Está bien no estar bien
En los últimos días, he vivido un intenso viaje emocional lleno de altibajos. Todo empezó cuando tomé una decisión importante que cambió por completo el rumbo de mi vida. Esta elección, que llevaba tiempo considerando, de repente se hizo evidente y supe que tenía que actuar, por muy doloroso que fuera para ambas partes. Mientras atravesaba las consecuencias de dicha decisión, sentí un torbellino de emociones (alivio, miedo, emoción e incertidumbre) que luchaban por captar mi atención. Era como un bullicio que resonaba en mi mente y en mi ser. Cada momento traía nuevos desafíos y oportunidades, y me hacía preguntarme cómo afectaría este cambio a mi futuro. La experiencia fue dolorosa y, en el proceso, causé dolor a alguien a quien apreciaba profundamente. Pero la verdad es que yo no estaba bien. Había luchas internas profundas que exigían mi atención, aspectos de mí que necesitaban ser examinados y sanados antes de que pudiera siquiera pensar en seguir adelante. ¿Me dolía tomar la decisión? Era un dolor punzante que persistía en mi pecho, un recordatorio constante de la agitación interior que clamaba por paz mental y emocional.
Desde una edad temprana, hemos sido condicionados a ocultar cualquier indicio de que no estamos bien emocional o mentalmente. Dentro de la cultura tradicional de la iglesia, existe una creencia generalizada de que la perfección no solo se espera sino que es obligatoria. Esta ideología impone una carga pesada, sugiriendo que la vulnerabilidad y el reconocimiento de las luchas emocionales y psicológicas son signos de debilidad y falta de confianza en Dios. Que evidencia que no estamos confiando, mucho menos descansando completamente en Dios. Como resultado, las personas a menudo se sienten aisladas en su dolor, temiendo el juicio o el rechazo, por parte de su comunidad de fe y de su autoridad espiritual, por expresar sus verdaderos sentimientos. Esta mentalidad y expectativa malsana crean un entorno donde muchos luchan en silencio con su confusión interior, anhelando apoyo y comprensión mientras se sienten atrapados por el peso de expectativas poco realistas. El llanto y el clamor ahogado, es una realidad que no debemos obviar.
Las consecuencias de lo que creo que es uno de los conceptos erróneos más peligrosos y destructivos (el callar y no reconocer la importancia de la salud mental) son evidentes en la Iglesia hoy: numerosas personas se sienten rotas e incompletas. Muchas de estas personas llevan heridas emocionales que no han sido abordadas, lo que lleva a problemas sin resolver que impregnan cada área de sus vidas, incluidas sus relaciones, trabajo y su peregrinar espiritual. Lamentablemente, en el proceso, las personas resultan heridas. A pesar de la clara necesidad de reconocer y dar apoyo en torno a la salud mental, este tema ha sido en gran medida dejado de lado dentro de la Iglesia. Las luchas por la salud mental han sido etiquetadas incorrectamente como preocupaciones seculares, perpetuando la falsa noción de que los cristianos son inmunes a tales experiencias. Este rechazo ha creado un entorno en el que quienes sufren en silencio son reacios a buscar ayuda o compartir sus luchas, lo que deja a muchos solos frente a su dolor. Es crucial que la Iglesia reconozca la importancia de la salud mental y fomente una atmósfera de apoyo donde pueda producirse la sanidad mental y emocional que Dios quiere traer.
Me identifico profundamente con el salmista, que expresa vívidamente el estrés que enfrentó: “Muy de mañana me levanto a pedir ayuda” (Salmo 119:147, NVI).
Este versículo ilustra vívidamente la respuesta emocional del salmista: se sintió abrumado por la tristeza y gritó de angustia, expresando la profundidad de sus sentimientos a través de las lágrimas. A lo largo de mi vida, me he encontrado con varias ocasiones en las que una intensa ola de estrés, confusión y una necesidad desesperada de huir me abrumaron, culminando finalmente en ataques de pánico. En esos momentos angustiosos, me sentí completamente perdido e impotente, incapaz de comprender los sentimientos y sensaciones caóticas que me envolvían. Mi corazón se aceleraba, mis pensamientos se descontrolaban y me costaba respirar, pero no podía identificar la razón detrás de estas reacciones.
No fue hasta que busqué el apoyo de un profesional de la salud mental que comencé a comprender lo que había estado experimentando. A través de nuestras conversaciones y orientación, aprendí a reconocer estos episodios por lo que eran: ataques de pánico. Esta nueva conciencia fue crucial en mi camino hacia una gestión más eficaz de la ansiedad y el estrés que estaba experimentando.
A lo largo de mi camino de autodescubrimiento y sanidad, tomé la valiente decisión de compartir abiertamente con Dios (claro que él ya lo sabía) las ideas y emociones que habían surgido durante mis sesiones con mi profesional de la salud mental. Busqué orientación y claridad al presentar estas experiencias ante la Palabra y el Espíritu Santo. Este proceso resultó profundamente transformador y me llevó a una profunda sensación de sanidad y liberación que tanto anhelaba. La combinación de reflexión espiritual y apoyo profesional me permitió abordar mis luchas de manera integral, allanando el camino para una renovada sensación de esperanza y libertad en mi vida. Dejando así paso a que el Espíritu Santo hiciera su obra en mi vida.
El fin de semana pasado, me subí a un avión, lleno de anticipación y temor, para reunirme con mi mejor amigo y su maravillosa familia. Llegué cargado con el peso de mis emociones; me sentía roto y herido como si estuviera arrastrando una pesada mochila llena de dolor, frustración, y fracaso detrás de mí.
Las heridas de mis recientes decisiones todavía estaban dolorosamente frescas, como si estuvieran abiertas y sangrando. No tuve problemas para identificar dónde me equivoqué; podía ver cada error con claridad y estaba listo para asumir la plena responsabilidad de mis acciones. Sin embargo, reconocer mis errores no se llevo de primera instancia la sensación de dolor y fracaso que me invadía.
Como alguien que siempre ha prosperado estando rodeado de otras personas, soy una persona sociable de pies a cabeza. Aprecio la risa y la conexión que surgen al pasar tiempo con familiares y amigos. Este contraste hizo que mi situación fuera aún más desafiante; la realidad de haber lastimado a alguien a quien amo y por quién me preocupe sinceramente me afectó profundamente. El peso de mis acciones y la decepción resultante pesaban sobre mí, haciéndome abrir mi corazón debido a la sobredosis de amor que mi amigo y su familia derramaron sobre mí.
Se acercaron a mí con el corazón y la mente abiertos, negándose a juzgar mis circunstancias. En cambio, se tomaron el tiempo para escuchar realmente mis sentimientos y mis luchas, creando un espacio seguro para que yo pudiera expresarme. Me cubrieron de amor, una señal tangible de su apoyo, asegurándose de que me sintiera cuidado y valorado. Más importante aún, enfatizaron que no me definían mis errores o defectos pasados, asegurándome que nuestra relación se basaba en el amor y la comprensión. Dejaron en claro que su amor por mí era inquebrantable y seguiría siendo fuerte, sin importar los desafíos que pudieran surgir.
Dios tenía un plan específico para mí, aun cuando yo no lo comprendía del todo. Gracias a su guía, me encontré subiendo,lleno de incertidumbre, a un avión y después haciendo transbordo en un autobús que me llevaría a una pequeña iglesia de la que nunca había oído hablar antes. Mientras hacía este viaje, sentí en mi espíritu una sensación de propósito divino que me decía que me iba a encontrar con Dios. No estaba en absoluto preparado para las profundas experiencias y revelaciones que el Espíritu Santo estaba a punto de traer a mi vida. Los momentos que me esperaban en esta iglesia estarían llenos de una realización tangible de la presencia de Dios.
Me senté allí, en esa pequeña iglesia, en silencio, absorbiendo la atmósfera que me rodeaba. Mi mente estaba en un estado reflexivo, optando por una posición de receptividad en lugar de participación activa. Mientras escuchaba atentamente, sentí una profunda conexión con el momento y con el mover del Espíritu Santo que estaba ocurriendo en ese lugar. El orador principal pronunció un mensaje profundo el domingo por la mañana, enfatizando que mientras Dios esté presente entre nosotros, siempre habrá una palabra de Él para ofrecernos sabiduría y consuelo.
Durante ese tiempo, mis pensamientos y oraciones se centraron en las sentidas palabras del salmista. Me encontré repitiendo sus palabras en mi mente, buscando consuelo y guía en su profundidad y significado. Fue un momento de reflexión espiritual, y sentí una poderosa sensación de presencia y propósito simplemente al recibir el mensaje que el Espíritu Santo estaba trayendo. Esta era mi oración: “conforme a tus leyes, Señor, dame vida.” (Salmo 119:149, NVI).
Experimenté la profunda calidez y el amor de “desconocidos” que amablemente me recibieron en medio suyo, aunque sabían poco sobre mí. Su única conexión conmigo era mi amistad con uno de los oradores de ese encuentro. Al tomar asiento en la pintoresca y humilde iglesia ubicada en la frontera mexicana con Arizona, sentí una ola del amor del Padre que me invadió.
En esa atmósfera serena, la presencia del Espíritu Santo se volvió innegablemente real; me envolvió, llegó a lo profundo de mi corazón y encendió una chispa de fe dentro de mí que trajo mayor paz a mi corazón atribulado. La experiencia fue verdaderamente increíble, ilustrando el extraordinario poder del evangelio para unir a personas de diversos trasfondos.
Fue reconfortante presenciar cómo obra el Espíritu Santo, uniéndonos en comunión e impulsándonos a abrazar a personas que nunca habíamos conocido antes. En ese momento, nos transformamos en algo más grande que nosotros mismos; nos convertimos en una familia, unida por nuestra fe en Dios y el amor mutuo. De hecho, todos somos parte del mismo cuerpo, el cuerpo de Cristo, y esa conexión se manifestó en esa reunión.
Durante el vuelo de regreso a casa, decidí sacar mi Biblia para reflexionar un poco. Mientras hojeaba las páginas, me sentí atraída por el Salmo 119:152 (NVI). Las poderosas palabras resonaron profundamente en mí, provocando un momento de contemplación y gratitud a pesar del ruido y el bullicio de la decisión que tomé, que hizo sangrar mi corazón. Cada versículo parecía ofrecer consuelo y sabiduría, recordándome la fortaleza que se encuentra en la fe durante los tiempos de transición:
Desde hace mucho conozco tus mandatos,
los cuales estableciste para siempre.
Mientras estaba en el vuelo de regreso a casa, sentí la profunda presencia del Espíritu Santo que hablaba a lo más profundo de mi ser. El mensaje resonó con claridad: “Soy inmutable; mi naturaleza y mis verdades son eternas. Has sido llamado para un propósito único y significativo en este mundo. Tu designación es compartir mi corazón y mi mensaje vivificante con aquellos a quienes te llevaré. Te he dotado de una visión y un entendimiento especiales que te permiten conectar profundamente con los demás. Hoy, quiero afirmar mis palabras de amor, sanidad y restauración sobre tu vida. Acepta esta misión, porque es una parte vital de mi plan divino para tu vida”.
La verdad de Dios nos ofrece un profundo consuelo y seguridad en nuestras vidas. Actúa como un fundamento sólido, muy parecido a una roca, que nos permite permanecer firmes en medio de los desafíos de la vida y nos permite ver un futuro más brillante en el horizonte. Las palabras de Dios son intrínsecamente verdaderas; su esencia y naturaleza resuenan con honestidad e integridad. Jesús enfatizó esta poderosa realidad al afirmar que la verdad nos hace libres. Él encarna esta verdad, y podemos confiar plenamente en Él y en la guía del Espíritu Santo cuando nos enfrentamos a situaciones dolorosas y difíciles.
Aceptar la verdad puede llevarnos a momentos de incomodidad, especialmente cuando se nos pide que confrontemos nuestras deficiencias o errores pasados. Sin embargo, es esencial reconocer que, aunque el proceso pueda ser desafiante, la verdad nunca nos hará daño. Por el contrario, sirve como el camino hacia la libertad y la sanidad.
Creo firmemente que el Espíritu Santo está trabajando activamente en tu vida, esforzándose por recordarte su deseo de liberarte de todo lo que te mantiene cautivo. Él quiere romper el yugo de las cargas y las cadenas forjadas por el pecado, las relaciones fracturadas, los sentimientos de abandono y la ansiedad generalizada. Al reconocer y aceptar la verdad, te abres a una experiencia transformadora que conduce a una libertad y una paz duraderas. La libertad, la sanidad y la restauración provienen del mismo trono de Dios.
Toda palabra que viene de Dios es fundamentalmente inmutable y eterna. Cuando Dios hace una promesa o entrega un mensaje, se cumplirá en el momento y la manera adecuados. Esta seguridad no se basa simplemente en una vaga esperanza, sino en una profunda creencia de que las palabras pronunciadas por el Espíritu Santo no están sujetas a cambio ni alteración.
Comprender la inmutabilidad de las promesas de Dios infunde en nosotros un profundo sentido de confianza, ya que podemos confiar en Su fidelidad. Esta confianza transforma nuestra perspectiva, brindándonos paz en tiempos de incertidumbre y seguridad en medio de los desafíos de la vida. Saber que las palabras de Dios son firmes nos permite transitar nuestras vidas con un mayor sentido de propósito y estabilidad, ya que descansamos seguros de que lo que Él ha declarado se cumplirá. El Espíritu Santo te tranquiliza suavemente, diciendo: “Soy inquebrantable e inmutable, por lo que mis promesas para ti siguen siendo firmes y eternas. Ninguna fuerza o circunstancia las alterará jamás. Consuélate con esta verdad y encuentra paz en la seguridad inquebrantable de mi palabra”.
La palabra de Dios hablada sobre nuestras vidas sirve como un fundamento sólido, que establece las verdades profundas que vienen del cielo y las infinitas posibilidades y realidades que se alinean con nuestra realidad para producir una transformación completa y perfecta. Esta palabra actúa como una roca sólida sobre la que podemos construir nuestras vidas. Cuando el Espíritu Santo imparte una palabra específica para ti, abre una puerta para que el obrar (mover) sobrenatural de Dios entre y transforme tu realidad de maneras extraordinarias.
Además, la palabra de Dios aporta claridad y estabilidad a nuestras mentes, ofreciéndonos una sensación de inmensa seguridad en un mundo a impredecible y roto. Al meditar en sus promesas, podemos experimentar una profunda paz en nuestros corazones, sabiendo que somos guiados y protegidos. En nuestro espíritu, la palabra infunde una confianza audaz que nos fortalece, reforzando la convicción de que todo lo que Dios ha declarado, Él puede hacerlo realidad. Esta seguridad nos permite navegar por la vida con fe y esperanza, confiando en la verdad inquebrantable de sus promesas.
Durante la conferencia a la que asistí, recibí una poderosa palabra profética que impactó significativamente mi vida. Lo que me dijeron no solo me dio mayor claridad sobre la decisión que había tomado, sino que también me llenó de una profunda sensación de paz. Esta seguridad me ayudó a darme cuenta de que había elegido el mejor camino a seguir.
Al escuchar a este pastor, que ya lo considero mi amigo, pude sentir la fuerza de sus palabras resonando profundamente dentro de mí. Era el Espíritu Santo hablándome directamente al corazón. Habló con tanta convicción y perspicacia que no pude evitar sentir una oleada de confianza. El Espíritu Santo me recordó que Dios me guía y me protege constantemente en todo lo que hago, lo pueda ver o no, lo pueda reconocer o no en el momento.
El momento fue verdaderamente transformador, ya que el Espíritu Santo se movió dentro de mí y me declaró verdades que hablaban directamente a mi espíritu. Sentí una abrumadora sensación de afirmación, sabiendo que no estoy solo en mi camino y que el apoyo divino siempre está presente. Esta experiencia ha reforzado mi fe y me ha animado a confiar en el camino que Él me ha trazado.
En mi espíritu, sentí que el Espíritu Santo me miraba con una expresión cálida y tranquilizadora, ofreciéndome consuelo y esperanza. Luego, amorosamente, susurró: “Hijo, debes saber que siempre estaré a tu lado, guiándote mientras navegas por esta difícil etapa de tu vida. Deseaba fervientemente que nada de esta agitación hubiera sucedido, pero pensar en el pasado ya no es importante. Ya no importa que hayas elegido girar a la izquierda cuando te aconsejé que fueras a la derecha. Lo que realmente importa es que has decidido volver a dedicarme tu vida, otorgándome la autoridad para hablar en tu vida y guiarte a partir de este momento. Recuerda siempre que estoy contigo en cada paso del camino. Te amo profundamente y siempre tendrás un lugar especial en mi corazón como mi hijo amado”.