Muchos queremos lo que Dios ha prometido, pero evitamos el camino que nos lleva allí. Anhelamos la tierra prometida, pero tememos el desierto. Queremos la victoria sin pasar por la rendición. Sin embargo, el Dios de las promesas no es un Dios lejano que espera en la meta: es un Dios cercano que camina con nosotros en el proceso.
Esta es la segunda parte de mi historia. Aquí te hablo no desde el final del camino, sino desde el terreno intermedio. Ese espacio misterioso y, a veces, doloroso donde la transformación ocurre, donde la fe se forma, donde el alma aprende a rendirse. Y allí, Dios se revela como nunca antes.
La Alquimia del Quebranto: Rendirse en Confianza
Rendir el control fue, y sigue siendo, una de las luchas más constantes de mi caminar. No llegué a la rendición por obediencia espiritual; llegué por agotamiento. Por llegar al borde de mí mismo. Era eso… o perderme.
Y en esa rendición, descubrí el carácter de Dios: no solo justo, sino tierno. No solo santo, sino cercano. Él no me castigó por soltar. Me recibió. Me sostuvo. Y me recordó que rendirme no era fracasar… era confiar.
“En seguida Jesús se fue un poco más adelante, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, y oró diciendo: «Padre mío, si es posible, líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.»”
—Mateo 26:39 (DHH)
Y fue en medio de esa entrega que entendí algo que cambió mi manera de vivir la fe: con frecuencia nos fijamos en la promesa. Queremos las mieles de la promesa. Anhelamos la respuesta, la tierra fértil, el cumplimiento. Pero olvidamos que Dios también está en el proceso.
Él no prometió únicamente llevarnos al otro lado. Prometió caminar con nosotros.
Prometió estar en el fuego, en el valle, en el silencio.
Y por eso, aunque el proceso sea doloroso, es allí donde más intensamente conocemos su voz y su fidelidad.
El Reino entre las grietas del presente
A veces pensamos que el Reino de Dios es algo lejano. Una promesa futura. Un ideal inalcanzable. Yo lo he experimentado cerca. Lo he visto manifestarse en lo pequeño, en lo inesperado, en lo roto.
He aprendido a vivir en la tensión del Reino que ya está, pero que aún no se ha completado. Hay momentos en los que lo eterno roza mi existencia: una oración que rompe el muro, un perdón que libera, una presencia que invade una sala vacía.
“Ahora vemos de manera indirecta, como en un espejo, y borrosamente; pero un día veremos cara a cara.”
—1 Corintios 13:12a (DHH)
Esta tensión me ha enseñado a valorar la espera. A entender que los silencios de Dios no son rechazo, sino formación. Que cada vez que oro “sin ver resultados”, mi alma está siendo afinada para recibir lo que aún no comprendo. Y que cada acto de obediencia es semilla del Reino, aún si no florece de inmediato.
El Reino no es evasión. Es una esperanza activa.
No me saca de la vida: le da sentido a mi vida.
Me sostiene en las grietas. Me da un lenguaje coherente para mis lágrimas. Me recuerda que el dolor no es la última palabra.
Pertenezco a lo que aún no veo
Uno de los descubrimientos más hermosos que he hecho en medio del proceso es éste: mi identidad no depende de lo que me pasa, sino de Aquel a quien pertenezco.
Ya no me definen mis logros ni mis fracasos. No me define la rapidez con que avanzo, ni la claridad que tengo. Lo que me define es una verdad silenciosa pero poderosa: soy ciudadano del Reino de los cielos, aunque aún camine en una tierra herida y rota por la Caída.
“Considero que los sufrimientos del tiempo presente no son nada si los comparamos con la gloria que habremos de ver después.”
—Romanos 8:18 (DHH)
Esto me da una perspectiva nueva. Cuando todo se tambalea, no me aferro a mis emociones, sino a su promesa. Cuando el ruido del mundo me confunde, vuelvo a lo eterno. Y cuando me siento como un extranjero, recuerdo que ya pertenezco a lo que aún no veo. Al Reino de Dios, soy ciudadano del cielo.
Mi fe no es solo una creencia; es una brújula. Me dirige hacia lo invisible, hacia lo eterno, hacia lo verdadero.
Cierre de la segunda entrega
En «el proceso» he encontrado más a Dios que en muchas victorias. Él no me espera solo en la cima; me transforma en el valle. Su fidelidad no es una teoría que repito, es una realidad que he tocado con las manos vacías.
En la próxima entrega, hablaremos del destino: de lo que viene. De la gloria prometida. De esa esperanza que no decepciona. Porque aunque esta historia sigue en construcción, ya resplandece una luz al final: un Rey que viene, una tierra restaurada, y una eternidad que nos espera.