Heridas en la Casa
No todo lo que duele viene de afuera, pero el Señor sigue siendo nuestra defensa.
Serie: Naiot: cuando el refugio se vuelve llamado
Subtítulo: De huir a habitar: Dios defiende, sana y nos vuelve a enviar.
Extrada #3
Hay dolores que no llegan desde el mundo hostil, sino desde la mesa donde aprendimos a orar. Son los más desconcertantes. Uno sabe qué hacer cuando la noche golpea la puerta desde la calle; pero ¿qué hacer cuando el golpe viene desde adentro, con voces conocidas y manos que antes nos bendijeron? En mi historia hubo un día así—una reunión de sábado, una acusación sin pruebas, el suelo moviéndose bajo los pies. No traigo esta memoria para avivar un incendio viejo, sino para señalar el camino por el que el Señor me sostuvo cuando la casa que debía cobijar se volvió lugar de viento.
La Escritura no maquilla estas escenas. El salmista lo dijo con una claridad que atraviesa siglos: “No es un enemigo el que me hostiga; eso podría soportarlo… En cambio, eres tú, mi par, mi compañero y amigo íntimo. ¡Cuánto compañerismo disfrutábamos cuando caminábamos juntos hacia la casa de Dios!” (Salmos 55:12–14, NTV). No es solo tristeza: es descolocación del alma. Ahí aprendí que Dios no se ofende de nuestros sobresaltos; se acerca a ellos. En ese acercamiento, lo primero que me pidió fue esto: no encender mi propia antorcha. “Queridos amigos, nunca tomen venganza. Dejen que se encargue la justa ira de Dios…” (Romanos 12:19, NTV). La venganza seduce porque promete control; la confianza obedece porque reconoce Señorío. En esa obediencia hay descanso, aunque afuera la confusión siga hablando fuerte.
Con el tiempo entendí también otro matiz: negarse a tomar venganza no significa tolerar la oscuridad ni llamar “luz” a lo que es sombra. Es poner cada cosa en el altar correcto. “Quédate quieto en la presencia del Señor, y espera con paciencia a que él actúe. No te inquietes por la gente mala que prospera” (Salmos 37:7, NTV). Esperar no es silencio cómplice; es un modo de fe que ordena el corazón para responder con sabiduría. La promesa que sostiene esa espera es tan concreta como el amanecer: “Él hará resplandecer tu inocencia como el amanecer, y la justicia de tu causa brillará como el sol de mediodía” (Salmos 37:6, NTV). Dios sabe dónde poner la luz y cuándo encenderla. Nuestro llamado es permanecer en su presencia mientras tanto.
Aquella tarde, mientras la herida ardía, recordé la historia del desierto de En-gadi. David pudo haber levantado la mano contra quien lo perseguía y, sin embargo, escogió otro camino. “Que el Señor me libre de hacerle tal cosa a mi señor el rey. No debo atacar al ungido del Señor, porque el Señor mismo lo ha elegido” (1 Samuel 24:6, NTV). No era pasividad; era temor reverente, una convicción que reconoce que el juicio último no me corresponde. Ese verso me guardó de decisiones impacientes y de palabras que se vuelven cuchillos. Más tarde, vi cómo el Señor defendía, a su tiempo y a su manera. Su manera siempre es mejor que la mía.
Ahora bien, no levantar la mano contra otro no nos exime de decir la verdad con claridad y de buscar procesos que honren la justicia de Dios en la comunidad. La misma Palabra nos enseña un camino sobrio: “Si un creyente peca contra ti, háblale en privado y hazle ver su falta… si no te hace caso, toma a uno o dos más contigo… Si aun así la persona se niega a escuchar, lleva el caso ante la iglesia” (Mateo 18:15–17, NTV). Y nos recuerda el tono con el que se hacen estas cosas: “En cambio, hablaremos la verdad con amor…” (Efesios 4:15, NTV). No se trata de proteger apariencias, sino de cuidar el cuerpo de Cristo con verdad y amor a la vez. Donde no hay verdad, el daño se pudre por dentro; donde no hay amor, la verdad se vuelve martillo. La comunidad sana practica ambos.
En ese camino, Dios me proveyó un “Samuel” que supo escuchar y, a la vez, me ayudó a poner límites santos. Qué necesario es esto: “Amados hermanos, si otro creyente está dominado por algún pecado, ustedes, que son espirituales, deberían ayudarlo a volver al camino recto con ternura y humildad… Ayúdense a llevar los unos las cargas de los otros” (Gálatas 6:1–2, NTV). Ternura no es ceguera; es el modo de Jesús para restaurar sin quebrar la caña cascada. Ese mentor me sostuvo cuando la voz del desánimo me quería contar otra historia sobre mí: que ya no había lugar, que el llamado se había terminado. Me recordó, con manos en los hombros, lo que Dios había dicho antes que vinieran las heridas.
Otra lección se abrió paso despacio: cuidar el corazón para que la herida no se convierta en raíz. “Cuídense unos a otros, para que ninguno de ustedes deje de recibir la gracia de Dios. Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos” (Hebreos 12:15, NTV). Perdonar no le pone un moño piadoso al mal; tampoco es negar el agravio. Perdonar es soltar el derecho a cobrar intereses eternos, para que la amargura no nos convierta en lo que odiamos. El perdón abre espacio a la defensa y a la sanidad de Dios; cierra la puerta a esa voz que quiere hacernos vivir atados al día del daño.
De Jesús aprendemos la anchura y el ritmo de esa entrega: “No respondía cuando lo insultaban ni amenazaba con vengarse cuando sufría. Dejaba su causa en manos de Dios, quien siempre juzga con justicia” (1 Pedro 2:23, NTV). No es cobardía; es confianza robusta. “Dejaba su causa…”: ese verbo fue, para mí, una escuela. Cada vez que la memoria regresaba a la sala del sábado, volvía a poner mi causa en las manos del Juez que ve lo secreto y endereza lo torcido sin aplastar a nadie. A su tiempo, Él me devolvió la paz y me dio una voz sin veneno.
Si hoy te toca este capítulo—si la herida viene de adentro—permíteme ofrecerte una senda de pasos concretos. Primero: respira la presencia de Dios y nómbrale lo que ocurrió sin adornos. Él no te correrá por decir la verdad; su nombre es lugar seguro. Segundo: entrega tu causa, una y otra vez, al Dios que juzga con justicia. La venganza te promete alivio pero te roba la paz; la confianza te pide paciencia pero te guarda el corazón. Tercero: busca un “Samuel”—alguien maduro en la fe—con quien caminar el proceso correcto: confrontación privada cuando sea posible, testigos cuando sea necesario, cuidado pastoral y, si hace falta, distancia saludable. Cuarto: cuida tus pensamientos, porque la herida habla fuerte; deja que la Palabra te dé el idioma y el tono. Quinto: suelta la amargura antes de que eche raíces; el perdón es la puerta por donde entra el aceite que cura.
Mientras das estos pasos, la promesa que cubre el camino no es pequeña. Vuelvo a escucharla como al principio: “Entrega al Señor todo lo que haces; confía en él, y él te ayudará. Él hará resplandecer tu inocencia como el amanecer… Quédate quieto en la presencia del Señor, y espera con paciencia a que él actúe” (Salmos 37:5–7, NTV). El amanecer llega a su hora. En el entretiempo, Él no te deja solo. La defensa de Dios no siempre suena a golpes de martillo; a veces suena a una mesa servida, a un pastor que te dice “yo creo en tu llamado”, a una comunidad que pone vendas, a una puerta que vuelve a abrirse.
Quisiera cerrar como aprendí a cerrar aquellos días: con una oración sencilla. Señor, Tú que conoces la casa por dentro, recoge a quienes hoy sangran por heridas que llevan nombre propio. Quita de nosotros la prisa de la venganza y enséñanos la paciencia que confía en tu justicia. Danos verdad con amor para hablar y actuar con limpieza. Levanta “Samueles” alrededor: pastores, amigos, consejeros que sepan escuchar y acompañar. Arranca la raíz de amargura antes de que nos envenene, y derrama el aceite que sana memoria, cuerpo y espíritu. Y haznos, en la iglesia como un cuerpo colectivo y universal, una casa donde nadie tape el mal, donde todos aprendamos a restaurar, y donde cada herido encuentre un lugar para respirar y volver a levantarse. Amén.



