Título de la serie: Aquí me quedaré 
Subtítulo de la serie: Cuando Dios nos nombra más allá del miedo 
Entrada #6
Hay noches en que el miedo hace ruido como si arrastrara cadenas por el piso. Precisamente en una de esas, “Aquella noche el Señor dijo a Gedeón: «Levántate y baja al campamento, porque voy a entregar en tus manos a los madianitas.” (Jueces 7:9, NVI). El llamado no ignora el temblor; lo abraza con dirección. Y, por si el pulso se acelera más de la cuenta, añade una ternura práctica: “Si temes atacar, baja primero al campamento con tu criado Furá y escucha lo que digan. Después de eso cobrarás valor para atacar el campamento».” (Jueces 7:10–11, NVI). La fe no se fabrica por apretar los dientes; se despierta al calor de una voz que nos guía paso a paso.
Gedeón baja con Furá hasta los puestos de los centinelas. El texto nos deja mirar el valle como si fuera una marea de amenazas: “eran numerosos como langostas… incontables, como la arena a la orilla del mar.” (véase Jueces 7:12, NVI). Allí, en el campo enemigo, escucha una conversación que no esperaba: “—Tuve un sueño —decía—, en el que un pan de cebada llegaba rodando al campamento madianita, y con tal fuerza golpeaba una tienda de campaña que esta se volteaba y se venía abajo.” (Jueces 7:13, NVI). Su compañero interpreta: “Esto no significa otra cosa que la espada del israelita Gedeón, hijo de Joás. ¡Dios ha entregado en sus manos a los madianitas y a todo el campamento!” (Jueces 7:14, NVI). Cuando el miedo dicta el tamaño de las cosas, Dios nos deja oír, de labios ajenos, lo que ya nos había dicho: que su mano gobierna el resultado.
Entonces ocurre algo decisivo y silencioso: “Cuando Gedeón oyó el relato del sueño y su interpretación, se postró en adoración…” (Jueces 7:15, NVI). Antes de la estrategia, adoración; antes del grito, rodillas. Y, desde ese suelo, vuelve a la tropa con un anuncio que pone al sol a cantar: “«¡Levántense! El SEÑOR ha entregado en manos de ustedes el campamento madianita».” (Jueces 7:15, NVI). La adoración invierte el peso de la noche: no niega la multitud del valle, pero declara quién tiene la última palabra.
Sigue una escena extraña y hermosa. “Gedeón dividió a los trescientos hombres en tres compañías y distribuyó entre todos ellos trompetas y cántaros vacíos, con antorchas dentro de los cántaros.” (Jueces 7:16, NVI). No hay espadas relucientes ni carros; hay música y barro, luz escondida y vasijas quebradizas. Es como si Dios dijera: voy a salvarlos con aquello que el mundo desprecia. La instrucción es precisa: “Cuando todos los que están conmigo y yo toquemos nuestras trompetas, ustedes también toquen las suyas alrededor del campamento y digan: “Por el Señor y por Gedeón”».” (Jueces 7:18, NVI). La victoria, si llega, debe oler a Nombre y a obediencia, no a protagonismo.
Medianoche. Cambio de guardia. Respiraciones cortas. “Tocaron las trompetas y rompieron los cántaros que llevaban en sus manos.” (Jueces 7:19, NVI). La luz que estaba guardada estalla contra la noche. “Las tres compañías… tomaron las antorchas en la mano izquierda y, sosteniendo en la mano derecha las trompetas y gritaron: «¡Desenvainen sus espadas, por el SEÑOR y por Gedeón!».” (Jueces 7:20, NVI). El relato no romantiza la fragilidad; la convierte en táctica del cielo. Lo que se rompe deja ver la luz; lo que suena convoca a recordar de quién es la batalla. “Al sonar las trescientas trompetas, el Señor hizo que los hombres de todo el campamento se atacaran entre sí con sus espadas.” (Jueces 7:22, NVI). La confusión no es capricho; es juicio justo que libera a los que se apoyan en la voz.
Aquí la tensión del Reino late con claridad. Ya hay palabra (“voy a entregar en tus manos”, 7:9); todavía el valle es vasto y oscuro. Ya la adoración pone el corazón en su eje; todavía faltan jarras por romper. Ya la luz brilla en las manos de trescientos; todavía parece poca cosa ante una marea de camellos. Pero el “ya” se prueba en obediencia humilde, y el “todavía no” se sostiene en la promesa que no miente.
Hay una pedagogía para nosotros en cada gesto. Primero, el permiso compasivo: “Si temes atacar… baja… y escucha” (7:10–11). La guía de Dios no avergüenza tu temblor; te acompaña a buscar el dato que tu corazón necesita oír para avanzar. Tal vez hoy ese “baja y escucha” se traduce en abrir la Escritura y dejar que hable más fuerte que la estadística, o en pedir a dos hermanos que te lean la realidad con fe. Segundo, la adoración antes del plan (7:15): postrarse no es perder tiempo; es recuperar el eje. Cuando adoras, algo se ordena por dentro y el miedo pierde su tono de absolutismo. Tercero, la estrategia de la vasija: Dios esconde la luz hasta el momento de romperla. No para jugar con nosotros, sino para que aprendamos que la fuente es Él, y que su gloria no necesita nuestras invulnerabilidades.
La vasija rota no es un culto al dolor; es una confesión de límite. El cántaro entero protege la antorcha; el cántaro roto la expone. Así trabaja el Espíritu con nosotros: a veces protege la llama; a veces, la expone para alumbrar al valle. En ambos casos, la luz es suya. Cuando intentamos ganar batallas con jarras impecables, la oscuridad sigue siendo dueña de la noche. Cuando dejamos que Él rompa lo que deba romper, su luz hace lo que ninguna músculo puede. Por eso, la iglesia que aprende este capítulo cuida dos disciplinas: la humildad (no esconder la luz por miedo) y la valentía (no guardar la jarra por vanidad).
Otra lección: el grito. No era un alarde personal, era una consigna teológica: “Por el SEÑOR y por Gedeón” (7:18, 20). El orden importa. La misión tiene nombre propio, pero la gloria lleva mayúscula divina. En la práctica, esto significa que nuestras pequeñas victorias deben oler a presencia y a cuerpo. No somos francotiradores espirituales; somos tres compañías obedientes en torno a un mismo Nombre. Cuando una comunidad toca trompetas al ritmo del Señor, aun su minoría se vuelve mayoría de luz.
Quizá te estás preguntando qué significa romper jarras hoy. A veces es tan concreto como confesar un pecado guardado y dejar que entre aire. Otras, renunciar a una imagen de ti que te impide pedir ayuda. Otras, reconocer que la estrategia que te sostuvo en otra estación ya no sirve, y necesitas escuchar de nuevo. En todos los casos, romper no es destruir por destruir: es dejar que lo quebradizo se convierta en ventana para la antorcha. Y tocar trompeta no es ruido por ruido: es proclamar con gratitud que la batalla no depende de nuestra perfección, sino de su fidelidad.
No todo es épica. Hay detalles de ternura escondidos aquí. Dios no solo le da a Gedeón una “macrovisión” de victoria; le regala el sueño de un extranjero (7:13–14) para confirmar lo que ya dijo. A veces el cielo elige ese canal para bajarle el volumen al susto: te deja oír a un “otro” diciendo, sin saberlo, lo que Dios ha prometido. Es un acto de condescendencia amorosa. Y observa el ritmo: escuchar → adorar → obedecer → proclamar. No hay prisa; hay orden… y paz en el orden.
La vida comunitaria es el escenario natural de este texto. Tres compañías; trompetas repartidas; grito unísono. La fe se coreografía. La iglesia en general está llamada a ser ese pueblo que aprende a mirar el valle sin pánico, a escuchar la voz en la noche, a adorar antes de alzar la voz, a romper lo que haya que romper y a tocar juntos la melodía de la esperanza. No necesitamos una multitud que impresione; necesitamos un Cuerpo que escucha y responde.
Te propongo una práctica muy sencilla para esta semana. Toma una hoja y dibuja un cántaro. Dentro, escribe aquello que se ha vuelto imprescindible pero que, si Dios te pidiera romper, te costaría soltar (una autosuficiencia, un hábito, una imagen). Luego, a un lado, dibuja una antorcha: anota una verdad de la Palabra que quieras que brille cuando el cántaro se quiebre. Ora con eso y dile:
“Señor, rompe lo que impide que tu luz alumbre; guárdame en tu paz cuando suene la trompeta.”
Después, practica un grito de gratitud diario —no es volumen; es enfoque—: una frase breve que proclame su fidelidad sobre tu valle.
Cierro como empezamos, de noche, pero con otra música. La oscuridad no manda. La vasija no es el tesoro; el tesoro es la luz. La trompeta no es espectáculo; es obediencia que anuncia lo que Dios hará. Y cuando el eco de las trescientas trompetas recorra tus rincones, recuerda: “El SEÑOR hizo que los hombres de todo el campamento se atacaran entre sí” (Jueces 7:22, NVI). No serás tú quien derrote a todos tus “madianitas”; será su mano. Nuestro llamado es escuchar, adorar, romper, tocar, proclamar… y caminar juntos.
Sigamos así, como una sola familia extendida en muchos lugares: acompañándonos en las noches, encendiendo antorchas en jarras frágiles, tocando la misma trompeta aunque seamos pocos. Que la iglesia en general aprenda la música de este capítulo y la toque sin cansarse: la luz brilla en lo quebrado, la victoria nace de la presencia, y la gloria pertenece al Señor. Y cuando amanezca, que nos encuentre de pie, con la antorcha al aire y el corazón en su sitio, listos para el siguiente paso en su historia.



