Oración de la ciudad
Un itinerario de intercesión con el Salmo 144 para hogares, oficios y plazas
Serie: La Roca y la Ciudad
Sabiduría que forma, protección que sostiene y prosperidad para el bien común.
Entrada #5
Señor, Roca viva que sostiene la historia, venimos como quien entra en una casa familiar al caer la tarde. Traemos polvo de calle en los zapatos y preguntas en el pecho; traemos cuentas por pagar y promesas que desean cumplirse; traemos nombres de hijos e hijas, rostros de vecinos, la memoria de nuestras manos y de lo que han podido hacer en estos días. “Alaben al SEÑOR, mi roca” (Salmos 144:1, NTV): repetimos la frase como quien toma aire antes de cruzar el umbral. Aquí estamos, y aquí estás. Haz que este encuentro ordene el pulso, forme el corazón y encienda esperanza para el camino que nos aguarda.
Enséñanos, Roca, el arte de comenzar bien. “Él entrena mis manos para la guerra y da destreza a mis dedos para la batalla.” (Salmos 144:1, NTV). Entrena nuestras manos para el trabajo honesto, para la caricia que bendice, para la firma que honra la verdad, para la apertura que concede hospitalidad. Que la destreza sea servicio y el servicio sea alegría. Danos el temple de quienes atraviesan tribulaciones con paciencia y salen con esperanza refinada (Romanos 5:3–5). Cuando la tarea parezca mayor que nuestras fuerzas, trae a memoria que tu gracia educa (Tito 2:11–12) y que tu Palabra alumbra senderos (Salmo 119:105). Queremos caminar con pasos sobrios y, al mismo tiempo, abiertos a tu sorpresa.
Aliado amoroso, torre que resguarda, escudo que sostiene (Salmos 144:2), sostenemos tu Nombre como quien eleva un estandarte sobre la casa y sobre la colonia. Pon vigías en nuestras murallas interiores para que la ansiedad no decida por nosotros. Inspira hábitos sencillos que custodien la paz: la primera media hora consagrada, el descanso que honra al cuerpo, el examen del día que escucha tu voz, la llamada a tiempo que repara un vínculo. “Torre fuerte es el nombre del SEÑOR; a ella corren los justos y se ponen a salvo.” (Proverbios 18:10, NVI). Que esa seguridad tenga manos para el vecino que llega a la puerta, para la compañera de trabajo que necesita una palabra que levante, para el amigo que se quedó a mitad de camino.
Padre, cuando recordamos que somos “como un suspiro” y que nuestros días pasan como sombra (Salmos 144:3–4, NTV), el alma aprende a medir bien el tiempo. “Enséñanos a contar de tal modo nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría.” (Salmo 90:12, NBLA). Regálanos esa sabiduría que sabe escoger prioridades, retrasar un deseo y atender lo esencial. Que la humildad sea luz, no carga, y que mirar nuestra fragilidad abra espacio para tu fortaleza. Confesamos que necesitamos más que buena voluntad. Necesitamos tu visita.
Por eso repetimos, con la audacia de los que han visto abrirse el cielo: “Abre los cielos, SEÑOR, y desciende; toca las montañas para que echen humo.” (Salmos 144:5, NTV). Toca montes que humean en nuestra historia: decisiones detenidas, conflictos que esperan resolución, hábitos que reclaman conversión. Envía tus rayos que dispersan la mentira, tus flechas que confunden lo que confunde (Salmos 144:6). Alcanza desde lo alto a quienes hoy sienten las aguas a la altura del cuello (Salmos 144:7). Trae rescate que se note en el cuerpo y en la agenda; trae paz que se reconozca en la mirada. Danos visión para ver el cuadro completo, entendimiento para discernir el núcleo del problema y estrategia para ordenar los pasos (Efesios 6:10–11). Que tu consejo gobierne la casa, la empresa, el aula, el taller, la oficina pública, el barrio.
Señor, extiende tu mano sobre las palabras. Cuida el lenguaje de tu pueblo. “Concentren su atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Colosenses 3:2, NVI) para que la boca aprenda a bendecir con sobriedad. Haz que nuestras conversaciones sean amables y llenas de buen juicio (Colosenses 4:6). Que la verdad tenga tono manso y la corrección conserve la dignidad del otro. Si alguno hoy carga con la culpa de una palabra injusta, que encuentre en ti la puerta del perdón y el valor para repararlo. Y si alguien ha sido herido por un juicio precipitado, acerca bálsamo a su corazón.
Desde lo hondo de la memoria recordamos que aprendiste a cantar con los tuyos, que la noche también escucha melodías. “Oh Dios, un cántico nuevo te cantaré; con arpa de diez cuerdas cantaré alabanzas a Ti” (Salmos 144:9, NBLA). Enséñanos ese canto. Que la gratitud tenga repertorio suficiente para nombrar los dones de cada jornada. Que los himnos antiguos aviven el ánimo y las canciones nuevas broten de la experiencia con tu fidelidad. “Puso en mis labios un cántico nuevo” (Salmo 40:3, NVI). Queremos cantar con manos que trabajan, con labios que oran y con pies que salen a servir. En la cocina y en la asamblea, en el transporte y en la mesa de juntas, en la visita al enfermo y en la planificación de la semana: afina nuestra vida para que tu Nombre sea celebrado.
Señor que “da la victoria a los reyes” (Salmos 144:10, NBLA), trae libertad a los lugares donde el corazón se percibe atado. Rescata del pacto con el miedo, del cálculo que bloquea la generosidad, del hábito que oscurece, de la narrativa que destruye. “Ustedes quédense quietos, que el Señor presentará batalla por ustedes.” (Éxodo 14:14, NVI): coloca esta frase en la puerta de nuestras preocupaciones. Libera caminos para acuerdos limpios, para oportunidades que no exijan el alma como precio, para salidas que honren la conciencia y bendigan a otros. Que la obediencia encuentre alegría y la alegría se vuelva fuerza.
Mira, Dios, a los hijos y a las hijas que nos confías. “Que nuestros hijos florezcan… como plantas bien nutridas; que nuestras hijas sean como columnas elegantes…” (Salmos 144:12, NTV). Habla palabras de vida sobre su identidad. Abre en sus pasos sendas de bien. Rodea sus decisiones de mentores sabios y de amigas y amigos que amen la verdad. Haz que nuestras casas sean aulas de paciencia, laboratorios de perdón, mesas de conversación que siembran propósito. “Instruye al niño en su camino” (Proverbios 22:6, RVR60): mientras repetimos este verso, toma tú la iniciativa y forma desde dentro lo que nuestras manos no alcanzan. Levanta columnas con belleza y fortaleza, columnas que sostienen con gracia y embellecen con presencia.
Pon tu mano sobre los graneros, Señor. “Que nuestros graneros estén llenos” (Salmos 144:13, NTV). Bendice la cosecha de quienes siembran con sudor, la jornada de quienes crean con su inteligencia, la perseverancia de quienes atienden con paciencia. Abre puertas prudentes para la inversión y puertas generosas para el compartir. Reconcílianos con la mayordomía. Concede alegría al dar y criterio para administrar: “Honra al SEÑOR con tus riquezas… Así tus graneros se llenarán a reventar…” (Proverbios 3:9–10, NVI). Trae pan suficiente y manos abiertas, contratos claros y salarios justos, herramientas que duren y descansos que cuiden. Que la abundancia se transforme en cauces: becas, empleos, proyectos que alivien, redes de apoyo que sostengan.
Atiende también a nuestros bueyes cargados, a toda logística que sostiene la vida diaria (Salmos 144:14). Protege los caminos por donde viaja el trabajo de las manos, bendice las cadenas de suministro, trae orden donde hay confusión. Fortalece a quienes planifican rutas, a quienes distribuyen, a quienes almacenan, a quienes firman remisiones. Dales sabiduría práctica y corazón limpio, y que cada engrane de esa maquinaria sirva a personas reales con bienes reales de maneras reales (Colosenses 3:23).
Levanta murallas invisibles de paz alrededor de nuestras plazas. “…ni haya gritos de alarma en las plazas de nuestras ciudades.” (Salmos 144:14, NTV). Envuelve a la ciudad con tu justicia que abre camino a la tranquilidad (Isaías 32:17). Inspira a quienes gobiernan con discernimiento y valentía para el bien. Acompaña a quienes cuidan la seguridad con integridad y moderación. Consolida acuerdos que reduzcan violencia, protege a los vulnerables, enciende iniciativas que den trabajo digno. “Y trabajen por la paz y prosperidad de la ciudad donde los envié… Pidan al SEÑOR por la ciudad…” (Jeremías 29:7, NVI): hacemos nuestra esta consigna y añadimos nombres concretos, calles concretas, escuelas, hospitales, mercados, parques. Extiende cobertura sobre nuestros adultos mayores y sobre nuestra niñez.
Sopla, Espíritu Santo, sobre los oficios de cada día. Reconcílialos con tu paz. Ilumina a maestros, enfermeras y médicos; a programadores, albañiles y arquitectas; a conductores, artesanas y cocineros; a comerciantes, jueces y periodistas; a servidores públicos y emprendedores. Que “la sabiduría que desciendo del cielo” (Santiago 3:17, NVI) impregne sus decisiones: pura, pacífica, amable, compasiva, imparcial, sincera. Introduce en la ciudad una cultura de palabra cumplida y de manos limpias. Deja tu huella en agendas, presupuestos, calendarios, actas, actitudes.
Concede a tu pueblo perseverancia en el bien mientras aguardamos el día del despliegue total de tu Reino. Recordamos que ya recibimos primicias y que todavía esperamos la plenitud. “El reino de los cielos está cerca” (Mateo 4:17, NVI) y “tu reino es un reino eterno” (Salmo 145:13, NVI): dos certezas que sostienen el presente y orientan el futuro. En esta tensión bendita, guarda nuestro ánimo. Infúndenos gozo que rebalsa esperanza por el poder del Espíritu (Romanos 15:13). En medio de interrupciones y demoras, mantén encendida la lámpara.
En los días de pasillo largo, recuérdanos tu invitación mansa: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados… aprendan de mí… y encontrarán descanso para sus almas.” (Mateo 11:28–29, NVI). Ese descanso es parte de tu gobierno. Reconcílianos con el yugo que aligera, con el ritmo que humaniza. Enséñanos a caminar a la velocidad del amor, donde cada tarea admite rostro, cada logro guarda humildad, cada pérdida encuentra consuelo, cada éxito se convierte en ofrenda. Que tu “paz… que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7, NVI) actúe como muralla interior sin levantar muros en el trato.
Sabes, Señor, que a veces faltan palabras. Recibe entonces el silencio como incienso. Lee en él la lista de nombres que amamos, las situaciones que nos exceden, los miedos que no confesamos. “en nuestra debilidad el Espíritu acude a ayudarnos… intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras” (Romanos 8:26, NVI). Deja que esa intercesión escondida cruce la ciudad como brisa limpia y alcance al que hoy no sabe cómo pedir.
Aviva en nosotros la vocación de reparar. “Reparadores de brechas” (Isaías 58:12, NBLA) es un nombre que nos deja en el lugar donde quieres: entre muros derruidos y nuevas puertas, entre ruinas antiguas y cimientos renovados. Allí colocas tu gente, para que el pan encuentre mesa, la justicia corra como río (Amós 5:24), la misericordia envuelva a quienes lo necesitan y la humildad camine contigo (Miqueas 6:8). Pásanos la lija y el martillo, el cincel y la cuerda, la lámpara y el mapa, y acompáñanos mientras tejemos calle por calle el tipo de paz que tú amas.
Padre, permite que el cántico nuevo de tus hijos tenga resonancia en coro. Reúnenos más allá de nuestros acentos y ritmos. Prepara asambleas donde la adoración sane y una, donde el pan y la copa nos recuerden de quién dependemos, donde la Palabra reeduque el deseo, donde la oración interceda con nombres y proyectos. “Pero ustedes son descendencia escogida, sacerdocio regio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable.” (1 Pedro 2:9, NVI). Haznos cantar con esa conciencia, y que la ciudad se dé cuenta.
Desde la plaza interior de la fe, vemos hacia adelante. Imaginamos la avenida iluminada por la gloria del Cordero, “no necesita ni sol ni luna que la alumbren” y las naciones caminarán a su luz (Apocalipsis 21:23–26, NVI), cuando el río fluya y “las hojas del árbol son para la salud de las naciones.” (Apocalipsis 22:2, NVI). Ese futuro es promesa y guía. En su dirección orientamos el trabajo y la ternura, la creatividad y el descanso. Hasta que llegue el día completo, mantenemos en los labios el clamor sencillo que cierra la Escritura y abre el corazón: “El Espíritu y la novia dicen: «¡Ven!»” (Apocalipsis 22:17, NVI). Decimos “Ven” sobre nuestra casa, nuestra calle, nuestro mercado, nuestra escuela, nuestro hospital, nuestra oficina, nuestro parque, nuestra ciudad.
“¡Felices los que viven así! Felices de verdad son los que tienen a Dios como el Señor.” (Salmos 144:15, NTV). Sobre esta bienaventuranza levantamos la jornada. Por ella pedimos cuando ordenamos la agenda, cuando encendemos la estufa, cuando saludamos a un cliente, cuando firmamos un contrato, cuando escuchamos a un adolescente, cuando acompañamos a un enfermo, cuando abrimos la puerta a un desconocido. Que esta felicidad produzca estabilidad y templanza, justicia y alegría, sobriedad y valentía. Que alcance a quienes amamos y a quienes nos cuesta amar.
Y mientras afirmamos estas palabras, nos sabemos parte de una mesa amplia. Con la memoria encendida y el corazón dispuesto, nos unimos a quienes, en lugares y tiempos diversos, han rezado este mismo salmo y han pedido lo mismo sobre sus ciudades. En la memoria de la Iglesia en general, la Iglesia como un cuerpo colectivo y universal, aprendemos a respirar al mismo ritmo: Roca que sostiene, Entrenador que forma, Aliado que protege, Padre que provee, Rey que viene. Desde esa unidad que supera fronteras, pedimos una vez más, con voz que busca ser clara y humilde: abre los cielos y ven. Forma nuestras manos, da destreza a nuestros pasos, afina nuestro cántico, llena los graneros con propósito, aquieta las plazas con justicia. Y que, en todo, tu Nombre sea celebrado.
Amén.