La Noche que Golpeó la Puerta
El miedo nos visita, la oración nos sostiene.
Serie: Naiot: cuando el refugio se vuelve llamado
Subtítulo: De huir a habitar: Dios defiende, sana y nos vuelve a enviar.
Extrada #2
Aquella noche todo era normal hasta que dejó de serlo. El golpe seco contra la puerta de algún departamento en el pasillo, una voz masculina reclamando dinero, el llanto suplicante de una mujer pidiendo que no dispararan. El cuerpo despertó antes que el pensamiento. El corazón empezó a correr como si tuviera pies. Y entendí algo que quizá siempre supe: a veces la oscuridad no es una metáfora; respira. Mientras el frío del invierno se pegaba a la ventana, me quedé acostado, oyendo el murmullo de la amenaza allá afuera y el ruido mucho más peligroso que empezaba a formarse adentro. El miedo habla, y si uno no contesta con palabras más profundas, se queda solo con su gramática.
No fue valentía lo que vino a mi encuentro, fue una memoria aprendida en la pobreza del alma: presentar el corazón como está y decir Su nombre. No para manipular el ambiente, sino para permitir que el alma recuerde quién manda en la noche. Me escuché repetir despacio, como quien acompasa la respiración: “No se preocupen por nada; en cambio, oren por todo. Díganle a Dios lo que necesitan y denle gracias por todo lo que él ha hecho. Así experimentarán la paz de Dios, que supera todo lo que podemos entender…” (Filipenses 4:6–7, NTV). Y mientras lo decía, noté que la habitación seguía igual, pero la voz por dentro ya no era la misma; comenzaba a regresar el pulso de la esperanza.
La fe, en noches así, se parece a ponerse bajo una nube que no fabricamos. No corrí a la ventana ni a los argumentos; me escondí en una promesa que suena a desierto y mar abierto: “El SEÑOR mismo peleará por ustedes. Solo quédense tranquilos.” (Éxodo 14:14, NTV). No fue pasividad, fue obediencia: dejar de alimentar la tormenta interna y cederle el mando a la Presencia. A veces lo más espiritual que podemos hacer es quedarnos quietos en Dios hasta que el alma lo recuerde.
Aprendí también a enfocar la mente, porque la noche se alimenta de distracciones. Decidí poner cada pensamiento en el riel correcto, y oré con palabras antiguas: “¡Tú guardarás en perfecta paz a todos los que confían en ti, a todos los que concentran en ti sus pensamientos!” (Isaías 26:3, NTV). No es una técnica; es un camino: dirigir la mirada del corazón hacia Aquel cuya paz no depende del pasillo ni de los portazos. Esa concentración del alma, simple y perseverante, es una escuela.
Con los minutos, el cuarto fue tomando otra temperatura. Sentí algo parecido a la sombra de un árbol en pleno mediodía; una certeza serena, protectora: “¡El SEÑOR mismo te cuida! El SEÑOR está a tu lado como tu sombra protectora. El sol no te hará daño durante el día, ni la luna durante la noche… El SEÑOR te protege al entrar y al salir, ahora y para siempre.” (Salmos 121:5–8, NTV). Allí, en un departamento de un cuarto, comprendí que el cuidado de Dios no es una poesía para días claros. Es techo real cuando el miedo se instala.
La noche siguió siendo noche. No hubo luces de sirena ni un ángel en la sala. Hubo, sí, una voz sobre el viento, la misma que un día calló un mar: “Cuando Jesús se despertó, reprendió al viento y dijo a las olas: «¡Silencio! ¡Cálmense!». De repente, el viento se detuvo y hubo una gran calma.” (Marcos 4:39, NTV). Mientras recordaba esa escena, me di cuenta de que el primer mar que necesitaba calmarse era el mío. Y Él, que no duerme, habló a la tempestad interna hasta domarla.
Hay quienes equiparan paz con ausencia de peligro. Yo la aprendí como una Presencia que reorganiza el interior. En esa noche, el Espíritu fue ajustando los muebles del alma. Me devolvió un ánimo que no nace del temperamento ni del control: “Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor y timidez sino de poder, amor y autodisciplina.” (2 Timoteo 1:7, NTV). Poder para sostenerse en medio; amor para bendecir sin resentimiento; autodisciplina para elegir de nuevo la Palabra cuando los sentidos gritan otra cosa.
Entonces llegó el regalo más sencillo: el sueño. El cuerpo, obediente a la paz, aflojó las manos. Repetí como un niño antes de cerrar los ojos: “Puedes irte a dormir sin miedo; te acostarás y dormirás profundamente.” (Proverbios 3:24, NTV). Y también: “En paz me acostaré y dormiré, porque solo tú, oh SEÑOR, me mantendrás a salvo.” (Salmos 4:8, NTV). Es un acto humilde, casi sacramental: entregarse a la noche sabiendo que Otro vela.
Al despertar, con el primer hilo de luz entrando por la cortina, entendí que nada se había descompuesto en la madrugada porque Alguien nos sostuvo: “Me acosté y dormí, pero me desperté a salvo, porque el SEÑOR me cuidaba.” (Salmos 3:5, NTV). A veces esa es toda la victoria que necesitamos para seguir: abrir los ojos, respirar, y reconocer que fuimos guardados. El Reino se asoma así, como consuelo tangible en lo cotidiano, adelantando un poco del día en que no habrá más sobresaltos.
Desde entonces, cuando la noche golpea la puerta —a veces con noticias, a veces con recuerdos, a veces con voces que no vienen de afuera—, he aprendido algunas prácticas pequeñas que mantienen al alma de pie:
Respirar el Nombre. No repeticiones vacías, sino una atención amorosa: inhalo “Jesús”, exhalo “ten piedad”. Como quien acompasa el corazón a una melodía que no se apaga.
Contarle a Dios lo que necesito con gratitud, sin fórmulas rebuscadas, poniendo en palabras lo concreto. No para informarle, sino para entregarle. “Díganle a Dios lo que necesitan y denle gracias por todo lo que él ha hecho” (Filipenses 4:6, NTV). La gratitud abre ventanas.
Elegir un salmo y leerlo en voz baja, como quien enciende una lámpara. Hay versos que son llave y abrigo. Volver a ellos no es falta de creatividad, es fidelidad del corazón.
Pedir ayuda cuando haga falta. Porque hay noches que duran más y pasillos más ruidosos, y entonces necesitamos a un “Samuel”: alguien maduro en la fe que nos recuerde lo que ya sabemos y nos sostenga mientras la calma vuelve a casa.
Dormir como acto de confianza. No siempre llega fácil, pero puede buscarse como se busca el pan: con sencillez. Una taza tibia, un cuarto menos ruidoso por dentro, una oración corta. El sueño también es obediencia que pronuncia: “El Señor es mi guardián”.
Si hoy la noche te respira cerca, quiero poner mi mano en tu hombro con estas palabras: no estás solo. La paz de Cristo no es un lujo para días sin amenaza; es una mesa servida en medio del pasillo. Y si hoy el descanso te parece un idioma olvidado, vuelve a decirlo en voz bajita hasta que regrese: “El Señor mismo peleará por ustedes” (Éxodo 14:14, NTV). “¡Tú guardarás en perfecta paz a todos los que confían en ti!” (Isaías 26:3, NTV). “Puedes irte a dormir sin miedo; te acostarás y dormirás profundamente.” (Proverbios 3:24, NTV). Cuando menos lo esperes, sentirás otra vez la sombra protectora del Altísimo.
Cierro con una oración breve, nacida de esa madrugada: Señor, Tú conoces el pasillo y conoces la tormenta. Recoge el sobresalto de quienes esta noche no encuentran la llave de la calma. Con tu voz, da órdenes a los vientos que no obedecen a nadie más. Guarda la mente de quienes confían en Ti, endereza los pensamientos, trae paz donde hubo un terremoto de noticias. Y mientras cuidas la ciudad mientras dormimos, forma en nosotros un corazón disponible para cuidar a otros. Que la iglesia, como un cuerpo colectivo y universal, sea casa lúcida en la noche: manos que arropan, oídos que escuchan, puertas que se abren, lámparas encendidas hasta que amanezca. Amén.



