Durante las últimas semanas he caminado más despacio. No por cansancio físico, sino por un peso distinto, uno que solo se percibe en el alma. Es el peso del amor por la Iglesia, ese cuerpo que a veces hiere, pero al que uno no puede dejar de amar. No se trata de una fascinación institucional, ni de una idealización romántica. Es algo más profundo. Más costoso. Más real.
He pensado en ella mientras caminaba por calles ruidosas y en silencio frente a un pan partido. La he visto en los rostros de amigos que han caído y se han levantado, en las lágrimas de quienes han sido heridos, y en las manos temblorosas que aún se extienden para adorar. La Iglesia no es perfecta. No lo ha sido nunca. Pero es el cuerpo de Cristo. Y a pesar de todo, yo la amo. Porque la gracia que me encontró, me encontró ahí. Entre hermanos imperfectos. Entre cantos desafinados. Entre silencios incómodos y abrazos que sanan.
Somos la Iglesia. No un edificio ni un programa, sino una historia viva que sigue siendo escrita con tinta de misericordia. Y en esa historia, todos venimos por diferentes razones. Unos buscando redención, otros huyendo del pasado, otros simplemente porque no saben a dónde más ir. Pero en el fondo —como canta Riley Clemmons en “Church Pew”— el Señor sabe que todos necesitamos a Jesús. El mejor de los santos. El peor de los pecadores. Y todo lo que hay en medio. Todos necesitamos a Cristo.
Esa frase, que podría parecer un cliché religioso, se ha vuelto para mí una confesión definitiva. Un grito silencioso que emerge cuando las palabras no bastan. Porque más allá de todo lo que creemos, defendemos, corregimos o enseñamos… lo que realmente nos sostiene es Él. No nuestras estructuras. No nuestra elocuencia. No nuestros logros espirituales. Solo Él.
Lo descubrí en el fuego de la traición. No la traición de un enemigo, sino la de alguien que llevaba vestiduras espirituales. Alguien que debía cuidar, pero hirió. Alguien que usó su lugar de autoridad para aplastar en lugar de levantar. Fui acusado falsamente. Mi nombre fue pisoteado. Mi corazón, quebrado. Y aunque hubo momentos en los que quise gritar mi inocencia, algo más fuerte me pidió callar. Fue el Espíritu. Habló a través de alguien que me escuchó con compasión. Me miró a los ojos y me dijo: “El Espíritu Santo quiere que sepas que si abres la boca para limpiar tu nombre, Él guardará silencio. Pero si guardas silencio, Él hablará por ti.”
Esa palabra me sostuvo cuando nada más podía hacerlo. No fue solo una frase profética. Fue una promesa. Un ancla. Un acto de rendición. Y lo he visto cumplirse. Dios ha ido restaurando lo que parecía perdido. No de manera inmediata. No como yo lo habría hecho. Pero sí con una fidelidad que desarma.
Aun así, no puedo negar el dolor. Hay heridas que no se cierran rápido. El alma lleva tiempo en sanar. El trauma emocional de pasar por una prueba donde tu carácter es puesto en duda, donde tu reputación es arrastrada por el suelo, no desaparece con una oración. Se necesita tiempo. Se necesita espacio. Se necesita consuelo. Y sobre todo, se necesita a Cristo.
Él lo dijo con ternura que atraviesa los siglos: “»Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados; yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana».” (Mateo 11:28–30, NVI).
Yo vine a Él. No por virtud. Por desesperación. Derramé lágrimas que no sabía que tenía. Palabras que salían entrecortadas, no por falta de vocabulario, sino por exceso de peso. Y en ese altar invisible, donde sólo estábamos Él y yo, encontré descanso. No la clase de descanso que elimina el problema, sino el que vuelve a poner el alma en su sitio.
Confesar que necesitamos a Cristo no es una declaración teológica. Es una rendición personal. Es admitir que no tenemos el control. Que no podemos justificarlo todo. Que no sabemos siempre qué hacer con el dolor. Es dejar de intentar parecer fuertes y, en cambio, abrazar la debilidad como puerta a la gracia.
Yo le había dado a ese hombre —el que me traicionó— más poder del que debía. No porque él lo exigiera, sino porque yo lo permití. Lo creí vocero de Dios, mediador entre el cielo y mi alma. Y cuando usó esa posición para oprimir, el golpe fue doble. No solo por lo que dijo, sino por quién lo dijo. Pero aprendí que ni la voz de un pastor, ni la de una institución, ni la de una comunidad, tienen la última palabra sobre mí. Solo Cristo la tiene.
Fue entonces cuando entendí que el problema no es la Iglesia como tal. Son los individuos. Las personas heridas que hieren. Los líderes inseguros que abusan. Los hombres que olvidaron que lo esencial no es el púlpito, sino el corazón. Que olvidaron que el mayor distintivo de los discípulos de Jesús no es el conocimiento, ni el liderazgo, ni la influencia, sino el amor: “De este modo todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros.” (Juan 13:35, NVI).
No se trata de cuántos versículos puedes citar, ni de cuán teológica es tu predicación. Se trata de cuánto amor hay en tus palabras. De cuánta compasión hay en tus gestos. De cuánta humildad hay en tu autoridad. Porque si el amor no está, todo lo demás es ruido.
Mi madre me decía una frase que aún resuena en mi interior: “Sé humilde. No sea que, por sentirte muy maduro, te caigas del árbol por lo maduro que estás.” A veces es en la caída donde uno se encuentra verdaderamente con Cristo. Cuando la arrogancia se quiebra. Cuando el orgullo es desmantelado. Cuando la fe ya no es una postura, sino una necesidad.
Pablo lo dijo así: “Por tanto, el que cree que está firme, tenga cuidado, no sea que caiga.” (1 Corintios 10:12, LBLA). Y cuántos hemos caído. A veces no públicamente, pero sí en el alma. Y allí, en el polvo, Cristo se acerca. No con reproche, sino con redención.
Mi experiencia no me volvió amargo. No me alejó de Dios. Ni de la Iglesia. Al contrario. Me hizo más tierno. Más consciente de que todos estamos rotos en alguna medida. Que todos luchamos con algo. Que cada persona que entra a un templo lleva consigo una batalla invisible. Que cada uno, aunque no lo diga, necesita a Cristo.
Y eso me hizo amar más profundamente. Abrazar más intencionalmente. Callar más juicios. Escuchar con más paciencia. Porque si Él me levantó, ¿quién soy yo para señalar a otro que ha caído?
Esa canción sigue resonando: “Todos venimos por diferentes razones, pero el Señor sabe que todos necesitamos a Jesús.” Y sí. Todos. No hay excepciones. El liderazgo no te exime de necesitarlo. La madurez espiritual no te libera de Su gracia. El conocimiento bíblico no reemplaza la intimidad con Él. Todos lo necesitamos.
Ese es el comienzo de toda sanidad: reconocer la necesidad. No disimularla. No racionalizarla. No maquillarla. Sino confesarla. Y en esa confesión, encontrar el alivio. Porque Cristo no se acerca a los autosuficientes. Se acerca a los quebrantados.
He comprendido que vivir con propósito no es encontrar una causa, sino seguir una Persona. Que vivir con dirección no es tener un plan infalible, sino caminar en obediencia. Y que vivir con plenitud no es evitar el sufrimiento, sino permitir que Cristo lo habite.
Él no es solo nuestro Salvador. Es nuestro Sustento. Nuestra guía. Nuestro refugio. Nuestro descanso. Y a medida que el Espíritu Santo obra en nosotros, nos va haciendo más como Él. Más pacientes. Más mansos. Más compasivos. Más verdaderamente humanos.
Y eso es, al final, lo que el mundo necesita. No solo cristianos que tengan respuestas, sino cristianos que encarnen a Cristo. Que lo hagan visible en sus heridas. Que lo reflejen en sus silencios. Que lo proclamen con sus actos de ternura. Que lo revelen en su humildad.
Porque todos —absolutamente todos— necesitamos a Cristo. Y cuando esa necesidad se convierte en oración, y esa oración en vida, entonces el Reino se hace tangible.