Mi perfume llega al Trono
Cuando la gratitud se vuelve aroma y la esperanza aprende a arrodillarse
La letra de esta canción dice:
// Mi perfume le agrada //
// Y llega a su presencia //
Postrado ante ti
Agradecido estoy
y lavo tus pies
con lágrimas de amor
no importa lo que digan
solo quiero agradarte
Rey de los santos
Santo, Santo, Santo
“Mi perfume le agrada.” Es una frase audaz, quizá temeraria, si la pensamos desde la fragilidad de quien tiembla por dentro. Y, sin embargo, algo en el evangelio nos enseña a creer que la adoración —cuando brota de un corazón quebrantado y sincero— asciende como un incienso invisible y real. “Sea puesta mi oración delante de Ti como incienso, el alzar de mis manos como la ofrenda de la tarde.” (Salmo 141:2, NBLA). No es el precio del perfume lo que conmueve al cielo, sino el precio del Perdón que lo precede. Fue así con aquella mujer en la casa del fariseo: lágrimas que lavan los pies, cabellos que los secan, un frasco roto que perfuma la habitación con gratitud impensada; y la voz de Jesús que atraviesa el juicio de los presentes: “«Tus pecados han sido perdonados»… «Tu fe te ha salvado, vete en paz».” (Lucas 7:48, 50, NBLA). También en Betania el gesto se repite, pero ahora como anuncio de un Misterio: “«Déjala, para que lo guarde para el día de Mi sepultura.” (Juan 12:7, NBLA). El perfume, pues, no compra nada; responde a Alguien.
Antes de esa mañana yo había puesto mi playlist —canciones que reservo para preparar el corazón cuando me toca ministrar mediante la exposición de la Palabra. Suelo dejarlas correr como oración prestada mientras leo, oro y ordeno pensamientos, procurando que “El que habla, que hable conforme a las palabras de Dios… para que en todo Dios sea glorificado mediante Jesucristo…” (1 Pedro 4:11, NBLA). Pero aquel día el algoritmo me sugirió una canción fuera de mi lista. Apenas comenzó, tuve que dejar lo que estaba haciendo: el lápiz, los libros, la prisa. Me encontré de rodillas, sin planearlo, con el alma abierta y el cuerpo diciendo lo que el espíritu ya sabía: “¡Vengan, postrémonos reverentes! Doblemos la rodilla ante el SEÑOR nuestro Hacedor!” (Salmo 95:6, NVI). No busqué ese instante; me fue concedido. A veces la providencia usa hasta un algoritmo para abrir una grieta por donde entra el Reino.
Cantar “y llega a su presencia” no es triunfalismo, es memoria del Camino abierto. “…tenemos confianza para entrar al Lugar Santísimo por la sangre de Jesús” (Hebreos 10:19, NBLA). El acceso no lo hice yo; lo hizo Él. Por eso la adoración de la iglesia es “sacrificio de alabanza… fruto de labios que confiesan Su nombre” (Hebreos 13:15, NBLA), y nuestras vidas, presentadas “como sacrificio vivo… aceptable a Dios” (Romanos 12:1, NBLA), respiran aroma a Cristo: “y anden en amor… como también Cristo les amó y se dio a sí mismo… como fragante aroma” (Efesios 5:2, NBLA). No es extraño, entonces, que el lenguaje del cielo se llene de copas de oro y fragancias: “Cada uno tenía un arpa y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos.” (Apocalipsis 5:8, NBLA). La canción acierta: la gratitud tiene olor, y la gratitud llega.
“Postrado ante ti, agradecido estoy.” Postrarse no es un gesto teatral; es una teología del cuerpo. La rodilla que toca el suelo recuerda a la voluntad que aprende obediencia, y a los labios que balbucean una verdad simple: “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6, NBLA). Tal vez por eso el alma, al arrodillarse, repite en silencio: no importa lo que digan, solo quiero agradarte. Agradar a Dios no como quien busca aprobar un examen, sino como quien ama al Amado y evita herir su corazón. “para que vivan de manera digna del Señor, agradándole en todo.” (Colosenses 1:10, NVI). A veces el agrado del cielo choca con la opinión de los de casa, como sucedió con aquella crítica al derroche de nardo puro; pero el Señor defendió el gesto y lo consagró memoria del evangelio: “Pues buena es la obra que me ha hecho… dondequiera que este evangelio se predique, en el mundo entero, se hablará también de lo que esta ha hecho, en memoria de ella».” (Mateo 26:10, 13, NBLA). Lo que nace del amor, cuando es verdadero, tiene su propia sabiduría.
“Rey de los santos. Santo, Santo, Santo.” La boca no alcanza, pero lo intenta. La Iglesia ha buscado palabras para confesar lo indecible: que en Jesús habita la plenitud de Dios, que su santidad es la del Trono, que su realeza no se negocia. “«Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era y que es y que ha de venir».” (Apocalipsis 4:8, NVI). Cuando ese “Santo” se vuelve nombre en nuestros labios dirigidos a Jesús, el corazón confiesa algo más grande de lo que entiende: que el mismo reconocimiento que estremece a los serafines nos cruza la garganta. Él recibe adoración —no como un maestro brillante, sino como el Cordero “Digno… de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fortaleza y la honra, la gloria y la alabanza!».” (Apocalipsis 5:12, NVI). Que el himno de hoy aproxime el del mañana.
Porque el Reino ya está aquí y, a la vez, todavía esperamos. Hay instantes en que el perfume parece llenar toda la casa y creemos que el mundo ha cambiado; hay días en que el frasco parece vacío y el aire, estéril. Ambas cosas son verdad: “«El tiempo se ha cumplido»… «y el reino de Dios se ha acercado” (Marcos 1:15, NBLA), y sin embargo “Pero ahora no vemos aún todas las cosas sujetas a él.” (Hebreos 2:8, NBLA). Vivimos entre la unción de Betania y la tumba vacía, entre la copa de oro y la tierra que gime. “también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, mientras aguardamos nuestra adopción como hijos, es decir, la redención de nuestro cuerpo.” (Romanos 8:23, NVI). Adorar en este intervalo es ejercer un oficio de espera: el alma sostiene en una mano la promesa que ya saborea y, en la otra, la ausencia que aún duele.
“Agradecido estoy, y lavo tus pies con lágrimas de amor.” Hay lágrimas que son teología. No explican, muestran. Como si el agua que cae del rostro tuviera memoria del que “se levantó de la cena y se quitó el manto, y tomando una toalla, se la ciñó… y comenzó a lavar los pies de los discípulos.” (Juan 13:4–5, NBLA). El amor aprende a oler como Él huele, a inclinarse como Él se inclinó, a reconocer que el Señor —Santo, Santo, Santo— tomó toalla y palangana. No hay una espiritualidad más alta que la que toca el polvo de unos pies cansados. Y quizá la primera cosa que cura en nosotros la adoración sea la tentación de vivir sin arrodillarnos, sin lavar, sin quebrar frascos. “Aprendan de Mí… y hallarán descanso para sus almas.” (Mateo 11:29, NBLA). Tal vez el descanso empiece cuando la gratitud se vuelve un oficio pequeño y cotidiano, una liturgia humilde que nadie aplaude y que, sin embargo, llena la casa de un olor difícil de olvidar.
“Mi perfume le agrada.” Es fácil dudarlo cuando te sientes pequeño o herido. Pero el evangelio no pide perfumes perfectos, pide frascos abiertos. No reclama técnicas, sino corazones. Y cuando la fragancia es pobre, el Espíritu sopla: “fragante aroma de Cristo somos para Dios.” (2 Corintios 2:15, NBLA). El Padre huele al Hijo en nosotros. Por eso la canción, repetida, no es vanidad; es aprendizaje. La repetición no busca convencer a Dios, sino recordarnos a nosotros que la gracia que nos trajo hasta aquí es suficiente para hacer de nuestra oración un aroma que viaja.
Y llega. Llega hoy, aunque la tierra aún no se rinda. Llega hoy, aunque la noche parezca más espesa. Llega —no porque tu voz sea poderosa, sino porque su Trono está abierto. Y llegará mañana en otra forma, más vasta, cuando “todas las naciones vendrán y adorarán en Tu presencia” (Apocalipsis 15:4, NBLA), y el Nombre que hoy susurras se vuelva canto de multitudes. Habrá una fiesta para rodillas y lenguas: “para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla… y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor” (Filipenses 2:10–11, NVI). Entonces entenderás por qué el corazón insistía en derramar, en agradecer, en postrarse. Todo habrá sido ensayo de algo mucho más grande: “Ya no habrá más maldición… verán Su rostro” (Apocalipsis 22:3–4, NBLA). El perfume no solo llegó; se quedó para siempre en el aire nuevo.
“Rey de los santos.” El título que hoy te sale del alma —medio tímido, medio asombrado— es también un acto de resistencia. Nombrarlo Rey mientras el mundo aún discute es colocarte del lado de lo que permanece. Y cuando dices “Santo, Santo, Santo”, tu garganta se alinea con una música que no empezó contigo ni terminará aquí. Es bueno que el cuerpo lo sienta: el Reino ya latió en tu pecho, aunque todavía falte el amanecer completo. Por eso, cuando vuelvas a cantar “no importa lo que digan, solo quiero agradarte”, recuerda: no le cantas a una idea, le cantas a una Persona. No te postras ante una emoción, te postras ante el Señor que abre caminos en el velo. La espiritualidad más honda siempre fue sencilla: mirar a Jesús hasta que el corazón huele como Él.
Al final, lo verdaderamente valioso de tu perfume no es su rareza, sino su procedencia. Nace del perdón que no merecíamos, de la mesa a la que fuimos invitados cuando no sabíamos sentarnos, de la libertad que nos dieron cuando aún teníamos grilletes en los tobillos del alma. Por eso la gratitud no envejece. Se vuelve hábito, y el hábito, oración. “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4:23, NBLA). No hace falta escenario: basta la habitación cerrada, una rodilla que cede, y el Nombre.
Y ahora, como un solo cuerpo que ama al mismo Jesús, quiero aprender de todos los que se han arrodillado antes: de quienes han desgranado la Escritura con cuidado para oír la voz clara del Señor; de quienes han esperado su Reino con los ojos abiertos y las manos en el arado; de quienes han hecho del silencio una escuela del corazón; de quienes, contemplando su rostro, han sido “transformados… de gloria en gloria” (2 Corintios 3:18, NBLA). Juntos sostenemos este canto. Unos nos recuerdan el orden hermoso de la Palabra, otros encienden la esperanza de lo que se acerca, otros nos enseñan a respirar hondo la oración, otros a vivir encendidos por la luz que transfigura. Y así, como un pueblo que comparte mesa y destino, seguimos rompiendo frascos. Porque, al final, nadie adora solo. Cuando la casa se llena de perfume, todos respiramos.
“Mi perfume le agrada.” Sí. Porque primero agradó el perfume del Hijo. Porque la sangre abrió camino. Porque el Reino ya roza nuestra piel, aunque todavía esperamos. Porque la iglesia entera aprendió a arrodillarse. Porque amar a Jesús no es una forma de convencerlo, sino la manera de recordar quién es Él. Y porque, cuando todo pase, quedará solo esto: un Trono, un Cordero, un pueblo, y un aroma que no se acaba.