Serie: Cuando Dios Habla Primero
Subtítulo: Siete llamadas sagradas para volver a caminar con Él
Entrada 5: Obedece la voz de Dios
La obediencia no es imposición, sino respuesta
La obediencia no siempre se siente como un acto heroico. A menudo parece pequeña, invisible, incluso irrelevante. Pero el Reino se edifica sobre obediencias silenciosas, sobre pasos dados en dirección contraria al ego.
Después de escuchar, viene la respuesta. Y en el Reino, la respuesta no es una opinión ni una interpretación. Es obediencia. La voz que llama no busca eco, busca respuesta. Y esa respuesta se llama hacer lo que Él dice.
“Por tanto, obedecerás al SEÑOR tu Dios, y cumplirás sus mandamientos y sus estatutos que te ordeno hoy.” (Deuteronomio 27:10, LBLA). No es una sugerencia. No es un consejo opcional. Es una instrucción que nace del amor y de la pertenencia. Porque si he sido comprado, si ya no me pertenezco, entonces mi voluntad queda subordinada a una voz más alta que la mía.
Obedecer no es una renuncia a la libertad. Es su expresión más pura. Porque la obediencia que nace del amor no se siente como esclavitud, sino como comunión. No es obedecer por temor a castigo, sino por amor al rostro que me salvó.
Jesús dijo: “Mis ovejas oyen mi voz… y me siguen” (Juan 10:27, NVI). No basta con oír. El discipulado comienza cuando el oído se convierte en pie. Cuando el corazón que escucha se transforma en cuerpo que camina. Obedecer es fe en movimiento.
Y sin embargo, la obediencia es el lugar donde muchos se detienen. Queremos oír a Dios, queremos pertenecer, pero cuando Él habla, empezamos a negociar. Le decimos que entendimos, pero que necesitamos más confirmación. Le pedimos que repita, que asegure, que nos explique el porqué. Pero Él no siempre explica. A veces solo dice: Hazlo.
Ahí es donde la fe madura. En ese umbral entre la claridad absoluta y la obediencia sencilla. Cuando todo en nosotros grita por una razón, pero todo en Él nos invita a confiar. Como Abraham, que salió sin saber a dónde iba (Hebreos 11:8). Como Pedro, que echó la red una vez más (Lucas 5:5). Como María, que dijo: “«Aquí tienes a la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra».” (Lucas 1:38, NBLA).
La obediencia es un acto de fe que corta el flujo de nuestra lógica. Es un salto que no siempre tiene suelo visible. Pero quien ha escuchado la voz, sabe que esa voz nunca lleva a la ruina. Podrá llevar al desierto, pero no al abandono. Podrá llevar a la cruz, pero también a la resurrección.
Obedecer la voz de Dios no es una sola decisión; es un estilo de vida. Una secuencia de actos pequeños que, vistos desde el cielo, son parte de una sinfonía eterna. Perdonar cuando nadie más lo haría. Llamar cuando parece innecesario. Renunciar cuando todo grita que sigas. Permanecer cuando todos se van. Sembrar donde sólo ves sequía. Todo eso es obediencia.
Recuerdo una temporada en la que Dios me pidió hacer algo que parecía absurdo. No era pecaminoso evitarlo, no era escandaloso desobedecer. Nadie se habría enterado. Pero yo sabía. Y Él también. Esa es la tensión: cuando la obediencia es secreta, pero sagrada. Y aunque lo hice temblando, con dudas, lo hice. Lo obedecí. Y más tarde entendí que esa decisión fue la puerta a una provisión que no habría conocido de otro modo.
Hay momentos en los que la voz de Dios nos confronta con nuestras preferencias. Nos pide algo que no deseamos. Nos incomoda. Nos corrige. Nos desinstala. Y ahí descubrimos si seguimos a un ídolo hecho a nuestra imagen o al Dios vivo. Porque el Dios verdadero no sólo consuela, también confronta. No sólo abraza, también llama. No sólo escucha, también ordena.
En nuestra cultura emocional, a veces se ha equiparado obediencia con legalismo. Pero eso es una distorsión. La obediencia bíblica no es un intento de ganar amor; es la consecuencia natural de haberlo recibido. Es la respuesta agradecida de quien fue amado primero. Como dijo Jesús: “El que me ama obedecerá mi palabra…” (Juan 14:23, NVI).
Hay una dulzura en la obediencia que sólo se descubre al otro lado del miedo. Porque cuando obedecemos, aunque no veamos resultados inmediatos, algo en nosotros se alinea. Algo descansa. Algo se abre. La obediencia prepara el terreno para que la paz eche raíces.
Y si obedecer nos parece difícil, no estamos solos. Jesús, el Hijo eterno, también aprendió obediencia. “Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer.” (Hebreos 5:8, NVI). Si Él lo hizo, si Él pasó por ese proceso, ¿por qué nosotros pensaríamos que se nos exime?
Obedecer es morir un poco. Morir al deseo de explicaciones. Morir al impulso de tener el control. Morir al miedo de equivocarse. Pero al otro lado de esa muerte hay vida. Vida abundante. Vida ligera. Vida con propósito.
En lo cotidiano, obedecer puede significar apagar el teléfono para escuchar al hijo. Puede significar decir la verdad cuando mentir parece más fácil. Puede ser orar por alguien que te hirió. Puede ser dejar ir un sueño que ya no lleva la firma de Dios. Todo eso es obediencia. Y todo eso es semilla del Reino.
Obedecer la voz de Dios no es sencillo. Pero es seguro. Aunque duela. Aunque dures. Aunque parezca que no tiene sentido. Dios honra al que le cree lo suficiente como para hacer lo que Él dice, incluso cuando no entiende por qué.
Y si alguna vez dudas, recuerda que cada acto de obediencia está sostenido por un Dios que no cambia. Que si te llamó, te guiará. Que si te habló, te respaldará. Y que si te pidió algo, es porque sabe lo que hay al otro lado de ese paso.
Obedece. Aunque tiemble la carne. Aunque el alma no entienda. Porque la voz que llama es la misma que sostiene.