“Según cada uno ha recibido un don especial, úselo sirviéndoos los unos a los otros como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios.”
—1 Pedro 4:10 (LBLA)
Hay frases que no solo se comprenden, se habitan. Algunas, como piedras antiguas, resisten el paso del tiempo y siguen marcando el sendero invisible que recorre el alma cuando busca encontrarse con Dios. Lex orandi, lex credendi es una de esas. “La ley de la oración es la ley de la fe.” Palabras latinas que no se pronuncian como un dogma rígido, sino como el murmullo de generaciones enteras que aprendieron a creer mientras oraban, a confiar mientras cantaban, a obedecer mientras se arrodillaban sin entenderlo todo.
No fue en un libro de teología donde descubrí su peso, sino en el cuerpo. En la carne viva de mis propias crisis. En la contradicción entre lo que decía creer y lo que mi alma realmente adoraba. Porque al final, lo que más revelaba mi fe no eran mis respuestas doctrinales, sino la forma en que doblaba mis rodillas… o no lo hacía.
Crecí en una tradición cristiana en la que la sobriedad era virtud, y la reverencia era sinónimo de sencillez. La Palabra era el centro, y la oración, un puente necesario pero no estético. Allí aprendí el poder de la exposición bíblica, la autoridad de las Escrituras, el valor de estudiar como si el alma dependiera de cada verbo hebreo y cada raíz griega. Y es verdad: la Palabra tiene poder. Pero lo que no entendía entonces era que no basta con explicarla. Hay que encarnarla. Hay que dejar que te derrita los huesos y te reconstruya los silencios.
Con el tiempo, el Espíritu me llevó a otros espacios donde la oración tenía aroma, color y ritmo. Me encontré adorando con creyentes que no tenían miedo al misterio, que encendían velas no para crear un ambiente, sino para expresar que la luz de Cristo se enciende incluso cuando la lógica no lo permite. Escuché salmos cantados con fragilidad, liturgias recitadas con una lentitud que sanaba. Me di cuenta de que la forma en que oramos no es un accesorio litúrgico, sino una declaración de fe en movimiento.
Ahí comprendí lo que generaciones antes que yo habían sostenido: que la oración moldea el alma. Que nuestras liturgias, nuestras canciones, nuestras pausas y palabras, están esculpiendo lo que creemos, incluso cuando no somos conscientes de ello. Y también lo contrario: que nuestras creencias verdaderas se revelan en cómo oramos. ¿Buscamos a un Dios lejano o cercano? ¿Temido o deseado? ¿Controlable o soberanamente libre?
He visto cristianos que dicen creer en un Dios de gracia, pero oran como si Él fuera un juez iracundo. Otros proclaman que Dios es amor, pero se acercan a Él con miedo, como si tuvieran que ganarse su atención. Lex orandi, lex credendi. Oramos como creemos. Y también: creemos como oramos.
Cuando fui admitido en el seminario, esperaba teología. Lo que no esperaba era un derrumbe. Dios, con su delicadeza incisiva, comenzó a sacudir mis fundamentos, no para destruirlos, sino para ampliarlos. Me encontré sentado en capillas donde la liturgia cantada me conmovía más que un sermón, y me preguntaba por qué. ¿Cómo podía un simple gesto, un padrenuestro dicho en común, o una lectura coral, hacer llorar a un hombre que venía de una tradición que desconfiaba de todo lo ritual?
Fue entonces cuando recordé: la oración forma. Cada gesto, cada palabra, cada silencio en la presencia de Dios, está moldeando nuestra alma, afinando nuestra sensibilidad a lo eterno, enseñándonos a habitar el Reino que ya vino, aunque aún no en plenitud.
Vi a comunidades danzar con gozo, levantar las manos sin pedir permiso, y comprendí algo que aún llevo en el pecho: que a veces el cuerpo necesita expresarse para que el alma entienda. Que no hay contradicción entre la liturgia antigua y la alabanza espontánea, entre la estructura y el fuego. Que cuando el Espíritu Santo está presente, santifica tanto el silencio como el clamor, tanto el incienso como la guitarra, tanto el pan partido en una catedral como el pan compartido en una sala humilde.
La comunión no se interrumpe por el estilo, se interrumpe cuando dejamos de vernos como miembros de un mismo Cuerpo. Y eso, más que teología, es espiritualidad. Es la diferencia entre hablar de la iglesia como institución o vivirla como sacramento vivo, como pueblo peregrino que adora con lo que tiene, con lo que sabe, con lo que ha heredado.
Una vez, sentado en una pequeña capilla sin vitrales, sin órgano ni incienso, un pastor joven abrió el servicio con estas palabras: “Hoy, adoraremos con sencillez, pero no con ligereza. Dios está aquí.” Y lo estaba. El cielo no exige liturgias perfectas, exige corazones postrados. Pero esos corazones se forman también en la repetición, en el ritmo, en el gesto que una y otra vez te recuerda que Dios es Dios y tú no.
La oración nos evangeliza. Nos recuerda que no estamos solos. Que hay una comunión de los santos que ora con nosotros, incluso cuando no podemos pronunciar una sola palabra. Y nos muestra que el Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras (Romanos 8:26, NVI).
Cuando el alma está rota, el cuerpo aprende a orar de otras maneras. A veces, la única forma de decir “te necesito” es quedarte quieto en Su presencia. Y allí, incluso el silencio se convierte en credo. Allí, la obediencia se vuelve liturgia. Allí, el quebranto es incienso.
He aprendido que Dios recibe la oración del que no sabe orar. Que no hay un molde correcto, sino una actitud interior que dice: “Aquí estoy. No tengo respuestas, pero tengo hambre”. Y ese hambre, cuando se ofrece como oración, es una de las formas más sinceras de fe.
Cada tradición cristiana lleva en su oración una parte del rostro de Dios. Algunas enfatizan la majestad, otras la intimidad. Algunas se arrodillan, otras levantan los brazos. Algunas cantan himnos antiguos, otras improvisan cánticos nuevos. Pero todas, si lo hacen desde el Espíritu y en verdad, revelan algo del corazón del Padre.
El error no está en las diferencias, sino en la crítica. Cuando juzgamos la forma en que otro ora, sin conocer su historia ni su contexto, nos alejamos del amor. Jesús fue claro: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros.” (Juan 13:35, LBLA). No dijo “si oran igual”, ni “si usan la misma música”, ni “si su liturgia es la misma”. Dijo: si se aman.
He visto adoración auténtica en un templo con órgano y vestiduras blancas, y también en un sótano lleno de jóvenes con guitarras y lágrimas. Lo que importa no es la forma, sino el fuego. No es la estética, sino la entrega. Porque la verdadera adoración no comienza en la plataforma, sino en el corazón.
“¿Se complace el SEÑOR tanto
en holocaustos y sacrificios
como en la obediencia a la voz del SEÑOR?
He aquí, el obedecer es mejor que un sacrificio,
y el prestar atención, que la grosura de los carneros.”
(1 Samuel 15:22, LBLA).
Así lo aprendí también cuando, durante un retiro, vi a una mujer anciana levantar sus manos temblorosas mientras cantaba un himno que yo nunca había escuchado. No sabía la letra, pero sus lágrimas decían más que mil palabras. Y entendí: eso es lex orandi, lex credendi. Ella estaba orando con el cuerpo, con el alma, con su historia. Y su fe se revelaba en su adoración.
Tal vez por eso la Escritura nos instruye a ser buenos administradores de la gracia multiforme de Dios. Porque Su gracia se expresa en mil tonos, en mil estilos, en mil formas de decirle “Santo” al que es Santo. No todos oran igual. No todos creen igual. Pero el Espíritu es el mismo.
He aprendido a amar el silencio monástico y el clamor pentecostal. He aprendido a recibir el pan consagrado con temblor y también a romper el pan del desayuno con gratitud. Porque toda mesa puede ser altar si Dios está en ella.
Y ahora, cuando oro, ya no me preocupo tanto por “hacerlo bien”. Me preocupo por estar presente. Por abrir mi alma. Por dejar que la oración me transforme. Porque lo he vivido: el alma que ora, cambia. El alma que adora, sana. El alma que se postra, se levanta con una fe más limpia.
Así es la ley de la oración. Así es la ley de la fe. Una forja invisible donde Dios forma en nosotros lo que ni siquiera sabíamos que necesitábamos creer.