Título de la serie: Aquí me quedaré
Subtítulo de la serie: Cuando Dios nos nombra más allá del miedo
Entrada #5
Hay amaneceres en que Dios te despierta antes que al sol, y la brisa trae un mandato que se parece a una poda. “Yerubaal —es decir, Gedeón— y todos sus hombres se levantaron de madrugada y acamparon en el manantial de Jarod. El campamento de los madianitas estaba al norte de ellos, en el valle que está al pie del monte de Moré.” (Jueces 7:1, NVI). El escenario huele a batalla, pero la primera palabra de arriba no habla de estrategia militar; habla del alma de un pueblo que fácilmente se atribuye la gloria: “El SEÑOR dijo a Gedeón: «Tienes demasiada gente para que yo entregue a Madián en sus manos. A fin de que Israel no vaya a jactarse contra mí y diga que su propia fortaleza lo ha librado,” (Jueces 7:2, NVI). El problema no es la cantidad; es la tentación del corazón de creer que puede contarse a sí mismo como causa suficiente.
La primera reducción es desconcertante, casi contraintuitiva: “anúnciale ahora al pueblo: “¡Cualquiera que esté temblando de miedo, que se vuelva y se retire del monte de Galaad!”». Así que se volvieron veintidós mil hombres y se quedaron diez mil.” (Jueces 7:3, NVI). Uno esperaría un discurso inflamado que convierta a los temerosos en héroes. En cambio, el Señor honra la verdad simple del interior: hay miedos que, en cierto momento, mejor se regresan a casa. No para vergüenza, sino para cuidado. La fe bíblica no se alimenta de la negación del temblor; se sostiene en la obediencia de los que, aún temblando, permanecen con lo que tienen. El Señor no humilla a los que se van; entrena a los que se quedan para que no se pierdan a sí mismos en la victoria.
Pero el pulso de Dios vuelve a marcar: “Todavía hay demasiada gente” (véase Jueces 7:4, NVI). Y entonces aparece la prueba más extraña, una pedagogía en la orilla del agua. “Hazlos bajar al agua y allí los seleccionaré por ti. Si digo: “Este irá contigo”, ese irá; pero si digo: “Este no irá contigo”, ese no irá».” (Jueces 7:4, NVI). En la ribera no hay discursos, hay gestos mínimos: cómo se bebe. “Gedeón hizo que los hombres bajaran al agua. Allí el SEÑOR le dijo: «A los que laman el agua con la lengua, como los perros, sepáralos de los que se arrodillen a beber».” (Jueces 7:5, NVI). Y el narrador nos da la cifra inesperada: “Trescientos hombres lamieron el agua llevándola de la mano a la boca. Todos los demás se arrodillaron para beber.” (Jueces 7:6, NVI). No se trata de una técnica secreta; se trata del pulso del Reino: Dios elige trabajar con lo pequeño para guardar el corazón del que mira.
Entonces, la palabra que define el resto del capítulo: “El SEÑOR dijo a Gedeón: «Con los trescientos hombres que lamieron el agua, yo los salvaré...” (Jueces 7:7, NVI). No suena a consuelo barato; suena a convicción que nace de otra aritmética. Cuando el Señor reduce el ejército, no es por desprecio de los números; es por amor al alma que podría extraviarse si confunde el medio con la fuente. Israel tendrá victoria, pero el relato cuidará que ese triunfo no se convierta en ídolo. El Dios que nos llama en el lagar y nos sienta a la mesa para encender la paz es el mismo que nos conduce a una ribera donde aprendemos a beber distinto.
En el borde del agua, uno aprende cosas que el ruido del combate no enseña. Aprendes que el futuro de tu historia no depende de tu inventario. Aprendes a sostener con una mano lo que te dieron y, con la otra, a llevar el agua a la boca como quien permanece atento. Aprendes que el valor que cuenta no es el del brío, sino el del corazón que guarda la presencia en medio del valle. Los que se arrodillaron no son demonizados por la Escritura; sencillamente, en esa hora, no eran el instrumento escogido. Dios, que conoce la trama completa, prepara a Gedeón con un lenguaje que la tierra entiende: menos es más en manos del Eterno.
Me pregunto cómo suena en nosotros esa reducción. La sentimos a menudo como pérdida: menos recursos, menos gente, menos tiempo, menos fuerza. Pero quienes caminamos con el Señor hemos visto —a veces con lágrimas— que la poda anticipa fruto. La reducción no humilla; clarifica. Lo innecesario se retira para que lo esencial respire. En el “ya” del Reino, hoy mismo el Señor te enseña a confiar con poco; en el “todavía no”, sigue prometida una plenitud que no cabe en tus cuentas. Entre ambos tiempos, la obediencia aprende la música de la lámpara que alumbra un paso y no toda la autopista.
La narrativa guarda un detalle precioso que suele pasar de largo: “Entonces Gedeón mandó a los demás israelitas a sus tiendas de campaña, pero retuvo a los trescientos, los cuales se hicieron cargo de las provisiones y de las trompetas de los otros.” (véase Jueces 7:8, NVI). La reducción no produce escasez; produce redistribución. Los trescientos reciben provisiones y trompetas de muchos. En clave de comunidad, esto significa que cuando Dios te encarga una batalla con lo pequeño, no te deja solo: te confía recursos que otros ya cargaban. La victoria que viene no anunciará el nombre de un héroe; proclamará la fidelidad del Señor que libra batallas con lo que a simple vista parece insuficiente.
También hay aquí una protección profunda. “A fin de que Israel no vaya a jactarse contra mí y diga que su propia fortaleza lo ha librado,” (Jueces 7:2, NVI). La jactancia, en la Escritura, no es solamente una mala actitud: es una idolatría que redirige la gloria. El corazón humano, tan rápido para contar, puede desorientarse si confunde cantidad con garantía. Por eso, Dios nos concede temporadas de trescientos: para que cada gramo de victoria tenga sabor a gracia, y cada paso sepa a acompañamiento. Cuando el Señor decide que “todavía son demasiados”, no nos está haciendo pequeños; está preservando la verdad que sostiene el mundo: “No por la fuerza ni por el poder, sino por mi Espíritu” —diría otro profeta en otro valle.
¿Qué hacemos con esto en la vida diaria? Primero, escuchamos la invitación a revisar dónde nos hemos jactado. No desde la culpa obsesiva, sino desde la honestidad que libera. Nombrar dónde nos hemos atribuido el mérito nos vacuna contra la amnesia. Segundo, aceptamos la posibilidad de que Dios esté reduciendo “mi ejército” para guardarme del engaño. Puede que —por ahora— haya menos aplauso, menos recursos, menos respaldo visible. Pero si la presencia está, basta. Tercero, nos entrenamos en la ribera: practicamos decisiones pequeñas que sostienen la atención —beber con una mano y vigilar con la otra—. En términos aterrizados: orar antes de responder, ordenar lo que se nos confió, guardar el corazón de comparaciones que roban gozo, decir sí a la obediencia concreta que hoy toca.
El texto respira una pedagogía comunitaria. Gedeón no se queda con trescientos solitarios; se queda con trescientos que comparten provisiones y trompetas. La iglesia que aprende este capítulo no mide su salud por la multitud, sino por la fidelidad de aquellos que, juntos, obedecen cuando la cuenta es pequeña. A veces confundimos plenitud con multitud. La Escritura nos regresa al centro: plenitud es presencia que avanza, aun cuando la sala no esté llena. Por eso tiene sentido agradecer por los trescientos. Ahí se prueban los corazones, se afina la escucha, se limpia la intención.
Tal vez hoy experimentas una orilla de reducción. Un proyecto que parecía grande se ha comprimido. Una agenda con nombres se ha vaciado. Un plan con recursos se ha encogido. No corras a llenar el hueco con ansiedad. Permanece en la ribera hasta que la voz señale: “«Con los trescientos hombres… yo los salvaré” (Jueces 7:7, NVI). Y mientras esperas, practica la redistribución: comparte lo que tienes, recibe lo que otros aportan, reconoce que las trompetas no son para tu lucimiento, sino para anunciar lo que Dios hará en el valle. La obediencia, así, deja de ser solitaria y se vuelve coral.
Me gusta imaginar ese amanecer: Gedeón, más liviano y más atento, mirando el valle. Ya no lo acompaña una muchedumbre que le haga creer que es invencible; lo acompaña una comunidad pequeña que sabe escuchar. El “ya” del Señor se palpa en la certeza de su palabra; el “todavía no” late en la humildad de esperar el siguiente movimiento. Lo que sigue —sueños en el campamento enemigo, jarras rotas y trompetas— tendrá su hora. Por ahora, el aprendizaje queda cincelado a la orilla del agua: menos puede ser el lugar exacto donde Dios guarda el corazón para el día de la victoria.
Quisiera cerrar invitándonos a una práctica sencilla a la luz de este texto. Toma un papel y escribe tus “treinta y dos mil”: aquello en lo que sueles confiar. Luego, escribe tus “tres cientos”: lo que hoy tienes en la mano, quizá pequeño, quizá frágil. Ora con esa lista en silencio, y repite: “Señor, guárdame de la jactancia; enséñame a beber atento; haz de lo poco un cántaro para tu gloria”. Compártelo con dos o tres hermanos y pónganse de acuerdo para tocar juntos las trompetas de la gratitud en la semana: pequeños actos que anuncian que la victoria es suya.
Sigamos caminando así, como la iglesia en general: una familia extendida que aprende a agradecer las podas, a obedecer en la ribera y a esperar la señal del Dios que salva. Que nuestras comunidades no se definan por la cantidad que pueden contar, sino por la presencia que pueden reconocer. Y que, cuando llegue el día de alzar trompetas, sepamos de memoria lo que el amanecer nos enseñó junto a Harod: “«Con los trescientos hombres… yo los salvaré” (Jueces 7:7, NVI).



