El Umbral del Misterio. El Dios que Habita en la Nube
Contemplaciones sobre el Dios inabarcable que desciende en misericordia entre los querubines
En lo más profundo del tabernáculo, detrás del velo grueso, separado del bullicio del campamento y de las manos del pueblo, se encontraba el lugar más sagrado: el Santo de los Santos. Allí, sobre el Arca del Pacto, los querubines de oro extendían sus alas sobre el asiento de misericordia, esa cubierta sagrada que marcaba el umbral entre cielo y tierra. Solo una vez al año, el sumo sacerdote cruzaba ese umbral para rociar sangre de expiación, no sin temor, no sin temblor. Él sabía que estaba entrando en el espacio donde el Dios inabarcable había decidido manifestarse, aunque velado.
El corazón late más lento cuando uno contempla este misterio. Aquí no hablamos de un dios que puede ser manejado, analizado, clasificado. Aquí nos acercamos al Santo de Israel, al que “tú que tienes tu trono entre los querubines, ¡resplandece!” (Salmo 80:1, NVI). San Gregorio Nacianceno decía que todo lenguaje sobre Dios es parcial, porque “hablamos desde la nube”, esa nube espesa que cubría el asiento de misericordia (Levítico 16:2). En esa nube estaba escondida la gloria: no porque Dios quisiera ocultarse cruelmente, sino porque el hombre no podía soportar la plenitud de su presencia.
Aquí hay una pedagogía divina: Dios enseña velándose. Nos guía no por la claridad absoluta, sino por las sombras llenas de luz. Cuando el sumo sacerdote entraba al Santo de los Santos, no veía a Dios cara a cara; apenas sentía su cercanía a través de los símbolos, del perfume del incienso, del temblor de su propia carne. Era un encuentro donde el misterio se imponía, donde el ser humano se sabía pequeño, finito, insuficiente. Y, sin embargo, allí mismo, bajo esas alas doradas, ocurría algo asombroso: el Dios infinito decidía encontrarse con la humanidad.
“Yo no quiero la muerte de nadie. ¡Conviértanse y vivirán!, afirma el Señor y Dios.” (Ezequiel 18:32, NVI). Aquí, en este asiento de misericordia, se revela un corazón que no destruye, sino que llama. No condena sin remedio, sino que invita a volver. El asiento de misericordia no era solo un trono de gloria; era un lugar de condescendencia, de kénosis, de ese autovaciamiento por el cual el Dios altísimo decide humillarse para levantar a sus criaturas.
El Misterio del Ocultamiento
¿Por qué se oculta Dios? ¿Por qué no se muestra en toda su gloria? Los Padres del Desierto enseñaban que el hombre debe aprender a recibir a Dios en silencio, no con palabras pretenciosas ni definiciones precisas. El silencio, decían, es el lenguaje propio de Dios. Es en la cueva del corazón, en el espacio despojado de ruido y ansiedad, donde el alma percibe la presencia.
San Juan Climaco escribe: “El que ha conocido el silencio ha conocido a Dios.” Este silencio no es solo ausencia de palabras; es un despojamiento interior. Es la entrega del intelecto, de las imágenes, de los deseos. Es entrar en la nube, sabiendo que allí no hay control, solo entrega. Así, el asiento de misericordia nos enseña que el encuentro con Dios no ocurre por conquista intelectual ni por mérito espiritual, sino por gracia que se derrama sobre el alma que se reconoce pobre, desnuda, necesitada.
El Asiento que Habla del Amor
Cuando miramos el asiento de misericordia, descubrimos un símbolo de amor radical. Allí no se exigía al pueblo que resolviera sus pecados por sí mismo. Allí no se colocaban obras ni sacrificios humanos para calmar a un dios iracundo. Allí se derramaba sangre: no como pago, sino como señal. La sangre rociada era un recordatorio del pacto, una expresión de que Dios mismo proporcionaba el medio para la reconciliación.
“En esto consiste el amor verdadero: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como sacrificio para quitar nuestros pecados.” (1 Juan 4:10, NTV). El asiento de misericordia, visto desde el Nuevo Testamento, se convierte en figura de Cristo, el verdadero lugar de encuentro, el verdadero mediador. En él, la gloria y el quebranto se abrazan. En él, el pecado es cargado y la misericordia es derramada.
La Humildad como Umbral
Los Padres del Desierto eran hombres y mujeres que abandonaban todo para buscar este misterio. Vivían en las cuevas, en las montañas, en las soledades del desierto, porque entendían que solo despojándose de lo externo podían abrirse al encuentro con el Dios escondido. Para ellos, el asiento de misericordia era más que un objeto en Jerusalén: era una realidad viva, un llamado constante a vivir de rodillas.
Abba Poemen decía: “Donde hay humildad, allí se derrama la gloria.” Poemen fue uno de los más sabios y compasivos entre los llamados Padres del Desierto, monjes del siglo IV que se retiraron a las soledades de Egipto para buscar a Dios en el silencio, la oración y la renuncia radical. Su nombre, que significa “pastor” en griego, refleja bien su carácter: era guía de almas, consejero de muchos, y sus enseñanzas han sobrevivido por siglos como faros de sabiduría espiritual.
El asiento de misericordia nos recuerda que la gloria divina no destruye al humilde; lo cubre, lo envuelve, lo transforma. En la lógica del Reino, no se accede a la gloria por conquista, sino por rendición. La gloria no es fuego que consume, sino luz que desciende suavemente sobre quienes bajan la cabeza. Solo el orgulloso teme la gloria, porque sabe que será quebrado. Pero el humilde entra confiado, sabiendo que el Dios que habita entre los querubines es el mismo que dice: “El sacrificio que sí deseas es un espíritu quebrantado; tú no rechazarás un corazón arrepentido y quebrantado, oh Dios.” (Salmo 51:17, NTV).
Vivir desde el Misterio
¿Cómo vive hoy el creyente ante este misterio? En primer lugar, con reverencia. Hemos perdido, muchas veces, la conciencia del Santo. Hablamos de Dios como si fuera un objeto de consumo, como si fuera un producto de nuestra fabricación. El asiento de misericordia nos llama a recuperar el asombro. Como Moisés ante la zarza ardiente, debemos descalzarnos, porque el suelo es santo. Como Isaías ante la visión del trono, debemos reconocer: “¡Ay de mí, que estoy perdido!” (Isaías 6:5, NVI).
Pero no solo reverencia: también confianza. Porque el Dios que se sienta entre los querubines es el mismo que extiende su misericordia a quienes lo buscan. “Así que acerquémonos con toda confianza al trono de la gracia de nuestro Dios. Allí recibiremos su misericordia y encontraremos la gracia que nos ayudará cuando más la necesitemos.” (Hebreos 4:16, NTV). El asiento de misericordia es, en última instancia, un lugar de refugio. No de condenación, sino de acogida. No de destrucción, sino de restauración.
El Silencio que Abraza
Cuando entres en oración, cuando cierres la puerta de tu habitación, recuerda: estás cruzando el umbral. Estás entrando al Santo de los Santos. No importa si no sientes nada, no importa si tus palabras son torpes o repetitivas. Lo esencial no es lo que tú llevas al asiento de misericordia, sino lo que allí recibes: un amor que te envuelve, una gloria que te cubre, una misericordia que te sostiene.
Los Padres del Desierto enseñaban a sentarse en silencio, a repetir una sola frase: “Señor Jesús, ten piedad de mí.” Esa oración sencilla se convierte en un eco del asiento de misericordia: es reconocer que todo lo que somos depende de la misericordia que desciende. No hay mérito, no hay fuerza, no hay logro que nos acerque a Dios. Solo gracia, solo don, solo amor gratuito.
Conclusión
Hoy, cuando contemples el asiento de misericordia, no lo mires como un objeto del pasado ni como una figura teológica abstracta. Míralo como el espacio donde el Dios eterno sigue encontrándose contigo. Como el lugar donde tu quebranto no es motivo de huida, sino de abrazo. Como el trono desde el cual la gloria desciende, no para aplastarte, sino para cubrirte.
Recuerda las palabras del salmista, “El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y está lleno de amor inagotable.” (Salmo 103:8, NTV). Este es el Dios que habita entre los querubines. Este es el Dios que, velado en la nube, desciende para cubrirte. Este es el Dios que te llama a cruzar el umbral, a entrar en el misterio, a dejarte transformar.
Así, como los antiguos monjes, como el sumo sacerdote que temblaba al entrar, tú también puedes acercarte hoy. No para dominar el misterio, sino para ser abrazado por él. No para comprenderlo todo, sino para dejarte envolver por la gloria que cubre al quebrantado.
“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu gran amor; conforme a tu misericordia, borra mis transgresiones.” (Salmo 51:1, NVI). Esta es nuestra oración eterna, nuestro clamor constante. Y este es el eco que resuena en el asiento de misericordia, donde la gloria sigue encontrando al quebranto.