En el vasto tapiz del tiempo, tejido con hilos dorados de intención divina, una verdad sagrada yace latente, esperando, vigilando, susurrando a las almas que se atreven a buscarla. Pero nuestro mundo, una marea incesante de ruido y movimiento, ha olvidado la quietud necesaria para escuchar la voz de Dios. Ese dulce susurro, suave como el viento, del Espíritu Santo.
Nos apresuramos, nos esforzamos, construimos monumentos a nuestra propia sabiduría, a nuestras débiles fuerzas, a nuestra frágil voluntad, pero somos ciegos a la sabiduría eterna que habla no en el clamor de los hombres, sino en el silencio de la oración, en el silencio de la rendición, de la entrega absoluta. Los cielos declaran la gloria de Dios (Salmo 19:1), pero estamos demasiado ocupados mirando pantallas para contemplar las estrellas. El Espíritu nos llama, pero vacilamos. El Padre llama, pero nos demoramos.
La demora es la ladrona del destino y del propósito.
El viaje de un siervo, una lección para nuestras almas
Una vez, en las páginas del Génesis, un siervo se embarcó en un viaje, no el suyo propio, sino uno ordenado, sin el saberlo o darse cuenta, por el Altísimo. Enviado por Abraham, este siervo sin nombre llevaba un peso que superaba al oro o a la provisión. Tenía la responsabilidad de encontrar una esposa para Isaac, el hijo de la promesa.
¿Podría haberse apresurado? ¿Podría haber elegido a toda prisa, impulsado únicamente por la sabiduría humana? Sí. Pero no lo hizo. En cambio, se arrodilló ante los pozos de Harán, con polvo sobre sus vestiduras, el corazón inclinado ante el cielo, y oró:
“«Oh Señor, Dios de mi señor Abraham, te ruego que me des éxito hoy, y que tengas misericordia de mi señor Abraham.”
Génesis 24:12 (NBLA).
En ese momento, puso en evidencia su propio entendimiento. No confió en la rapidez de sus pies ni en la agudeza de su mente, sino en Aquel que divide los mares, que manda sobre la mañana, que tiene todo el tiempo en Sus manos.
Y el Señor respondió.
Rebeca llegó a la orilla del pozo, como atraída por la mano invisible de la Providencia. El siervo encontró todas las señales por las que había orado, y aun así, él no se apresuró. Observó en silencio, esperando discernir si esta era la elegida del Señor (Génesis 24:21). No permitió que la emoción prevaleciera sobre la obediencia; no permitió que el impulso prevaleciera sobre la instrucción.
En esto hay sabiduría: los caminos de Dios no deben apresurarse, pero tampoco deben demorarse.
No me demores, porque el Señor ha hablado
El siervo sabía la tarea que pesaba sobre sus hombros, no era suya. Estaba acostumbrado al peso de la responsabilidad, sin embargo, esta encomienda no era cualquiera, el peso era mayor pues la carga era trascendental. Cuando la familia de Rebeca pidió más tiempo para tenerla entre ellos, cuando trató de retrasar el desarrollo divino de la voluntad de Dios, el siervo se mantuvo firme. Estoico. Firme en la convicción de su llamado.
“«No me detengan», les dijo el siervo, «puesto que el Señor ha dado éxito a mi viaje; envíenme para que vaya a mi señor».”
Génesis 24:56 (NBLA).
Oh, ¿cuántos de nosotros hemos sentido ese movimiento divino en nuestras almas? ¿Con qué frecuencia hemos sabido, en lo profundo de nuestro espíritu, que Dios ha hablado, que nos ha llamado, que ha establecido un camino ante nosotros, pero vacilamos?
Decimos: “Solo un poco más”.
Decimos: “Déjame resolver esto primero”.
Decimos: “Señor, primero déjame ir a enterrar a mi padre.” (Lucas 9:59, NVI).
Pero el reino de Dios no espera. El Espíritu se mueve como el viento (Juan 3:8), y bienaventurado el que se mueve con Él, que no se ancla en la vacilación, que no permite que las voces de los demás retrasen lo que la voz de Dios ha ordenado.
Cuando Dios llama, muévete
No somos mas que polvo y aliento, llevados por la misericordia de Dios. Nuestras vidas, meros susurros en la eternidad, no son nuestras. Si le pertenecemos, entonces nuestros pasos deben ser Suyos; nuestros plazos deben inclinarse ante Su soberanía, no ante nuestra frágil y voluble voluntad.
Moisés pudo haberse demorado en la zarza ardiente, pero eligió escuchar la voz del YO SOY (Éxodo 3:14).
Pedro pudo haberse quedado en la barca, pero cuando Jesús lo llamó, pisó las olas (Mateo 14:29).
Pablo pudo haberse resistido a «la luz» en el camino a Damasco, pero se levantó y siguió el llamado de Cristo (Hechos 9:6).
Y tú, cuando el Señor te llame, ¿te demorarás?
¿Te quedarás en la comodidad cuando Él te llame a arriesgarte? ¿A obedecerle? ¿A seguirle?
¿Te aferrarás a lo que te resulta familiar cuando Él te pida que te adentres en lo desconocido?
¿Serás como la mujer de Lot, que miró hacia atrás y se convirtió en una columna de sal (Génesis 19:26), congelada en el pasado, incapaz de avanzar hacia el glorioso futuro establecido por Dios?
¿O serás como el siervo que, ante la duda, declaró: No me detengas, porque el Señor ha prosperado mi camino?
Una Oración de entrega
Señor, no permitas que yo sea un obstáculo para tu voluntad. Permite que mis pies se muevan cuando tú digas que vaya, y marche hacia el destino fijado por ti.Permite que mis manos liberen lo que me pides que deje ir, para abrazar lo maravilloso que me quieres dar.Permite que mi corazón confíe aún cuando el camino sea incierto, parezca largo, y por momentos oscuro.Porque tú eres el alfarero y yo soy el barro (Isaías 64:8).Tú eres la vid y yo soy el pámpano (Juan 15:5).Tú eres el pastor y yo soy tu oveja (Salmo 23:1).
Me niego a demorarte, oh Dios. Que tu propósito se cumpla en mí. Que tu voluntad sea hecha.
Que venga tu reino, así en la tierra como en el cielo.
Amén.