La Palabra que Vence
Predicar a Cristo como la fuerza del amor que desarma la ignorancia, el prejuicio, la ira, la violencia y el pecado—entre el ya y el todavía no del Reino.
Uno de mis comunicadores y predicadores favoritos es Bishop T.D. Jakes. Hay algo en su manera de subir a la plataforma que enciende un eco antiguo en el pecho, como si el aire del recinto cambiara de densidad y te empujara a responder. Su forma de predicar te provoca una sola cosa: responder. Sencillamente no puedes quedarte callado ni inmóvil en tu asiento. Cuando el obispo comparte tienes que reaccionar: ya sea respondiéndole en voz alta, aplaudiendo, o poniéndote de pie para gritar un gran “¡amén!” Aunque no comparto del todo su marco teológico, su modo de predicar me ha levantado más de una vez. Por eso, cuando publicó su libro Don’t Drop the Mic: The Power of Your Words Can Change the World (que podríamos traducir como No sueltes el micrófono: el poder de tus palabras puede cambiar el mundo), lo compré. No es un manual académico de hermenéutica u homilética como los que estudié en el seminario; es un cofre de tesoros sobre los motivos y el corazón del predicador.
Una línea me detuvo en seco: «el poder del amor de Dios para sobreponerse a la ignorancia, el prejuicio, la ira y la violencia.» Cerré el libro y, al margen, escribí: ese poder se hizo carne en Jesucristo. “Y el Verbo se hizo hombre y habitó[a] entre nosotros. Y contemplamos su gloria, la gloria que corresponde al Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.” (Juan 1:14, NVI). No es un principio, es una Persona. No es una emoción elevada, es la vida misma de Dios acercándose a nosotros. Si ese amor puede con lo que oscurece la historia, también puede con lo que enturbia el alma.
Desde ahí volvió una certeza primera: cuando subo a un púlpito no llevo mis ideas; llevo el evangelio. “A la verdad, no me avergüenzo del evangelio, pues es poder de Dios para la salvación de todos los que creen…” (Romanos 1:16, NVI). Poder, no simple retórica. Poder que reconcilia: “…en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo…” (2 Corintios 5:19, NVI). Por eso, al hablar de amor no me refiero a un sentimiento blando, sino a la iniciativa divina: “Nosotros amamos porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19, NVI). El amor que extendemos es el amor que recibimos del pozo inagotable de Dios.
Dejé el libro a un lado y sentí el peso amable de una tarea: entretejer el evangelio en cada sermón. No como cierre emotivo, sino como respiración del mensaje. Ahí comienza la obra concreta de Dios en las personas: “…Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo” (Tito 3:5, NVI). No es maquillaje moral; es nacimiento nuevo. Y cuando el Espíritu hace esto, hasta nuestras palabras cambian de peso y de tono: “…Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado.” (Romanos 5:5, NVI). Entonces, al nombrar la ignorancia, el prejuicio, la ira y la violencia, no extendemos un dedo acusador: tendemos una mano.
Predicar desde ese pozo implica abrazar el pulso doble del Reino: ya está entre nosotros, todavía esperamos su plenitud. “Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser” (1 Juan 3:2, NVI). Ese intervalo educa una paciencia activa: “En verdad, Dios ha manifestado a toda la humanidad su gracia, la cual trae salvación y nos enseña a rechazar la impiedad y las pasiones mundanas. Así podremos vivir en este mundo con dominio propio, justicia y devoción, mientras aguardamos la bendita esperanza, es decir, la gloriosa venida de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo.” (Tito 2:11–13, NVI). Por eso, la predicación no huye del polvo de la calle; lo pisa con servicio humilde. El amor que vence la violencia aprende a escuchar con mansedumbre; el amor que desarma el prejuicio se sienta a la mesa con los rotos; el amor que apaga la ira modula el tono; el amor que enfrenta la ignorancia estudia y explica con claridad.
En ese camino, la verdad nunca llega sin ternura. Antes de escribir, me quedo en silencio y pido que la Palabra me atraviese primero. ¿Qué prejuicio heredado susurra todavía? ¿Qué indignación “noble” encubre orgullo? ¿Qué ignorancia pide luz? En ese examen interior, escucho: “Él es nuestra paz” (Efesios 2:14, NVI). Paz que no negocia con el pecado, pero abraza a los pecadores. Paz que detiene la violencia y devuelve nombre y dignidad a las víctimas. Paz que brota del Resucitado, que sopla vida y envía.
Aun así, no lo vemos todo cerrado. Hay días en que la ignorancia grita en titulares, el prejuicio se vuelve sistema, la violencia ruge más alto que un sermón, y el pecado parece marea ascendente. También ahí predicamos. Con lágrimas, sí, pero con promesa: “Estoy convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús.” (Filipenses 1:6, NVI). Predicamos como quienes gimen “aguardamos nuestra adopción como hijos, es decir, la redención de nuestro cuerpo.” (Romanos 8:23, NVI). Predicamos sabiendo que el amor que hoy sostiene será, un día, el clima del mundo. Y, mientras tanto, dejamos señales: oramos por enfermos, consolamos a quienes lloran, practicamos justicia generosa, proclamamos perdón, buscamos reconciliación y alzamos la voz por quien no la tiene.
Si el amor de Dios sobrepasa la violencia, es porque primero venció nuestro pecado: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados. ¡Por gracia ustedes han sido salvados!” (Efesios 2:4–5, NVI). Ahí descansa mi conciencia como comunicador: no soy la solución; soy testigo. Y el testigo no fabrica luz; la señala. Vuelvo entonces a Cristo: su sangre limpia, su cruz reconcilia, su tumba vacía inaugura el mundo por venir, su Espíritu habita y forma. “El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que se salvan, es decir, para nosotros, este mensaje es el poder de Dios.” (1 Corintios 1:18, NVI). Ese poder no humilla, transforma; no borra historia, redime; no uniforma, reconcilia bajo un mismo Señor.
Regreso al origen de estas líneas: la frase subrayada en el libro de un predicador que despierta respuesta. Agradezco a Dios por su don en Bishop T.D. Jakes y tomo esa línea como encargo personal: anunciar que el amor de Dios puede sobreponerse a la ignorancia, al prejuicio, a la ira y a la violencia. Y añado lo que arde en mis huesos: también al pecado. Por eso, entretejo el evangelio en cada mensaje; invito al arrepentimiento como comienzo luminoso; presento a Cristo como la puerta al amor del Padre. “al vivir la verdad con amor, creceremos hasta ser en todo como aquel que es la cabeza, es decir, Cristo.” (Efesios 4:15, NVI), con la esperanza cierta de que un día el amor será todo en todos.
En la iglesia como un solo cuerpo, extendido en el tiempo y por toda la tierra, muchos con acentos distintos proclamamos lo mismo: Cristo es el centro, su cruz es la fuente, su resurrección es nuestra esperanza y su Espíritu nos hace participar “en la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4, NVI) para vivir hoy como ciudadanos del Reino que viene. Sigamos predicando así: con el corazón en la Palabra y la Palabra en el corazón. Porque el amor de Dios, encarnado en Jesucristo, es el poder que sobrepasa la ignorancia, el prejuicio, la ira, la violencia… y el pecado. Ese poder tiene nombre propio y llama por nuestro nombre.