el de nuestra carne, el de nuestro ego, el de nuestros miedos. La vida espiritual es, en última instancia, un proceso de cruzar ese velo, de entrar al santuario interior, de permitir que la gloria descienda sobre las áreas más quebradas y escondidas del corazón.
Un Acceso Nuevo y Vivo
La carta a los Hebreos nos dice que “por el camino nuevo y vivo que él nos ha abierto a través de la cortina, lo cual hizo por medio de su cuerpo.” (Hebreos 10:20, NVI). Este acceso no es solo teológico ni doctrinal: es existencial. Ahora, en cada momento de silencio, en cada oración sincera, en cada acto de rendición, el alma puede entrar al Lugar Santísimo.
Esto no significa que la vida espiritual sea fácil. Los Padres del Desierto hablaban de la lucha, del combate interior, de las tentaciones que asaltan al alma que busca a Dios. San Antonio decía: “Quien no ha sido tentado, no puede salvarse.” El asiento de misericordia interior no es un lugar mágico donde todo se resuelve instantáneamente. Es un espacio de proceso, de sanación, de purificación.
La Oración como Encuentro
En el corazón, la oración se convierte en el modo privilegiado de acercarse al asiento de misericordia. No una oración mecánica, no palabras lanzadas al aire, sino una oración que nace del silencio, del hambre, del quebranto.
Jesús enseña: “Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto. Así tu Padre, que ve lo que se hace en secreto, te recompensará.” (Mateo 6:6, NVI). Aquí se revela el verdadero asiento de misericordia: el lugar secreto donde el Padre espera. Este no es un lugar físico, sino un estado del alma. No importa si estás en una catedral, en un cuarto pequeño, en la intemperie. Si cierras la puerta del corazón y entras en silencio, entras al Lugar Santísimo.
El Quebranto como Llave
El asiento de misericordia no se activa por perfección, sino por quebranto. El corazón endurecido no puede entrar; solo el corazón humilde, contrito, abierto. Como dice el salmista: “El sacrificio que te agrada es un espíritu quebrantado; tú, oh Dios, no desprecias al corazón quebrantado y arrepentido.” (Salmo 51:17, NVI).
Los Padres del Desierto buscaban romper el corazón de piedra para dejar surgir el corazón de carne. Oraban, ayunaban, meditaban no para acumular méritos, sino para vaciarse, para abrir espacio. El asiento de misericordia interior no se llena con esfuerzos humanos, sino con la gloria que Dios derrama cuando encuentra espacio disponible.
Sanación Interior
Cuando nos sentamos ante el asiento de misericordia del corazón, descubrimos que Dios no viene primero a corregirnos ni a juzgarnos, sino a sanarnos. Jesús dice: “No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos. Y yo no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.” (Marcos 2:17, NVI).
Aquí, el alma rota descubre que puede presentarse tal como es: herida, torpe, confusa, vacía. No hace falta componer una imagen perfecta para entrar al asiento de misericordia; basta con traer la herida abierta, la necesidad desnuda, la súplica sincera. Como Thomas Merton lo escribió: “La misericordia de Dios no es solo para cubrir nuestros pecados, sino para penetrar y transformar nuestra miseria en gloria.”
Disciplina y Gracia
Este acceso al asiento de misericordia interior se cultiva a través de prácticas sencillas y constantes: el silencio diario, la oración a horas fijas, la lectura orante de las Escrituras, la vida compartida en comunidad, el trabajo humilde y sin alarde. No son esfuerzos para impresionar a Dios, sino gestos concretos para disponernos a su presencia. Son formas de despejar el alma, de crear espacio interior, de mantener encendida la lámpara del corazón para cuando la gloria decida pasar.
La verdadera vida espiritual no es evasión. No se trata de huir del mundo, sino de habitarlo desde otro lugar. El asiento de misericordia en el corazón nos capacita para vivir de manera distinta: más lenta, más profunda, más atenta. Nos permite ser portadores de misericordia en lo cotidiano, en cada gesto, en cada encuentro. Es una forma de estar presentes sin distraernos, de amar sin prisa, de llevar en el alma un santuario abierto para los demás.
Encarnar la Misericordia
El asiento de misericordia no es solo un lugar donde recibimos; es un lugar que nos transforma para dar. Jesús declara: “Dichosos los compasivos, porque serán tratados con compasión.” (Mateo 5:7, NVI). Al sentarnos interiormente ante la misericordia divina, nos volvemos espejos de ella.
Los Padres del Desierto lo sabían bien: no basta con retirarse al desierto; hay que salir transformado. No se es santo por vivir aislado, sino por estar en el mundo como alguien renovado, alguien que puede abrazar al prójimo, alguien que puede cubrir las heridas ajenas con el mismo amor que recibió en lo secreto.
Conclusión
Hoy, más que nunca, el mundo necesita comunidades que vivan desde el asiento de misericordia interior. Iglesias, hogares, corazones que sean santuarios vivos, donde otros puedan encontrar refugio. El tabernáculo ya no está en Jerusalén; está en ti. El asiento de misericordia ya no está confinado al arca; habita en tu alma.
Aprovecha este acceso. Busca ese lugar secreto. Cruza el velo del ruido, del ego, del miedo. Deja que el Dios que habita entre los querubines te cubra con su gloria. No para destruirte, sino para sanarte. No para aplastarte, sino para abrazarte.
Y cuando salgas de ese lugar interior, lleva contigo la fragancia del asiento de misericordia. Sé alguien que huele a gracia, que habla desde el quebranto, que vive como un santuario portátil en medio de un mundo que grita por esperanza.
Recuerda: “Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir la misericordia y encontrar la gracia que nos ayuden oportunamente.” (Hebreos 4:16, NVI). El asiento de misericordia está abierto. El acceso está disponible. El santuario está en tu propio corazón.
Acércate.