El Soplo que Despierta Huesos
Recibir hoy el aliento del Hijo y desear la plenitud que viene.
Serie: Entre puertas cerradas y cielos abiertos
Paz que envía, Espíritu que vivifica y perdón que abre camino (Juan 20:19–23), en la tensión del ya y el todavía no.
Entrega 3: El Soplo que Despierta Huesos
En el mismo cuarto donde el miedo había puesto cerrojos, el Resucitado se inclina y hace un gesto tan humano como divino: “Acto seguido, sopló sobre ellos y les dijo: —Reciban el Espíritu Santo.” (Juan 20:22, NVI). No es un detalle estético ni un símbolo hueco; es el inicio de otra respiración. La escena nos recuerda la mañana del mundo, cuando todo comenzó por un aliento que dio vida; ahora, en Pascua, ese aliento toca un grupo cansado y lo convierte en comunidad en camino. La nueva creación no estalla con ruido: empieza en una habitación pequeña donde alguien exhala vida de parte de Dios.
Desde entonces, el discípulo aprendió un verbo fundamental: recibir. No fabricar, no forzar, no simular; recibir. El Maestro lo dijo en voz alta, como si abriera un pozo en medio de la plaza: “¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba!” (Juan 7:37, NVI). Sed y confianza: dos manos abiertas donde cabe la promesa. Recibir no es pasividad perezosa, es disponibilidad atenta; no es una postura mística reservada a unos pocos, es el modo normal de una vida que se sabe sostenida. Quien recibe así, respira de otra manera: el corazón deja de trabajar por cuenta propia y aprende a vivir a la intemperie de la gracia.
En la misma tarde de Juan 20, la respiración de la paz se convierte en un camino. El soplo no encierra a nadie en experiencias privadas; vuelve a la gente útil para amar. El Espíritu no es un recurso que se activa con nuestras emociones, es la Presencia real que nos forma por dentro. Por eso la Escritura puede decir, con sobriedad: “No será por la fuerza ni por ningún poder, sino por mi Espíritu” (Zacarías 4:6, NVI). El aliento de Dios crea y recrea, ilumina y corrige, consuela y envía. No es un añadido a una vida ya completa; es el principio vital de la vida nueva.
¿Cómo se nota, entonces, que hemos comenzado a respirar distinto? A veces, en lo que calla la ansiedad y aparece una paciencia que no sabíamos practicar. A veces, en la valentía mansa para hacer el bien cuando nadie aplaude. Otras, en esa claridad que nos recuerda lo que ya habíamos oído y habíamos olvidado. Jesús lo prometió sin rodeos: “Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho.” (Juan 14:26, NVI). No se trata de acumular información espiritual, sino de aprender una obediencia con memoria viva: la Palabra vuelve, encaja, sostiene.
Hay también prácticas sencillas que disponen la respiración. Abrir la Escritura sin prisa y dejar que una frase nos acompañe durante el día; decir, en medio del tráfico o del pasillo del hospital: “Señor Jesús, sopla sobre mí”. Nombrar a quienes veremos y pedir, sin dramatismo, la fuerza para servirles bien. En el cruce difícil, recordar la instrucción que nos protege de excesos: “No apaguen el Espíritu.” (1 Tesalonicenses 5:19, NVI). Apagarlo es volver normal lo santo, permitir que el cinismo dictamine el tono, justificar la dureza como si fuera lucidez. En dirección contraria, hay un mandato que ensancha el pecho: “No se emborrachen con vino, que lleva al desenfreno. Al contrario, sean llenos del Espíritu.” (Efesios 5:18, NVI). Llenos no como recipiente rebosado y quieto, sino como vela que se abre al viento y avanza.
El soplo de Pascua y la plenitud de Pentecostés no compiten entre sí: forman parte de la misma historia. Ya respiramos un aire nuevo que pacifica, ordena y pone de pie; todavía esperamos la expansión que nos vuelve testigos en plazas abiertas, con voz clara y sin temor. Ya el Señor se acerca a la mesa y sopla de cerca; todavía llegará el “viento recio” que abre puertas y cruza idiomas. No necesitamos elegir entre cuarto y plaza: aprendemos los dos ritmos. En el primero se cura la memoria y se enciende la confianza; en la segunda, se reparte el pan y se pronuncia el nombre de Jesús de manera que otros encuentren descanso.
La respiración del Espíritu se reconoce, además, en la utilidad amorosa de nuestros dones. No para exhibir destrezas, sino para el bien concreto de los demás. “A cada uno se le da una manifestación especial del Espíritu para el bien de los demás.” (1 Corintios 12:7, NVI). Si algo falta o sobra al hablar y al servir, el propio aliento del Señor corrige el rumbo. Él ajusta el tono de la verdad para que no aplaste, y da espesor a la misericordia para que no se evapore. Y mientras tanto, en los gestos cotidianos, el Reino se asoma: un perdón en voz baja, una decisión recta tomada sin testigos, una visita que no busca palabras perfectas, sino presencia fiel.
Tal vez recuerdes una temporada seca, cuando el corazón parecía madera sin savia. En esas horas, la promesa no cambia: “El viento sopla por donde quiere y oyes su sonido, aunque ignoras de dónde viene y a dónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu.” (Juan 3:8, NVI). Este viento no se deja domesticar por nuestra agenda; llega y vuelve a llegar, como quien insiste en una puerta que tarde o temprano se abrirá. Si hoy te sientes así —seco, distraído, con poca luz—, no te condenes; abre la ventana de una oración breve y deja que el aire haga su trabajo. No puedes medir el viento, pero puedes izar la vela.
El aliento de Dios no nos vuelve extraños al mundo, nos devuelve al mundo con otra respiración. Una maestra explica con paciencia lo que otros apuran; un médico trata a la persona y no solo al expediente; un vecino barre la vereda sin que nadie se lo pida; una hija adulta llama con regularidad a su madre anciana; una enfermera susurra una bendición mientras ajusta una sábana. No son “grandes gestas”, son pequeñas fidelidades que, unidas, se parecen a la forma en que el Espíritu trabaja: sin estridencias, con perseverancia, convirtiendo el día común en altar.
También hay advertencias que nos hacen bien. El Espíritu no es licencia para la improvisación irresponsable ni para la dureza en nombre de la verdad. En su escuela se aprende a discernir: cuándo hablar y cuándo callar, cuándo insistir y cuándo esperar, cuándo abrazar y cuándo poner un límite que proteja. Nadie está a la altura por cuenta propia. La autoridad en la Iglesia no se sostiene en temperamentos fuertes, sino en la obediencia humilde al Señor que sopla vida. Por eso, al usar nuestras palabras, conviene recordar que no somos dueños de la llave: somos quienes la sostienen con manos lavadas.
Hay días en que esa respiración parece más un acto de fe que una sensación. No pasa nada fuera, y por dentro hay ruido. En esos días, la memoria se vuelve una gracia. Recordar una promesa, una oración de otro, un pasaje leído muchas veces; reconocer cómo, sin saber cuándo, el miedo perdió la última palabra en un rincón del alma. Allí actúa el Consolador: no con espectáculo, sino con artesanía paciente. De pronto, la conversación difícil no lastima, la tarea repetitiva no amarga, la espera no se vuelve resentimiento. No porque seamos mejores, sino porque alguien nos sostuvo por dentro.
Para cuidar esta respiración, sirven hábitos simples. Empezar la mañana con una frase de la Escritura y dejar que se quede; tomar breves pausas durante el día para decir “Señor, aquí estoy”; pedir al final de la jornada perdón y fuerza para lo que sigue. No buscamos acumular méritos, sino cultivar atención. La atención es el lugar donde el Espíritu trabaja con libertad: allí raspa el óxido, enciende la chispa, endereza lo que se torció.
Si hoy te toca una decisión grande, o una pequeña que pesa como grande, recuerda que el mismo que sopló en aquel cuarto sigue cerca. No promete atajos, promete compañía; no ofrece fórmulas, ofrece su presencia. “Acto seguido, sopló sobre ellos…”: la frase mantiene fresco el recuerdo de que el inicio de todo es un don. Y que la plenitud que esperamos —la valentía, la sabiduría, la palabra oportuna, la paciencia que sostiene— no es una utopía, es una promesa en camino.
Que esta respiración —quieta y firme, humilde y valiente— se reconozca y se cuide en la iglesia como un cuerpo colectivo y universal. Muchas voces, un mismo aliento; muchas mesas, un mismo pan; muchas manos, un mismo envío. Ya hemos recibido el soplo que nos pone de pie; todavía aguardamos el día en que todo lo creado respire por fin sin miedo. Mientras llega, seguimos izando la vela y abriendo ventanas. El viento sabe encontrar la casa.