Lamento que Aprendió a Danzar
Crónica de un año donde la gracia marcó el ritmo.
El 2024 terminó con un sabor agridulce. No fue un cierre limpio ni ordenado. Fue más bien como esos atardeceres en los que el cielo se resiste a oscurecer del todo: hay belleza, pero también cansancio; hay colores vivos, pero una luz que se apaga lentamente. Había pasado por mucho. Y cuando digo “mucho”, no me refiero a una suma de eventos, sino a un peso acumulado en el alma.
Dios, en su providencia —esa palabra que solemos pronunciar con reverencia, pero que sólo entendemos cuando nos atraviesa— permitió que yo pasara por una traición profundamente dolorosa. Vino de alguien que alguna vez me dijo que yo era como un hijo para él. De alguien que, por una temporada, fue mi pastor. De alguien con quien serví, caminé y a quien amé de verdad. El corazón sangró. No es una metáfora exagerada. Hubo días en los que sentí que algo vital se me escapaba por dentro. Pensé, sinceramente, que no sobreviviría a esa herida.
Pero esa herida no llegó sola. En los últimos años, Dios también me permitió experimentar el dolor del fracaso emocional. Y aquí no hay manera elegante de decirlo: fue una mala decisión. Una relación que no le agradaba a Él, y que, aun así, yo insistí en tomar. Me pasó lo que a Sansón. Dije: “Esa mujer me gusta, y esa mujer quiero”. Me empeñé. Y Dios, con ese respeto inquietante que tiene por nuestra libertad, me dijo: “Ahí tienes”.
El desenlace fue duro. Una boda cancelada. Dos corazones rotos. Consecuencias reales de una decisión tomada fuera del consejo y de la voluntad de Dios. Y, sin embargo, incluso ahí, Dios fue bueno. Me amó a pesar de mis errores. A pesar del pecado. Me libró a mí, y la libró a ella. No nos dejó abandonados en el desastre. Su gracia no llegó tarde; llegó cuando tenía que llegar.
Dios me perdonó. Me limpió. Me restauró. Y, en su misericordia, me llevó a una casa espiritual donde fui abrazado, amado y cuidado. Pero no sólo eso: también fui confrontado, retado a seguir caminando en fe, invitado a no reducir mi identidad a mis heridas. A aceptar, una vez más, el llamado de Dios sobre mi vida, aun cuando todavía había cicatrices abiertas.
Así entré al 2025. No con euforia, sino con fe. No con respuestas, sino con paz. Mi corazón estaba herido, sí, pero en paz. Amado. Restaurado. Descansando en la fidelidad de Dios. Jamás imaginé cómo Él se manifestaría con tanta bondad en este año que hoy está por terminar.
Hay un texto que, sin yo buscarlo, se volvió casa para mi alma durante estos meses:
“Convertiste mi lamento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste de alegría, para que te cante y te glorifique y no me quede callado. ¡Señor mi Dios, siempre te daré gracias!” (Salmo 30:11–12, NVI).
Esa porción dejó de ser un versículo bonito para convertirse en una verdad vivida. Dios tomó mi lamento —mi dolor, mi fracaso, mi vergüenza— y no lo despreció. No lo corrigió con prisa. Lo tomó con ternura. Y, poco a poco, lo transformó en danza. No una danza forzada, ni una alegría superficial, sino una alegría nacida de la restauración.
Este año, Dios concedió uno de los anhelos más profundos de mi corazón: responder a un llamado muy particular que Él había sembrado en mi vida desde hace tiempo. De manera que sólo puedo describir como sobrenatural, Él proveyó, abrió puertas, alineó tiempos. Y así, La Viña Querétaro abrió sus puertas. Estoy convencido de que La Viña nació primero en el corazón de Dios, mucho antes de tomar forma visible entre nosotros.
Dios movió el corazón de un amigo de la infancia y de su esposa para dejar Monterrey y sumarse a esta visión. Caminar esta temporada de inicio y fundamentos junto a Jesús Manuel y Amanda ha sido un regalo inmenso. Les amo profundamente y sé, con convicción tranquila, que lo mejor —tanto para La Viña como para ellos— aún está por venir. Hay historias que apenas están comenzando a escribirse.
A mitad de año recibí una llamada inesperada. Me invitaban a compartir en una salida de jóvenes solteros. Yo me había guardado. No había salido. No por miedo, sino por prudencia. Sabía que no tenía que explicar mi historia. Guardarme fue sabio. Pero también supe discernir cuándo el tiempo de salir había llegado. Y fui.
Nunca imaginé que Dios me tenía preparada una sorpresa tan delicada. Como casi siempre ocurre con Él, no fue evidente al principio. No hubo fuegos artificiales ni señales espectaculares. Sólo una conexión sencilla, honesta, silenciosa. Un mes después volvimos a coincidir. Y ahí comenzó una amistad bonita, limpia, inesperada. Conversaciones sobre Dios, sobre la Palabra, sobre el Reino. Tiempo compartido sin prisa, sin máscaras, sin presión.
Hasta que, en un momento de oración, Dios me habló con una pregunta que todavía resuena en mí: “¿Has considerado a mi sierva?”
Decidí creerle a Dios una vez más. Di un paso de fe. Y hoy termino el 2025 conociendo intencionalmente a una gran mujer de Dios. Este caminar ha estado marcado por algo muy claro: Dios ha estado presente desde el día cero. Él ha ido confirmando cada paso. Y el consejo recibido de hombres y mujeres de Dios —con un caminar probado, fiel y entregado— ha sido un testigo silencioso de esta historia que Dios está escribiendo.
Por eso puedo decir, sin exagerar ni idealizar, que el 2025 fue el año en el que aprendí a danzar. A danzar al ritmo de la gracia. Al compás de la misericordia. Al tono firme y suave del favor de Dios. Fue un año de alegría restaurada, no porque todo haya sido fácil, sino porque Dios fue fiel.
Termino este 2025 con el corazón lleno de gratitud. Asombrado al ver la mano de Dios en La Viña. Humillado al reconocer cómo, en Su tiempo y sin yo buscarlo, Él trajo a una gran mujer —una hija suya, una sierva— para conocerla con el deseo sincero de honrarlo y glorificarlo a Él.
Quizá eso es la madurez espiritual: descubrir que Dios no sólo nos rescata del lamento, sino que nos enseña a bailar con lo que antes dolía. Como un solo cuerpo que aprende, cae, se levanta y vuelve a cantar, sigo creyendo que Aquel que transforma el llanto en danza aún no ha terminado su obra en nosotros. Y eso, hoy, es más que suficiente.



