Serie: Cuando Dios Habla Primero
Subtítulo: Siete llamadas sagradas para volver a caminar con Él
Entrada 3: Escucha
La fe no comienza con hacer, sino con oír
Hay voces que nos atraviesan sin que podamos nombrarlas. Y otras que, cuando finalmente se escuchan, nos parten el alma en dos. La voz de Dios es ambas cosas: invisible como el viento, pero imposible de ignorar una vez que nos toca.
En este camino espiritual donde aprendemos a callar, la siguiente exigencia no es hacer algo. Es algo aún más radical: escuchar. Porque el alma que guarda silencio no está evadiendo el mundo; se está preparando para ser atravesada por la Palabra.
Escuchar no es una función del oído, es un acto del corazón. Es una disposición interior, una sintonía con lo eterno. Escuchar a Dios no significa simplemente oír una frase desde el cielo; es vivir con la convicción de que el Reino se acerca, y con él, la voz del Rey.
“Escucha, Israel: El SEÑOR nuestro Dios es el único SEÑOR.” (Deuteronomio 6:4, NVI). Ese Shemá antiguo aún resuena como trueno suave en las paredes del alma. Escuchar a Dios es recordar quién es Él, y recordar que Él es Uno, inmutable, suficiente, presente. Pero también es aceptar que Su voz, aunque eterna, se sigue pronunciando hoy.
Muchos de nosotros hemos confundido el oír con el escuchar. Hemos leído la Biblia sin atención, hemos escuchado predicaciones sin entrega, hemos orado sin estar presentes. La escucha verdadera exige rendición. Y en esa rendición, descubrimos que Dios no habla para entretenernos, sino para transformarnos.
Escuchar a Dios requiere una postura interior que no se consigue en la prisa ni en el ruido. Como Elías en la cueva, debemos esperar a que pase el terremoto, el fuego, el viento… y allí, en el murmullo apacible, reconocer que Él está hablando (1 Reyes 19:11–12). ¿Cuántas veces buscamos a Dios en lo grandioso, cuando Él nos espera en el susurro?
En los años más difíciles de mi vida, cuando mi cuerpo estaba enfermo y mi alma aún más cansada, dejé de esperar revelaciones estruendosas. Comencé a leer las Escrituras no como quien busca un manual, sino como quien busca al Amado. Y fue allí, en los pasajes que ya conocía de memoria, donde Él me habló con una voz nueva.
Un día, leyendo Juan 10, me detuve en el versículo 27 (LBLA): “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen”. No decía que todas las ovejas hablaban bien, o que todas hacían lo correcto. Decía que escuchaban. Y en su escuchar, demostraban a quién pertenecían. Porque la escucha revela identidad. Quien escucha a Dios se identifica como suyo. Y quien no, está perdido en su propio eco.
Pero hay algo más. Escuchar a Dios no es solo asunto de devoción privada. Es también un acto de discernimiento. Vivimos en una época donde demasiadas voces compiten por atención: redes sociales, opiniones, diagnósticos, miedo, ideologías. Y en medio de esa cacofonía, discernir la voz del Buen Pastor es más urgente que nunca.
Jesús advirtió que habría muchas voces. Dijo que vendrían falsos pastores, ladrones disfrazados. Pero también dijo que sus ovejas no seguirían a un extraño. No porque tuvieran un don especial, sino porque reconocían Su voz. Escuchar, entonces, es un antídoto contra el extravío. Es la brújula interna que sólo se alinea cuando el alma ha aprendido a guardar silencio y a esperar con el oído del corazón abierto.
Hay días en los que la voz de Dios viene como promesa. Otros días como corrección. Algunos días no dice nada, y ese silencio también es una forma de hablar. Pero cada forma, cada susurro, cada peso invisible sobre el pecho, tiene un propósito: formar a Cristo en nosotros.
Escuchar a Dios no significa vivir escuchando voces todo el tiempo. No es una experiencia mística continua, ni una emocionalidad desbordada. Es más sutil. Más profunda. A veces, es simplemente saber en lo más íntimo que debes llamar a alguien, renunciar a algo, esperar un poco más. Esa certeza suave, que no se puede explicar pero que tampoco se puede negar, esa es la voz que guía a los hijos de Dios.
Y aquí está el misterio: el Espíritu Santo no nos grita. Él recuerda. Nos recuerda lo que Jesús dijo, lo que está escrito, lo que en lo profundo ya sabíamos pero habíamos olvidado. Como Jesús prometió en Juan 14:26 (NBLA): “»Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en Mi nombre, Él les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que les he dicho”.
Ese recordar no es una simple remembranza mental. Es un acto viviente. Es como si la Palabra escrita de pronto se volviera Palabra pronunciada, y nos abrazara desde dentro. Y entonces, ya no dudamos. No porque entendamos todo, sino porque reconocemos la voz que nos ha salvado antes.
A veces me preguntan: “¿Cómo sé que es Dios quien me habla?”. No hay fórmula. Pero puedo decir esto: cuando es Su voz, no te infla el ego ni te hunde en desesperación. Te llama por tu nombre y te devuelve a ti mismo. Te conduce al arrepentimiento sin condenación. Te mueve a obedecer con gozo, aunque cueste. Y sobre todo, te lleva a la cruz.
Escuchar es morir al ruido interior. Es crucificar la necesidad de controlar. Es dejar de construir discursos para empezar a vivir en respuesta. Es bajar la guardia para que Dios pueda hablar sin tener que derribar tus defensas.
Y cuando escuchamos, cambia todo. No porque tengamos más información, sino porque nos volvemos conscientes de que el cielo ha hablado. Y si el cielo ha hablado, el alma debe postrarse.
El mundo cristiano ha llenado sus reuniones de palabras. Pero lo que necesitamos no es hablar más de Dios. Es escucharlo de verdad. Y para eso, debemos volver al lugar secreto. No como ritual. No como obligación. Sino como acto desesperado de amor. Porque quien escucha, ama. Y quien ama, se calla para oír mejor.