Graneros en paz, plazas en calma
Hijos que florecen, trabajo con rostro humano y felicidad en el Señor (Salmo 144:12–15)
Serie: La Roca y la Ciudad
Sabiduría que forma, protección que sostiene y prosperidad para el bien común.
Entrada #4
He imaginado esa tarde muchas veces: el sol inclinado, la brisa tibia que atraviesa la plaza, el repique suave de los pasos y las risas de los niños como campanillas de agua. No hay sirenas. No hay voces que rompan la calle. Solo el murmullo de la vida que sigue su curso cuando la paz encuentra casa en lo cotidiano. En la memoria del salmista aparece un paisaje así, y lo pone en palabras que valen más que un plano urbano: “Que nuestros hijos florezcan en su juventud como plantas bien nutridas; que nuestras hijas sean como columnas elegantes, talladas para embellecer un palacio.” (Salmos 144:12, NTV). Este deseo no es adorno. Es el centro de una visión donde la bendición baja de la Roca hasta los patios de la ciudad y se vuelve sostén de hogares, talleres, escuelas y mercados.
Las “plantas bien nutridas” requieren suelo, agua, luz y cuidado. No crecen por decreto. Crecen porque alguien riega a tiempo, poda con ternura, abre espacio para que la luz alcance los rincones. Así crecen los hijos: a la sombra de palabras que bendicen, de límites que orientan, de mesas que encienden la conversación y de oraciones que les otorgan una casa interior. La Escritura lo ha dicho con claridad desde antiguo: “»Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón. »Las enseñarás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes.” (Deuteronomio 6:6–7, NBLA). En ese repetir con paciencia, la fe se vuelve herencia tangible. No un discurso suelto, sino una forma de habitar el tiempo con Dios.
“Columnas elegantes” habla de hijas con dignidad esculpida. Columnas que sostienen belleza y peso a la vez, que no se doblan ante vientos inconstantes, que embellecen la casa con su sola presencia. Para llegar a serlo, necesitan voces que recuerden su valor, comunidades que protejan su integridad, espacios que honren su vocación. El Salmo 78 propone el método intergeneracional que hace posible ese futuro: “No las esconderemos de sus descendientes; hablaremos a la generación venidera del poder del Señor, de sus proezas y de las maravillas que ha hecho.… Así ellos pondrían su confianza en Dios” (Salmo 78:4,7, NVI). Cuando los mayores narran con verdad cómo han visto la fidelidad de Dios, las jóvenes encuentran un suelo firme para su identidad y una brújula para su camino.
La bendición que desciende sobre los hijos y las hijas se vuelve entonces proyecto de ciudad. Mentores que invierten su tiempo, matrimonios que abren su mesa, abuelas y abuelos que sostienen con oración y memoria, maestros que educan con paciencia y exigencia, iglesias que acompañan procesos con cariño y verdad. El resultado no se mide en aplausos, se mide en rostros. En miradas que saben quiénes son y hacia dónde van. En jóvenes que aprenden a decir “sí” con propósito y “no” con paz. En chicas que descubren la fuerza mansa de la sabiduría y la belleza que nace de un corazón que confía. Allí la promesa de Dios comienza a sentirse como clima.
El poema avanza hacia graneros y rebaños, hacia ese mundo donde el trabajo tiene rostro humano: “Que nuestros graneros estén llenos de toda clase de cosechas; que los rebaños en nuestros campos se multipliquen de a miles, y hasta de a diez miles,” (Salmos 144:13, NTV). La Biblia no se incomoda cuando la oración toca la economía. La eleva, la purifica y la orienta. Presenta la abundancia como resultado de la bendición y como oportunidad para la generosidad. Quien ha probado la fidelidad del Señor encuentra su regla de oro: “Unos dan a manos llenas y reciben más de lo que dan; otros retienen indebidamente sus bienes y acaban en la miseria. El que es generoso prospera; el que reanima a otros será reanimado.” (Proverbios 11:24–25, NVI). La prosperidad aprende su destino: convertir la abundancia en cauces que alivian y levantan.
El corazón, educado por la Roca, empieza a entender la ecuación del Reino: semilla, trabajo, justicia, gratitud y reparto. “Recuerden esto: El que siembra escasamente, escasamente cosechará, y el que siembra en abundancia, en abundancia cosechará. Cada uno debe dar según lo que haya decidido en su corazón, no de mala gana ni por obligación, porque Dios ama al que da con alegría. Y Dios puede hacer que toda gracia abunde para ustedes, de manera que siempre, en toda circunstancia, tengan todo lo necesario y toda buena obra abunde en ustedes.” (2 Corintios 9:6–8, NVI). Aquí no hay magia. Hay obediencia que planifica, manos que trabajan con excelencia, integridad en los tratos, descanso sabático que rehúsa la explotación, ahorro con propósito y donación que canta. En ese ecosistema, los graneros llenos se vuelven mesas que alcanzan para más, salarios justos, becas que abren estudios, herramientas que se comparten, programas de capacitación que multiplican habilidades. Así, los rebaños “se multiplican” y el bien común respira.
El salmista añade una imagen que hace visible el peso del trabajo y la necesidad de orden público: “y que nuestros bueyes estén muy cargados de alimentos. Que ningún enemigo penetre nuestras murallas, ni nos lleve cautivos, ni haya gritos de alarma en las plazas de nuestras ciudades.” (Salmos 144:14, NTV). Bueyes con carga abundante hablan de oficios que prosperan, de logística que funciona, de manos suficientes para la cosecha. Murallas sin enemigos y plazas sin gritos dibujan el sueño de toda colonia: seguridad que no aplasta, justicia que protege, convivencia que devuelve confianza. La paz social no se improvisa. Se construye con miles de decisiones pequeñas que honran a Dios y al vecino. La Palabra escribe una ruta en voz baja que conviene practicar: “A tales personas ordenamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que tranquilamente se pongan a trabajar para ganarse la vida.” (2 Tesalonicenses 3:12, NVI). Vida tranquila, trabajo digno, pan suficiente: tres regalos que se cuidan con oración, leyes justas y corazones limpios.
Pedir plazas sin gritos implica también caminar hacia la reconciliación cotidiana. “Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos.” (Romanos 12:18, NVI). Esta frase suena a agenda viable: conversaciones que cierran heridas, disculpas con nombre propio, acuerdos transparentes, renuncia a la trampa rápida, paciencia con procesos largos. Cuando estos gestos se convierten en hábitos, la ciudad lo nota. Aparecen menos muros en la lengua y más puentes en las manos. Crece la confianza entre vecinos, y los niños vuelven a usar la calle como su primera cancha. Los profetas lo vieron venir, y lo dijeron con palabras que aún hoy consuelan: “La obra de la justicia será paz, y el servicio de la justicia, tranquilidad y confianza para siempre.” (Isaías 32:17, NBLA). La justicia abre camino, la paz establece su carpa.
Esta visión no se queda en el mapa. Baja a la casa. En la mesa familiar, la prosperidad toma el tono de la gratitud y del contenido. En el contrato, el número final lleva verdad y rostro. En el almacén, el inventario se hace con honestidad. En la bodega, el descanso se respeta. En el diseño de políticas, la dignidad humana guía. En el púlpito, la bendición se expresa con mansedumbre y llamado a la integridad. En el barrio, el que tiene un poco más decide compartir. “No niegues el bien a quienes lo necesitan, si en tu mano está hacerlo.” (Proverbios 3:27, NVI). Es la manera más sencilla de reforzar muros invisibles que protegen a los vulnerables.
El cántico del salmista se eleva entonces hacia una proclamación que corona todo el cuadro: “¡Felices los que viven así! Felices de verdad son los que tienen a Dios como el SEÑOR.” (Salmos 144:15, NTV). La felicidad verdadera se parece a un gobierno interior. No es euforia. Es un orden del alma que imprime claridad en las tareas y descanso en la espera. La Escritura ofrece un retrato del bienaventurado que camina con esa estabilidad: “Es como el árbol plantado a la orilla de un río que, cuando llega su tiempo, da fruto y sus hojas jamás se marchitan. Todo cuanto hace prospera.” (Salmo 1:3, NVI). Ese fruto llega a su tiempo. Ni antes ni después. El calendario del cielo enseña a esperar sin agitarse y a trabajar sin perder el rostro de quienes nos rodean.
En esa dicha madura, la paz de las plazas y la abundancia de los graneros se vuelven espacio para hacer justicia y practicar misericordia. La voz antigua vuelve a insistir: “si te dedicas a ayudar a los hambrientos y a saciar la necesidad del desvalido, entonces brillará tu luz en las tinieblas y como el mediodía será tu noche. El Señor te guiará siempre; te saciará en tierras resecas y fortalecerá tus huesos. Serás como jardín bien regado, como manantial cuyas aguas no se agotan. Tu pueblo reconstruirá las ruinas antiguas y levantará los cimientos de antaño; serás llamado “reparador de muros derruidos”, “restaurador de calles transitables”.” (Isaías 58:10–12, NVI). El trabajo con rostro humano no es solo producir; es reparar. Y en esa reparación se manifiesta la belleza del Reino que ya asoma: calles con vida, familias con sostén, escuelas que florecen, oficios que se dignifican, mesas donde sobra conversación y alcanza el pan.
Vivir así exige mantener encendida la tensión buena del tiempo en que habitamos. Ya vemos brotes —la risa de los niños en la plaza, el salario justo, la reconciliación entre vecinos— y todavía aguardamos la plena restauración. Este “ya pero todavía no” no nos paraliza. Nos orienta. “El que estaba sentado en el trono dijo: «¡Yo hago nuevas todas las cosas!». Y añadió: «Escribe, porque estas palabras son verdaderas y dignas de confianza».’” (Apocalipsis 21:5, NVI). Esa voz promete y trabaja hoy mismo en los pliegues de nuestra historia. Por eso la felicidad de tener a Dios como Señor no depende del clima económico ni del humor social. Nace de la certeza de que la Roca sostiene, el Entrenador forma, el Aliado protege, y el Padre provee para repartir.
Quizá hoy te toque un gesto pequeño que apunte en la dirección del salmo: bendecir a tus hijos con una mano sobre la cabeza y una frase que los plante como plantas bien nutridas; animar a una joven para que recuerde que fue diseñada como columna con belleza y fortaleza; pagar a tiempo y con justicia; mirar tus cuentas a la luz de la verdad; apartar un porcentaje para apoyar a alguien que estudia; encender una lámpara afuera de tu casa como señal de hospitalidad; orar por tu colonia calle por calle; invitar a tus colaboradores a planear con honestidad y esperanza. Son acciones discretas, pero tallan futuro.
Si el cansancio se siente pesado, toma aire con una promesa que sostiene jornadas: “El SEÑOR te concederá abundancia de bienes: multiplicará tus hijos, tu ganado y tus cosechas en la tierra que a tus antepasados juró que te daría.” (Deuteronomio 28:11–12, NVI). Esta palabra no excita expectativas febriles; enseña a respirar con fe y a perseverar sin aspavientos. Y al final del día, cuando la ciudad se aquieta, vuelve a pronunciar la bienaventuranza del salmista. Hazla oración: felices quienes viven así, felices quienes reconocen al Señor como Señor (Salmos 144:15, NTV). Esa felicidad establece cimientos que resisten vientos.
Al levantar la vista, verás que no caminas a solas. Hombres y mujeres de diversas latitudes llevan siglos buscando el mismo paisaje, empujando en la misma dirección, repitiendo la misma oración con acentos distintos. En la memoria viva de la Iglesia —la Iglesia en general, la Iglesia como un cuerpo colectivo y universal— todos aprendemos a cuidar hijos como plantas y a honrar hijas como columnas, a llenar graneros para compartir, a cargar bueyes para sostener, a velar murallas y plazas, a cantar la felicidad de estar bajo el señorío de Dios. Allí nos encontramos hoy, con la convicción de que cada paso en esa dirección prepara el terreno para más luz.
Mientras llega el día en que la ciudad entera cante sin cansancio, seguimos sembrando con paciencia. La mesa puesta, el contrato limpio, la escuela en orden, la oración en voz baja, la plaza con risas, el taller con descanso, la mano abierta al que necesita. Allí el Reino se deja ver. Allí el salmo 144 toma cuerpo. Allí el corazón aprende a decir con serenidad: hay pan, hay trabajo, hay hijos que florecen, hay plazas en calma. Y en el centro de todo, el Nombre que ordena la vida: “¡Felices los que viven así! Felices de verdad son los que tienen a Dios como el Señor.” (Salmos 144:15, NTV). Que esa frase se vuelva tono de nuestras casas y pulso de nuestras calles. Que sea la música que nos sostenga mientras seguimos edificando, reparando y esperando.