Al abrir las Escrituras, nos encontramos con un drama que atraviesa generaciones, una historia tejida con pactos, símbolos y promesas. En el centro de ese drama está el asiento de misericordia, ese trono extraño donde el juicio y la esperanza se abrazan. Aquí no estamos ante una pieza arqueológica ni ante un simple detalle del mobiliario del tabernáculo; estamos ante el corazón mismo del pacto de Dios con su pueblo.
Sobre ese asiento, entre las alas de los querubines, descendía la gloria de Dios, no para destruir, sino para encontrarse con su pueblo. Y allí, una vez al año, la sangre del sacrificio era rociada como señal de expiación. Este acto, que podía parecer oscuro o incluso primitivo a ojos modernos, guardaba en sí un secreto profundo: señalaba hacia adelante, hacia un cumplimiento perfecto, hacia un plan que Dios estaba tejiendo desde el principio.
Un Lugar de Sangre
“Así purificará el santuario de las impurezas y transgresiones de los israelitas, cualesquiera que hayan sido sus pecados. Hará lo mismo por la Tienda de reunión, que está entre ellos en medio de sus impurezas.” (Levítico 16:16, NVI). El asiento de misericordia no era un lugar limpio por naturaleza; era un lugar que debía ser purificado. Cada año, el sumo sacerdote rociaba sangre, no porque Dios necesitara sacrificios, sino porque el pueblo necesitaba recordar la gravedad del pecado y la profundidad de la misericordia.
La sangre derramada hablaba de un precio, de una necesidad de limpieza, de un juicio que debía ser satisfecho. Pero aquí está la paradoja: ese juicio no caía sobre el pueblo, sino sobre un sustituto. La misericordia de Dios no negaba la justicia; la cumplía de manera misteriosa, proveyendo un camino para que los culpables pudieran vivir.
El Eco Profético
Cuando Pablo escribe en Romanos 3:25 que “Dios lo ofreció como un sacrificio para obtener el perdón de pecados, el cual se recibe por la fe en su sangre.” (NVI), está declarando algo inmenso: el asiento de misericordia del Antiguo Testamento encuentra su cumplimiento perfecto en Cristo. Ya no se necesitaban sacrificios anuales, ya no hacía falta un sumo sacerdote humano que entrara cada año. Cristo, el verdadero Sumo Sacerdote, “entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo. No lo hizo con sangre de machos cabríos y becerros, sino con su propia sangre, logrando así un rescate eterno.” (Hebreos 9:12, NVI).
Aquí, el trono del juicio se transforma en trono de esperanza. El mismo lugar que evocaba temor ahora se convierte en un lugar de acceso. El velo que separaba el Santo de los Santos se rasgó (Mateo 27:51), y con ello, el umbral quedó abierto. El misterio que antes estaba velado ahora resplandece en Cristo.
La Historia que No Termina
Pero el asiento de misericordia no es solo un símbolo del pasado; también es una señal del futuro. En Apocalipsis 11:19 leemos: “Entonces se abrió en el cielo el templo de Dios; allí se vio el arca de su pacto y hubo relámpagos, estruendos, truenos, un terremoto y una fuerte granizada.” (NVI). Este no es un simple regreso a los símbolos antiguos, sino la revelación plena de la gloria de Dios que será manifestada al final de los tiempos.
El plan profético de Dios no termina en la cruz ni en la resurrección: apunta hacia la consumación de todas las cosas. Cristo es el cumplimiento del asiento de misericordia, pero también es el Rey que viene a establecer su Reino definitivo. Aquí, el creyente vive en la tensión del “ya, pero todavía no”. Ya hemos sido reconciliados, ya hemos sido perdonados, ya tenemos acceso al Santo de los Santos. Pero todavía esperamos la plenitud, todavía anhelamos el día en que “Él enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte ni llanto, tampoco lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir».” (Apocalipsis 21:4, NVI).
Un Pueblo que Espera
El asiento de misericordia nos enseña a vivir como pueblo expectante. No adoramos a un Dios que quedó atrapado en los rituales del pasado, ni a un Dios que simplemente nos ofrece bienestar en el presente. Adoramos a un Dios que hace historia, que cumple promesas, que lleva adelante un plan perfecto que culminará en gloria.
Los Padres del Desierto vivían marcados por esta espera. En su soledad, en su oración, en su silencio, eran centinelas de la esperanza. Sabían que este mundo es solo una etapa, que el verdadero cumplimiento está por venir. Así también nosotros, al contemplar el asiento de misericordia, nos volvemos peregrinos, gente que camina con los ojos puestos en la promesa.
Misericordia para el Mundo
Pero mientras esperamos, no lo hacemos con los brazos cruzados. La sangre del asiento de misericordia nos desafía a vivir como portadores de esa misma misericordia. Pablo nos recuerda: “Y todo esto es un regalo de Dios, quien nos trajo de vuelta a sí mismo por medio de Cristo. Y Dios nos ha dado la tarea de reconciliar a la gente con él.” (2 Corintios 5:18, NTV).
El mundo necesita ver hoy comunidades que vivan desde el asiento de misericordia: comunidades que no sean tribunales de juicio, sino espacios de gracia. Comunidades que no nieguen la gravedad del pecado, pero que sepan mostrar la grandeza del perdón. Comunidades que anuncien el plan profético de Dios no solo con palabras, sino con vidas transformadas.
El Asombro que Nos Sustenta
Al contemplar el asiento de misericordia, somos invitados a recuperar el asombro. ¿Cómo es posible que el Dios santo decida cubrir nuestros pecados? ¿Cómo es posible que el juicio se vuelva esperanza? ¿Cómo es posible que el trono de gloria se convierta en lugar de encuentro para los quebrantados?
San Efrén el Sirio lo expresó en uno de sus himnos: “¿Quién puede entender tu misericordia, Señor? Has cubierto mi vergüenza con tu gloria, has vestido mi desnudez con tu luz.” Este es el corazón del asiento de misericordia: un lugar donde somos vestidos, cubiertos, transformados.
Conclusión
Hoy, mientras caminas tu propia peregrinación, recuerda: el asiento de misericordia no es solo un símbolo antiguo. Es el trono desde el cual Cristo reina, es el lugar desde donde la historia está siendo guiada hacia su cumplimiento, es la señal de que el juicio ha sido llevado por Otro para que tú vivas en esperanza.
Acerquémonos, pues, no con miedo paralizante, sino con reverencia confiada. Acerquémonos, sabiendo que “Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad.” (1 Juan 1:9, NVI). Acerquémonos, sabiendo que somos parte de un pueblo que espera, que anhela, que anuncia.
Y mientras esperamos, hagamos de nuestras vidas pequeños asientos de misericordia: lugares donde otros puedan encontrar gracia, donde los rotos puedan hallar restauración, donde los heridos puedan descubrir que el Dios del pacto sigue extendiendo sus alas sobre el mundo.
Porque el misterio no ha terminado. El trono del juicio sigue siendo el trono de la esperanza. Y bajo esas alas extendidas, cada alma que clama será cubierta, sanada, abrazada.